Recuerdo
mis primeros años
de
estudio en la Universidad.
De
más está decir que era
un
espantapájaros enjuto
y
desgarbado,
con
ojos sempiternamente tristes.
El
punto es que,
dada
mi nula capacidad escolar
en
matemáticas,
ingresé
a estudiar Periodismo,
creyendo
que las benditas humanidades
me
salvarían
de
la zozobra a la tempestad
del
rigor académico.
De
las humanidades no me arrepiento
hasta
el día de hoy,
pero
jamás sospeché
que
en primer año debía cursar,
obligatoriamente,
la
asignatura de Estadística.
Como
es de suponer
(y
siendo bien chileno para mis cosas),
di
bote redondito
y
terminé
a
medio morir saltando.
Reprobé
el primer semestre
y
lo repetí al segundo,
y
de no ser por un amigo,
que
tenía más años de circo en la materia
(inversamente
proporcionales a sus virtudes
humanas),
habría
arriesgado la matrícula
rindiendo
por tercera vez el ramo.
Pese
a que,
como
también es de suponer,
la
materia la olvidé,
aún
recuerdo un área de conocimiento
de
esta ciencia exacta,
al
menos en el panorama general:
las
leyes de probabilidades.
Resumiendo,
uno
o más elementos,
sumado
a sus combinaciones y
a
factores presentes en el juego,
calculadas
con precisión
mediante
intrincadas fórmulas,
pueden
desarrollarse o generar
distintos
escenarios o resultados
posibles.
Ahora,
el
pábulo de mis reflexiones
esta
cálida noche de verano es,
sin
duda,
¿hasta
dónde es aplicable esta ley
de
probabilidades
al
hombre y la vida misma?
¿No
es por eso,
acaso,
que
muchos despreciamos las ciencias
exactas
por
ser mero y exclusivo
raciocinio
intelectual abstracto y
completamente
arbitrario de lo
humano?
Pero
sigamos,
por
favor,
la
lógica de estas probabilidades
en
un ser humano,
sólo
con fines instrumentales- prácticos.
Consideren
que soy una mera cifra,
un
guarismo aislado
de
sentimientos y sensaciones,
sin
voluntad ni discernimiento
alguno.
¿Cuáles
son,
entonces,
mis
probabilidades
de
tener éxito en mi trabajo,
de
encontrar el amor verdadero,
de
reconocerme a mí mismo
(con
el rostro desnudo)
y
sin complejos de culpa,
de
sanar los traumas del pasado,
de
ser libre,
correr,
reír, criar hijos,
y
amar a una mujer?
Como
en toda disciplina que
emplea
el método científico,
siempre
existe la posibilidad de invalidar
el
análisis,
debido
a la presencia de sesgos.
Pero
no me refiero a prejuicios
del
investigador,
ni
sesgos epistemológicos.
Me
refiero a cuando el
hombre-
científico
juega
a ser Dios
y
establece limitaciones,
cauces
artificiales o cursos predeterminados
de
acción,
un
relato subyacente a interpretar
por
el objeto de estudio,
ante
cuya desobediencia se le amenaza
con
las penas del Infierno.
En
ese diseño de la investigación
es
evidente que yo,
un
mero guarismo en este
mundo
de hombres crueles,
no
tengo los horizontes
abiertos,
que
brinden el estudio
las
probabilidades de conseguir
mis
fines.
Intento
cruzar océanos y desiertos,
mas
siquiera puedo ver
los
muros que me contienen
en
mi claustro.
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