“En mis nueve años de colegio conocí muy bien el espíritu
de los padres jesuitas, por eso sé odiarlos, quererlos y admirarlos. Odiar a
algunos por intrigantes, por chismosos y por espías, porque siempre en sus
palabras había algo de traición, de sombra y de olor a subterráneo. Querer a
otros por ser hombres buenos, rectos, sin dobleces, almas sin arrugas, amplios
y comprensores de todas las cosas de la vida. Admirarlos a todos porque son una
falange macedónica, una máquina infernal, insuperables en la guerra”. Vicente
Huidobro. En “Pasando y Pasando”, 1914.
El autor de “Altazor” estudió en estas aulas. Pero eso a
nosotros nunca nos lo mencionaron, menos que tuvo una querella feroz con el
colegio a raíz de la publicación de “Pasando y Pasando”, su primer libro, en el
que ridiculiza y escribe una crítica acérrima a los jesuitas. Era un ambiente
muy protegido: de ideologías “subversivas”, de la vida licenciosa y del mundo
popular. Lo que con los años más me di cuenta fue de la hipocresía en esta
formación, colegio católico, que decía promover el espíritu de servicio, la
vocación social, heredera directa del Padre Hurtado, pero la máscara cínica
ocultaba la real dimensión de ser “soldados de Cristo”.
Por cierto, no del Cristo obrero, del Jesús hijo de
carpintero que se rodeaba de perseguidos, mendigos, enfermos y prostitutas. Con
unos compañeros que tendíamos más hacia las ideas sociales de izquierda
bautizamos el prototipo de alumno como “An ignacian boy”. Y tenía sus
características peculiares.
Este joven era de origen muy burgués, de las familias
acomodadas latifundistas tradicionales, buen deportista, presumible ejemplo sano
de nuestra generación, católico y activo partícipe de movimientos de pastoral
cristiana. Según él, con conciencia social. O al menos eso era lo que el
colegio le imprimía. Sobre todo, un líder en todos lo ámbitos de la sociedad,
cuya misión era evangelizar en los preceptos de la Compañía de Jesús con la
formación de excelencia que había recibido.
Pero esa incongruencia saltaba a la vista, entre un
pijecito mimado y el supuesto muchacho consciente con lo que sucedía en el país
por esos años. Durante los ochenta era un hecho conocido la represión de la
dictadura militar y la extendida pobreza en Chile. Pero los padres jesuitas
eran ambiguos con respecto a esta realidad: proteger a los niñitos y sólo
mencionarles estos hechos en la lejana imagen de un documento social. Entonces,
en Tercero Medio, nos llevaban a Trabajos de fábrica, para acercarnos al mundo
obrero. Durante una semana trabajábamos como un empleado más en una fábrica de propiedad
de alguno de los apoderados, siempre con la estricta tutoría de un exalumno que
contextualizara estos hechos en el más pulcro pensamiento católico.
Sin embargo, en mi generación escolar, el más emblemático
de los ignacian boy se excusó de asistir. Era un alumno que destacaba en el
atletismo, por lo que el rector del colegio se enorgullecía de la imagen que
proyectaba de su institución y, entre los compañeros circulaba el rumor que sus
padres recibían habitualmente, en el living de la casa, a políticos como Andrés
Chadwick. Un día de los Trabajos de fábrica (alojábamos en grupos en casas de
escogidas familias de la población Los Nogales, en Estación Central), este
compañero nos visitó. Bromeó un rato y dijo que no podía ser parte de la
actividad porque sus papás no lo dejaban. Llegó en auto junto al profesor jefe.
Iba tiritando mientras manejaba, nos confesó después el
profe a este grupo de amigos disidentes. Si en ese momento me sorprendió, ahora
no me causa ninguna extrañeza al ver a adultos del barrio alto que, al bajarse
del auto en comunas como Ñuñoa, transpiran al caminar acelerados hasta sus
destinos, pues están convencidos de que un flaite es una bestia irracional que
no trepida en desollar a los cuicos sin provocación alguna.
El clasismo de la mayoría de mis compañeros también era
un contraste con el espíritu que proclamaba el San Ignacio. Más allá de que la
religión castraba el despertar sexual en ciertos alumnos, confundiendo con
amenazas como que la masturbación nos iba a dejar estériles, las primeras
relaciones de pareja de los ignacianos guardaban el típico doble estándar de la
burguesía chilena. La polola, la oficial, debía ser una niña de buena familia,
educada y con valores sólidos, pero había la licencia para desbandarse en la
sexualidad irresponsable al “chulear”. Qué palabra más despectiva. Las
muchachas pobres podían ser la entretención, el turismo sexual de los niñitos
bien del colegio de Providencia.
Salir con chulitas te da seguridad, fue el consejo de un
compañero ante mi timidez con las mujeres. Recuerdo una fiesta en el San
Ignacio. Ese mismo compañero, junto a otros tan deseantes como él por esos
años, se aburrieron de la parsimonia de las jóvenes de colegios privados y
planeaban ir a agarrase chulas.
Entonces nos vamos al Li-ce-o-de-A-pli-ca-ción, decía uno
de los más entusiasmados, sobrecargando la pronunciación de las sílabas y de
las letras C, lo que causaba de por sí una risotada general en el grupo. Se
reían sin tapujos. Me pregunto qué habrían pensado de saber en ese momento que
ese liceo era de hombres.
Lo más triste era que, ahora lo entiendo mejor con la
distancia de los años, los jesuitas eran muy conscientes de la formación que
nos entregaban y la hipocresía implícita. Las redes de contacto de los colegios
particulares fueron el mejor legado que les otorgaron a los ignacianos. Digo
les otorgaron porque fui “excomulgado” de esa selecta estirpe. Ahora me entero
de que ocupan cargos gerenciales, altos puestos públicos e, incluso, son
rostros de canales de televisión. Líderes sociales. Algunas veces me topo con
ellos. Trato de no saludarlos, pero algunos insisten en acercarse. Es un trato
de lástima el que me dedican, saludar al pariente pobre que no fue digno de esa
bonaza propia de la enseñanza de los jesuitas.
Recuerdo que el último año de mi generación el rector nos
impartía una asignatura. Nos hizo escuchar, desde una radio cassette, la
canción El baile de los que sobran,
que por entonces era un tema de Los Prisioneros muy vigente.
“Oíamos los consejos, los ojos en el profesor. Había
tanto sol sobre las cabezas (…) A otros enseñaron secretos que a ti no. A otros
enseñaron esa cosa llamada educación”. El rector nos pidió que escribiéramos
nuestro sentir a partir de esa música y letra. Escribí que me causaba entre
pena y rabia la injusticia y falta de oportunidades para la mayoría de los
jóvenes que no podían acceder a esa educación privilegiada. No recuerdo si el
rector me hizo un comentario luego de leer mi respuesta. Sólo me acuerdo de
que, al final de esa clase, comentó muy extrañado que esa banda musical no
hablara de Dios.