martes, 28 de diciembre de 2021

Otra tierra

 


Dijiste:

Iré hacia otra tierra, iré hacia otro mar.

Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.

Aquí, una condena escrita es todo esfuerzo mío.

Y está mi corazón- como un cadáver- enterrado.

Hasta cuándo permanecerá mi mente en tal marasmo”.

 

Constantino Kavafis[1]

 

Parajes descampados transitaban por el encuadre de la ventana. Viñedos, algunas poblaciones aisladas, intersecciones de grandes vías de asfalto. Como si el vidrio fuera la pantalla que exhibía un monótono travelling. No se divisaba la cordillera. El horizonte desplegado sin límites, amenazador, sentía que en cualquier momento era capaz de engullirme de un sólo bocado.

Cuando logré sintonizar radios locales en mi walkman escuchaba acerca del caso de María Soledad, una noticia de la crónica roja que dominaba el interés de la opinión pública. Hubo un lapso del trayecto en que no tenía con quien conversar, el chileno con quien había entablado una momentánea amistad se bajó en Córdoba. De veintitantos, unos pocos años mayor que yo, visitaba la ciudad en la que vivió durante un par de años. Percibí su nostalgia por los años argentinos y la angustia de tener que vivir obligadamente con su familia. No se puede estudiar y trabajar al mismo tiempo, me confesó en un lamento y asentí, pese a que eran justamente mis planes, pero en Santiago no me atreví a embarcarme en ese desafío. Y motivos no me faltaban.

No era el único chileno en el bus. Sin contar a la señora que contrabandeaba ropa de guagua para vender en Mendoza (guárdemela en tu casillero, mijito, si no va a pasar nada), había parejas jóvenes que viajaban por vacaciones. Algunos argentinos parece que iban de regreso, no los había conocido mucho. En el paso fronterizo recordé la indicación de la funcionaria de la embajada argentina en Chile, debía bajarme y exigir que me timbraran el pasaporte.

 

No es necesario, pibe.

Pero me dijeron que había que registrar el ingreso…

No, lo tenés que timbrar allá, en la embajada de tu país.

 

Lo decía con tal seguridad que le creí. Era la primera vez que salía de Chile y debía necesario acostumbrarme a una nueva vida. Eso buscaba, pese a que mi familia hizo lo imposible por convencerme de quedarme en casa. ¿Cine?, ¿Cine?, va a ser difícil que encuentres un trabajo en eso, me comentó un primo de Concepción en el matrimonio de mi hermana mayor. Le expliqué que no buscaba ser Spielberg, que mis fantasías no volaban tan alto, sino que quería aprender una técnica para luego desempeñarme en cine publicitario, en productoras chilenas. ¿Entonces por qué en Buenos Aires? Mi discurso iba siempre por el complejo nacional de que todo lo extranjero era mejor valorado en el país. Dudo mucho que me creyeran. En fin, fueron bastantes los titubeos y no me sentía nada de bien en los últimos meses en Santiago.

Guardaba el sabor amargo de los años de Periodismo en la Universidad Diego Portales, casa de estudios que por esos días sobresalía entre las privadas. Creo que el complejo de no pertenecer se agudizó en mí en los tres años de estudio y la rabia contenida fue corrosiva en la despedida que me hicieron mis amigos cercanos de la Escuela, tarareando “La Comparsita” con mi apellido en las dos últimas sílabas del coro. Ponce en Buenos Aires, jajaja. Desde la llegada triunfal de Juan Domingo Perón que no se conoce una bienvenida más afectuosa. Recuerdo que cuando me despedía del anfitrión de esa cita tan funesta, sentado en el auto para ir a dejar a los otros compañeros, se me escapó un Esto no se va a quedar así… Me miró con lástima.

Pero sería injusto decir que solamente fue el ambiente académico el que me hizo sentir que en Santiago me estaba pudriendo. Justamente entre la multitud portaliana destacaba Bárbara, una compañera de la que me enamoré tan ingenua como perdidamente. Es cierto, tenía 21 años, pero mi despertar de la adolescencia fue lento y con muchos tropiezos. Ella me llamó la atención desde el primer año: el misterio que la envolvía en sus ropas oscuras, que marcaban un juego de claroscuros perfecto con su cara pálida y pelo liso azabache. Me tocó hacer un trabajo en grupo con Bárbara, escogido por sorteo, en el primer semestre. Supe que era de Temuco, hija de un reconocido poeta de La Araucanía, que había cursado un año de Periodismo en la Universidad de La Frontera y sus gustos literarios eran un tanto góticos. Leía a Poe y Lovecraft, escritores que comencé a profundizar en ese entonces. La imaginaba como el Cuervo del célebre poema. Además, tenía gustos musicales metaleros y punks.

En esos tres años de estudio no fuimos muy amigos, pero siempre la observaba y me atrevía a ratos a conversar trivialmente con ella. Una vez la vi en Bellavista junto a unos chascones vestidos con chaquetas de jeans con parches mortuorios. Pero en el verano anterior a mi travesía argentina, coincidí en unas vacaciones en Lican Ray, donde su familia tenía unas cabañas de veraneo y aprovechaban de pasar los días en ese balneario del sur. Fue ahí que quedé obsesionado con esta chica. No hubo más que una visita y algún encuentro en el centro del pueblo, pero me ilusioné demasiado. La imaginaba con algún tipo mayor, muy rudo y metalero, un maldito como en las novelas beatnik y yo me sentía un niño inocente y nerd.

Al regreso a Santiago mi timidez creció tanto como mi obsesión. Estaba ansioso, de mal humor y culpaba a mi familia, por sobreprotegerme tanto, de mi falta de valentía. De hecho, mi hermana me acusaba de tratar mal a mi mamá. Toda la Escuela de Periodismo se dio cuenta de esta situación sin que yo me enterara de que sabían. Hasta los últimos días del año, la ansiedad perjudicó mi rendimiento académico, me comenzó a dar lo mismo si me iba mal en las pruebas y los rumores volaban, hasta que se convirtieron en un ambiente hostil de parte de mis compañeros, con burlas e indirectas muy crueles. Sentía que era la mujer de mi vida, si no estaba con ella, si no perdía la virginidad con Bárbara, ya no habría vuelta atrás.

Tenía amigos fuera de la universidad, un grupo de estudiantes de Psicología que conocí por mi mejor amigo del colegio que optó por esa carrera. Él me recomendó desde su primer año de estudio que acudiera a un psicólogo. Y fui a la clínica psicológica de esa universidad a los 18 años, con una terapeuta muy atractiva, pero no creo que haya avanzado mucho en mis temas emocionales. Se llamaba Paula y no era mucho mayor que yo, estaba haciendo su práctica. Estos amigos psicólogos también me molestaban mucho, en especial por mi casi nulo éxito con las mujeres. Eran salidas a fiestas de casas y universitarias donde bebíamos mucho, cervezas y psico por doquier, así como varios cigarros de marihuana cada noche. Se trataba de ir a la caza de chicas, no había la cultura de la relación de pareja, del pololeo tradicional en ambientes familiares.

En tercer año de Periodismo, asfixiado por la indecisión ante Bárbara y la hostilidad de amigos, compañeros y mi familia, recurrí nuevamente a la consulta de Paula, ahora en un centro de atención en Ñuñoa. Ella dijo no entenderme bien. Si no resultó con esta compañera, ¿por qué seguir angustiado, Gabriel? Ya vendrá otra mujer.

Entonces la psicóloga me recomendó, por adherir a la corriente sistémica, que invitara a mi familia nuclear a la consulta. Y fue un desastre. Después de exponer cada uno, Paula y una profesional mayor- que estaba asistiendo- salieron de la habitación a conversar. Mi hermano lanzó una ironía: Vamos a ver quién gana. En esta competencia sentía que jugaba en desventaja y silenciosamente abracé la idea de estudiar fuera del país, como una forma de escapar de ese laberinto que no entendía y que ni las psicólogas comprendieron tampoco.

Muchos de esos recuerdos santiaguinos me rondaron mucho tiempo en la cabeza durante mi vida en Buenos Aires. Cuando llegué en el bus a Retiro, la sensación de aire húmedo caliente me golpeó la cara. Ciertamente, ya se sentía el ambiente durante el viaje, pero fue distinto estar en la urbe con los grados de verano que irradiaban del pavimento, y me costó mucho tiempo acostumbrarme. Había leído que en Buenos Aires había un clima mediterráneo húmedo y, en principio, pensé que sería más llevadero que el mediterráneo seco de la capital chilena. Los días iniciales en la ciudad me rascaba mucho, en todo el cuerpo, hasta que decidí no luchar contra esa sensación. Pero la humedad temperada no fue un asunto que resolviera en pocas semanas.

Una de las primeras cosas que hice en la estación de buses fue comprar un libro encuadernado con los planos de la ciudad. Fue también un esfuerzo acostumbrarme a que en esos mapas el norte se ubicaba al lado izquierdo de la página. Por contactos que mi familia hizo antes del viaje, me alojé en un principio en una pensión que regentaba una familia en el barrio Vicente López, que estaba por sobre la frontera norte de Capital Federal, como se le decían en ese entonces. También debí aprender y habituarme a la delimitación geográfica y administrativa de la ciudad con la Provincia de Buenos Aires, dentro de la cual la capital, de por sí extensa, era pequeña en comparación con lo que los porteños llamaban el interior.

Esa familia me recibió bien, la señora fue muy acogedora y me dio las primeras indicaciones donde comprar comida y los utensilios básicos. Al enseñarme mi habitación noté el ventilador en el techo, que más adelante supe que era común en las residencias y edificios públicos de la zona, pues o tenían aire acondicionado o capeaban el calor con ese artefacto tan propio de los países caribeños.

Llegué un viernes a ese barrio y aproveché el fin de semana para conocer tímidamente la ciudad. Fueron mis primeros paseos por Buenos Aires, donde me impresionaba lo grande de todos sus espacios públicos e instalaciones. Recorrí un parque, de aquellos en que los argentinos disfrutan de las enormes áreas verdes mientras preparan asados y beben cervezas. Cuando iba de regreso, una vez que había amainado la temperatura, una chica muy bonita, vestida de blanco, me preguntó si quería participar de una rifa. Acepté y cuando me preguntaba los datos tuve que explicarle que era chileno y sin amigos en la ciudad. ¿No tenés ningún amigo en Buenos Aires?, y su cara era de espanto. Pensé que esa urbe aumentaba cada vez más sus metros cuadrados en la medida que me sentía más pequeño.

Mis incursiones iniciales en la argentinidad fueron de intercambio con un Castellano bastante neutral. Pero uno de esos días en esa pensión al regresar saludo al matrimonio que la regentaba y el marido me avisa que instaló un “placardcito” en mi pieza. No le entendí y él me hace hincapié en que esperaba que no me molestaba que haya entrado en mi habitación mientras no estaba. Hasta ese entonces, sólo tenía el recuerdo de la canción de Soda Stereo “Un misil en mi placard”, pero era el tiempo en que disfrutaba de la música en español sin reflexionar mayormente sobre la letra.

Otro desencuentro lingüístico sucedió después y fue una de las primeras experiencias que viví de la animadversión que, aunque haya matices y muchos transandinos lo nieguen, existen de los argentinos hacia los chilenos. Resulta que en esa casa trabajaba una empleada doméstica y una tarde, luego de lavar ropa a mano en la terraza de la azotea, voy con las poleras mojadas y me la encuentro en los cables que se ocupaban para tender.

 

Disculpa, puedo…

¡Sí, podés colgar tus remeras acá!

 

El tono fue despectivo y hasta me interrumpió. La familia que hospedaba era de clase media- que con el tiempo entendí que era muy distinta a ese grupo social en Chile-, pero esta mujer era más humilde, morena o “morocha”, y fue cuando empecé a darme cuenta de que la discriminación no hacía diferencias por origen social de los argentinos.

Si bien la decisión de estudiar Cine en Buenos Aires fue, además de escandalosa, en cierto sentido una excusa, siempre tuve interés en cursar los ramos en la casa de estudios. Estaba matriculado en la Fundación Universidad del Cine, la FUC, un plantel privado que impartía exclusivamente esa carrera y contaba con los más sofisticados equipos técnicos para la realización cinematográfica. Por cierto, el arancel era muy caro, pero al ser chileno no me costó mucho que me dieran media beca.

Luego de un fin de semana de reconocimiento de la ciudad, tenía que integrarme a las clases, que ya habían comenzado. Cursaba el horario vespertino, pues pretendía trabajar durante el día y, de esta forma, costear una parte de mis gastos. Mi padre había sido reacio a que emprendiera esta aventura. Me insistió en que terminara mis estudios de Periodismo y, luego, podría estudiar con toda facilidad cualquier carrera. Es cierto, en Chile el titulo pesa más que la persona, pero mi tozudez escondía problemas emotivos que mi papá o no sospechaba o no quería darse cuenta de ellos. Tampoco yo los tenía tan claros como para explicárselos a alguien.

Intentó recomendarme con cineastas en productoras, que por sus contactos ubicó, pero ahora entiendo que, la verdad, sólo quería disuadirme de viajar a Buenos Aires. Sentía que jugaba conmigo. Una vez fui a una productora por recomendación de él y un adolescente en la recepción, menor que yo, me dice que la persona que busco no está. Y eso que supuestamente me estaba esperando. Luego, en casa, mi mamá me dice con risas que estaban todos en un asado y que yo debí haber insistido. Mi padre era así, tan chileno como para no decir lo que siente y, sumado a que mi familia era disfuncional, él ocultaba la mugre bajo la alfombra. Lo grave es comenzaba a emerger por mis heridas esa suciedad.

Le seguí el juego y finalmente mi padre accedió. Argumentaba que había invertido mucho en viajes de diversión para mis hermanos, pero en especial a Andrés, que me aventajaba apenas un año dos meses en edad. El trato era que mi papá me costeaba la universidad y la pensión donde alojarme y yo corría con los gastos de alimentación, transporte y cualquier otra necesidad o placer que surgiese. Para ello trabajaría en un empleo no calificado.

La FUC quedaba en el barrio de Santelmo, muy lejos de Vicente López. El primer día que fui a clases demoré tanto en el colectivo que llegué tarde. Tenía que ingeniármelas para partir muy temprano desde la pensión, casi inmediatamente después de almorzar. La primera clase a la que entré era de Semiología. La profesora expuso durante un rato y, luego, nos instó a juntarnos en grupo para analizar un capítulo del “Tratado General de Semiótica”, de Umberto Eco.

Quería vencer mi timidez de entrada y causar una buena impresión. Así de galopante era mi ingenuidad: país nuevo, Gabriel nuevo. Me junté con compañeros que estaban sentados cerca. Una mujer treintañera habló con seguridad de que había que hacer el trabajo. Las miradas se posaron en mí, al ser desconocido hasta el momento. Quería hablar con impronta, pero las palabras no me salieron. Un chico argentino- que resultaría ser bastante agradable cuando lo conocí un poco más adelante- sonrió con ternura. Comenzaron a preguntarme.

¿Pero en Chile no tienen camaritas para que estudiés allá? Le explicaba a la treintañera que había escuelas de Cine en mi país, pero estaban recién comenzando y no daban seguridad. El argentino agradable me preguntó si nosotros ocupábamos el sistema televisivo NTSC, a lo que asentí. Ellos ocupaban PAL, de origen alemán. Que las 525 líneas televisivas en Chile fueran de origen americano y el sistema argentino de marca europea fue una constante que fui confirmando a medida que conocía más Buenos Aires. Una cordillera divide ambos países, se comparte idioma, y sin embargo grande es la brecha cultural e idiosincrática entre estos pueblos vecinos.

La sede de la Universidad del Cine donde tenía clases quedaba en calle Piedras, a cuadras de la Plaza Dorrego, que tiempo después supe que los fines de semana era lugar turístico ya que interpretaban tangos y parejas lo bailaban con el atuendo característico. También se instalaban puestos de artesanía y venta de souvenirs de la ciudad. Eso me lo contaron porque nunca estuve ahí algún fin de semana. Acudía seguido los días hábiles, cuando tenía ventanas académicas, para fumar en la noche mientras veía el escaso movimiento de gente. Era una forma de no sentirme observado ni sufrir por la indiferencia de mis compañeros de la facultad.

Se notaba que la FUC era un plantel de muchos recursos. Tenía un patio central, con un puesto de café y facturitas en una esquina, con mesas en cuya cubierta había fotografías en blanco y negro de estrellas hollywoodenses. Era habitual sentarse y bajo la taza sentir la mirada de Cary Grant o de Rita Hayworth. Me habían advertido que los estudiantes eran conchetos, niñitos bien, de mucha plata, hijitos de papá. Cuando en las clases se suscitaba decir el barrio en que vivían, de inmediato abundaban Belgrano o incluso Olivos, que quedaba fuera de Capital Federal. En Buenos Aires las áreas urbanas de Barrio Norte eran las más pudientes, cuestión que se deslizaba en canciones de Sumo y Charly García. Ahora, Olivos era el barrio donde estaba la casa presidencial y su arquitectura era más bien mediterránea, distinta a la característica porteña- en su mayoría edificios de estilo parisino-, con casas que me recordaron a las de La Dehesa.

La distancia con la facultad me obligó a que buscase otra pensión. En uno de mis paseos por el microcentro de Buenos Aires, cercano a Santelmo, después de almorzar en un McDonald’s- una de las pocas incursiones del imperialismo yanki en esa época- llamé desde un teléfono público a unos avisos que leí en El Clarín. Uno me convenció, por precio y ubicación. Sí, tiene TV Cable, te va a encantar, pibe. Acordé con el dueño encontrarme en la pensión a las 18 horas y cerrar el trato ahí mismo.

Eran años del segundo gobierno menemista. La figura del ministro Cavallo se me hizo rápidamente conocida. La medida de instaurar la paridad del peso argentino con el dólar estadounidense tenía sumida a la Argentina en una recesión tremenda, con escasez de moneda circulante. Los argentinos reclamaban a viva voz en contra de él en cada esquina, con esa locuacidad característica de ellos, una expresividad que aprendí podía ser sumamente acogedora cuando eran amables y que los convertía en unas bestias cuando los dominaba el odio.

Esta pensión a la que me mudaba costaba 200 pesos al mes. Me quedaba poca plata y debía tomar un taxi para llevar mi equipaje. Me despedí cariñosamente de a señora de Vicente López y tomé el primer taxi que encontré. Vi desfilar barrios y barrios de Capital Federal cuando caía la tarde. Mi destino era San Cristóbal, un barrio en la zona sur de Buenos Aires. Mientras avanzaba raudo por la avenida 9 de julio me fijaba en el taxímetro. Contaba con 20 pesos disponibles para el viaje.

 

Flaco, el viaje ES caro. No me preguntés por cuánto te va a salir.

No tengo más que 20 pesos, en serio. ¿Dónde me vas a dejar?

 

Estaciona el vehículo cerca de la calle Humberto Primo, que es donde iba, con la 9 de julio. Abre la maleta, recibe el billete y me extiende el último bolso de mi equipaje con un gesto despectivo. Tuve que caminar como ocho cuadras hasta la pensión, arrastrando muy cansado mi equipaje. Meses más tarde deduje que esa travesía había sido mi presentación en el barrio, donde me hice conocido muy pronto, pese a que prácticamente no hablaba con nadie.

En la pensión de Humberto Primo se accedía en planta baja por una escalera. El primer y segundo piso constituían la casona acomodada para el hospedaje. Me recibe el dueño, que no vivía ahí, en la cocina comedor, mientras conversaba con otros inquilinos, reunidos en el comedor en torno a la TV.

 

Yo ya me iba a ir. Acompañame a ver tu cuarto.

 

El dueño era un tipo de unos 40 años, semicalvo y liviano de sangre. Subió con nosotros uno de los inquilinos, un gordo también en la cuarentena de edad, con cara un tanto hosca y vestido formal. Al verlo con corbata de inmediato recordé a mi padre, pese a que este argentino, llamado Jorge, era una persona muy distinta a él, como me fui dando cuenta después.

La habitación era en la azotea, separada de las otras de ese piso por un patio a la intemperie donde había cordeles para el tendido de ropa. Se trataba de un dormitorio para varias personas, había camas y camarotes y un baño en suite con más de una ducha y tazas de WC. El dueño de la pensión me pregunta en qué cama quiero instalarme y Jorge me sugiere una del fondo, más protegida de la entrada. Le hago caso. Luego, Carlos, el propietario de la casa le dice al inquino que lo espere abajo, en el comedor, pues quiere hablar a solas conmigo.


Mirá, Gabriel, la pensión en realidad cuesta 260 pesos, pero contigo voy a hacer un trato especial. Pero prometeme que esto queda entre nosotros.

 

Le confirmo y realizo mi primer pago. Después volvemos al comedor y Carlos me presenta a los otros inquilinos, que saludan con desgano. Le pregunto al dueño si la pensión incluye utensilios de cocina y me responde que tendré que conseguirlos yo mismo. Cuando uno vive solo tiene que comprarse sus propias cosas, me indica con tono jovial. Luego de despedirse, me quedo con Jorge frente al televisor y dos compañeros más, José y Alex.

 

¿Querés ir a un boliche, chileno?

No puedo hasta tener plata. O sea, hasta que consiga trabajo.

Conmigo no pagás nada.

 

Le agradezco a Jorge y le aclaro que por el momento prefiero no salir por las noches. Los inquilinos ven con abulia los goles del informe deportivo en las noticias.

Recorrí en los días siguientes el barrio y noté en su arquitectura europea antigua un lugar más cercano a lo popular de la argentinidad. Muchos inmigrantes, pero a diferencia mía había coreanos con sus verdulerías y se reconocían peruanos y bolivianos en las calles, lo cual ya marcaba una tendencia en esos años. Edificios pequeños, panaderías, locales de comida rápida caseros- pizzerías, platos preparados-, fábricas de pastas, algunas imprentas, cafés- que en Buenos Aires equivalen a pequeños bares y los hay en casi todas las esquinas de la ciudad- y quioscos de gaseosas, cervezas, pasteles, juegos de azar, cigarros, libros de crucigramas y artículos de bazar en general que se acondicionaban en viviendas residenciales con un escaparate abierto a la calle.

En una esquina, pintado en un mural de un edificio, una ilustración enorme que emulaba a las caricaturas de Roberto Fontanarrosa, tal vez el mismísimo famoso Inodoro Pereyra, con la leyenda: “San Cristóbal, más que una pasión un sentimiento”. Había mucha vida de barrio por estas calles. Además de los puestos de comida se contaban varias heladerías. Muchos jóvenes deambulaban en pandillas, algunos con el torso desnudo, bebiendo cerveza de la botella. Con el tiempo entendí por qué los argentinos de la pensión les llamaban pendejos, siendo que no eran mucho menores que ellos. Estos jóvenes no trabajaban ni estudiaban, vivían a expensas de sus padres quienes los consentían al punto de dejarse manipular. Además, era seguro que muchos de ellos delinquían por las noches.

Eran los mismo que me encontraba a mi regreso de la facultad por la noche. Ahora, de Santelmo hasta la pensión había una distancia de diez cuadras, así que caminaba solitario a la vuelta, como a las 23 horas. Che, vieja. ¿Tenés 50 centavos que me convidés?, me gritaban en varias esquinas de mi trayecto. Aprendí que bastaba decirles No, no tengo nada, y me dejaban tranquilo.

Al regreso a la pensión me preparaba comida. Mis compañeros estaban reunidos en el comedor en torno a la TV habitualmente. Al principio no les entendía, no sólo por los argentinismos- que fui aprendiendo con el tiempo- sino que también porque modulaban mal, los sentía como un dialecto del lunfardo. ¿Te cargan mucho en la facultad por tu acento?, me preguntó una noche Alex, que era conocido como el nene o el pendejo. Incluso yo lo llamaba así, pese a que tenía 19 años y yo apenas tres años más. ¿Qué es cargar?, pregunté con enorme ingenuidad. Jorge, el argentino cuarentón- que era un gordo macizo y maleducado- hizo un gesto de espanto y hastío. Resulta que cargar era molestar, agarrar para el hueveo, como decimos los chilenos, pero había tantas palabras que desconocía.

Una tarde quise prepararme un café- vendían Nescafé granulado en los Coto o Carrefour, con mucho más cuerpo que el instantáneo disponible en Chile- y ocupé una de las tazas del juego ordenado en uno de los estantes de madera que dividían la cocina del comedor. Las tacitas de porcelana tenían impresas las letras HCA. ¿Vos sos del Congreso?, me preguntó socarrón Jorge al entrar. Ah, entonces la C es de Congreso, la A es de argentino y la H ¿es de humilde, entonces?, respondo para continuar el juego. Más respeto, chileno, me replica el hombrón. Jorge trabajaba en el Honorable Congreso Nacional y solía tender la trampa de dejar sus cosas en ese espacio común de la vivienda para después molestar con que ocupábamos sus pertenencias. Era grosero y prepotente, me llamaba la atención que vistiera elegante y su lugar de empleo. Más tarde me contaron que se desempeñaba como cafetero en la casa legislativa. Siempre alardeaba de su trabajo. Como la mayoría en esa pensión de hombres éramos jóvenes, lo catalogábamos como el viejo. Todos le temíamos en silencio, pues de bravucón tornaba a las amenazas.

Solía compartir con José, un boliviano joven, pero que su trabajo duro y vida esforzada lo hacían parecer mayor. Era de Cochabamba, se desempeñaba en una imprenta y no era inmune a los insultos y groserías de Jorge que, si bien despotricaba en contra de los porteños y hablaba maravillas de su natal Córdova, era tan racista como el más estirado de los bonaerenses.

Una noche surgió la idea de comprar cervezas. Mirá, dijo Alex- que era de Río Negro, una ciudad próspera por el petróleo del sur argentino, y estudiaba Derecho- el amigo transandino se prende con las monedas para las Quilmes. Fue en esa borrachera que conocí más a los inquilinos. Quique era un joven alto, veinteañero con más años que la mayoría, oriundo de Entre Ríos, estudiaba Diseño Grafico y era compinche con Ariel, que venía de Bahía Blanca a estudiar Periodismo a Buenos Aires. También estaba Héctor, un muchacho peruano, limeño, cuyos padres comerciantes hicieron un esfuerzo por que él viniera a estudiar Química y Farmacia la Universidad de Buenos Aires. Debía trabajar para costear gastos y se desempeñaba como copero en el restaurante de un suizo. El peruano se creía muy astuto, como si fuera capaz de engañar a los argentinos y disfrutar de los placeres de la ciudad. En el fondo era bastante ingenuo, pese a que su egolatría reprimía esta inocencia no asumida.

Quique se caracterizaba por ser muy bromista, rápido en las reacciones emotivas y siempre alardeaba de sus conquistas amorosas. Al principio dudaba de ello, pero en varias ocasiones cerraba su cuarto con pestillo y sólo interrumpía su rutina para ir a comer a la cocina. ¿Querés apostar, pendejo?, le replicó uno de esos días a Alex, quien ponía en duda de que tuviera a una muchacha en su habitación. Con el tiempo supe que, si bien no estaba permitido, Carlos estaba al tanto y no tenía problemas con la vida personal de Quique.

Esa noche de la joda bebí mucha cerveza, terminé medio entonado. Las dinámicas que se suscitaban en esa pensión muchas veces partían por Jorge, que le encantaba provocar, y a veces José y Quique se le sumaban en el juego. Héctor elaboraba un discurso sobre el racismo de los argentinos, que él era testigo de lugares donde se encerraba en el trabajo a los inmigrantes, al más puro estilo de esclavitud moderna. Yo me sumaba versando acerca de la europeizados que eran en Argentina, que incluso parecían no sentirse parte del continente, que se mostraban superiores con los vecinos. Jorge y Alex respondían con provocaciones, pero las decían en serio para disimular la broma. En un momento le pregunté a Jorge: ¿Argentina es un país latinoamericano o una sucursal de Europa?, a lo que por supuesto respondió Una sucursal de Europa. Luego Alex develó el engaño y dijo que no los tomaran en serio, que estaban cargando y ofreció más cerveza. Sin embargo, los detalles de la conducta de los argentinos evidenciaban su racismo sutil, en ocasiones, muy directo, cuando estaban enojados.

Era tal el contraste entre la vida en la pensión de San Cristóbal- donde era habitual que robaran comida que uno dejaba en la heladera común de la cocina- y el lujo frívolo de la Universidad del Cine, que mentalmente comencé a llamarla como una teleserie yanki adolescente que trasmitían en Chile por esos años: “Escuela al estilo Beverly Hills”. Los veía como niñitos ricos, mimados y consentidos, totalmente ajenos a la realidad de su país, que vivía por ese entonces momentos crudos y difíciles producto de la situación económica. Sin embargo, había algunos compañeros de universidad más simpáticos y accesibles. Ni hablar de las mujeres: la fama bien merecida de la belleza de las argentinas la comprobaba a diario, tanto en la calle como en las muchachas de mi facultad.

 

¿Vos sos chileno?, me preguntó en los primeros días de clases una chica argentina luego de escucharme hablar.

Sí, ¿cómo supiste?

Es que un chico chileno vive en mi casa por estos días, entonces reconocí el acento.

¿Y qué hace él en tu casa?, le pregunté tratando de averiguar si se trataba de su novio o algo parecido.

Mirá, se está quedando momentáneamente con nosotros. Imagino que echás mucho de menos a tu familia en Chile.

Sí, un poco, pero me acompaño escuchando mi walkman.

 

La última respuesta fue poco inteligente, pero cierta. Escuchaba tardes enteras la Rock & Pop tendido en mi cama. Esta chica se llamaba Carolina y era conocida por lo tierna. Hasta profesores le destacaban su dulzura. Tenía rasgos redondos en la cara- la nariz, por ejemplo- distinta a muchas argentinas con fenotipos judíos o árabes. La encontré similar, en cierto sentido, a las chilenas, pero con el encanto de las chicas porteñas. Me recordaba un poco a Bárbara que, pese a su impronta pseudo dark, tenía rasgos tiernos. Inmediatamente, después de conocerla, me gustó Carolina, lo cual venía siendo una constante en mí por esos años: ser enamoradizo a un nivel de candidez abismal.

No obstante, si bien me hacía mucha falta la compañía femenina- a veces en lugares como el Subte, ante mi estupefacción por el atractivo desbordante de mujeres argentinas, hacía esfuerzos por disimular mis erecciones-, no era tiempo para el amor. Mi padre había sido tajante en decirme que debía encontrar trabajo a la brevedad y no contaba para los gastos que debían correr por mi cuenta. La recesión de esos años se manifestaba en las filas, de cuadras y cuadras, a la espera de entrevistas de trabajo. Al principio compraba temprano el Clarín y buscaba empleos rápidamente. Pero no era suficiente tiempo para organizarse, menos si no me ubicaba bien por los barrios y avenidas. En una de esas esperas en la fila me soplaron que cerca del barrio de Caseros quedaba la imprenta de ese periódico y todos los domingos a las 20 horas entregaban el apartado de empleos, gratuitamente. De esa forma pude organizarme mejor para salir a la búsqueda los lunes.

La imprenta quedaba muy lejos y, para ahorrar, caminaba. En una ocasión se detiene un Peugeot 404 y baja un argentino de mediana edad. Me grita:

 

Nene, ¿buscás trabajo?

Sí.

¿Cuánto querés ganar?

Y… unos 300 pesos.

 

Se baja también su señora. Ante mi desconfianza, el hombre me muestra el padrón del auto. Vivimos a pocas cuadras de distancia. El empleo es de albañil en una construcción para ampliar su casa. Nunca me he desempeñado en ese tipo de trabajos, pero ante la desesperación, acepto. Debo presentarme a las ocho de la mañana del día siguiente. Era tal mi nivel de escasez que ese día desayuné sólo un café.

Por cierto, me fue pésimo. Estaba tan débil que hasta la señora del hombre se ofrecía a ayudarme con tareas menores. Me acompañaba un chico argentino, morocho igual que yo, pero que se notaba humilde y con experiencia en esas faenas. ¡Golpeá fuerte, boludo!, me retaba el hombre cuando me veía picar el mármol. El compañero de trabajo le ofreció, a mis espaldas, un empleado más calificado para esa labor. A la hora de almuerzo fui caminando a la pensión y me comí dos huevos revueltos. Una vez finalizada la jornada, el hombre reveló la oferta de mi compañero.

 

No vamos a hacer eso. Si trabajaste mal porque dormiste mal anoche, te lo perdono, pero no me vayás a fallar más. Los pedos que se te escapaban cuando intentabas romper el concreto, y mi compañero se reía.

 

Pensé pedirle que me pagara el día. Así podría comprar comida y volver a trabajar en buenas condiciones. Ya le había alertado de la situación- de forma sutil- a mi familia. Intenté que me ayudaran en la pensión. Quique me dijo que no me avergonzara de pedir comida si me hacía falta. Me aseguró que él podía convidarme en la noche, pues cenaba tarde, al igual que yo. Esa noche, desde mi habitación, lo sentí por el tragaluz que daba al descanso entre las habitaciones y la cocina comedor. Reía despectivo y era evidente que se trataba de un mensaje cruel hacia mí. Pensé pedirle que me pagara el día, pero no me atreví. Decidí no volver al día siguiente. Ya no me quedaba comida ni plata. Iba a dormir y dejar para mañana resolver cómo diablos zafaba de esa situación.

Hijo, en las páginas 16 y 17 está el artículo que nos contaste que te interesaba. Era parte del contenido de la carta, manuscrita, que iba acompañada de una revista Diners Club, en papel cuché. Esa mañana me despertó Quique con gritos, que tenía correspondencia, que bajara a buscarla. Estaba cansado por la jornada de ayer y comencé a vestirme para ir en busca de la carta. Apurate que el cartero se va a la mierda.

Llego a la entrada y me hace firmar el envío certificado. En las páginas señaladas de la revista, pegada con cinta adhesiva, estaba la tarjeta de crédito de la que Andrés me había comentado días atrás. Llamaba regularmente con cobro revertido a mi casa en Santiago. Fue un gran alivio. Me duché rápidamente y partí al Carrefour más cercano. Ese día almorcé chuletas de cerdo con arroz y un par de huevos fritos, un banquete considerando mi alimentación los días recientes. También compré Marlboro y un frasco del Nescafé granulado que tanto me gustaba, acompañamiento ideal para los días de otoño con el frío húmedo que calaba profundo.

Contar con esa inyección de dinero también me instó a recorrer más lugares de Buenos Aires. Los paseos Florida y Lavalle, la avenida Corrientes, el parque Lezama. Me encantaba recorrer librerías, pese a que no compré libros. No hacía grandes gastos, era consciente de que debía encontrar empleo de todos modos, pero tenía una holgura que me permitía moverme con mayor seguridad. Pero podía darme el gusto de comprar facturitas para acompañar el desayuno y comer una rebanada de piza Ugi’s por 70 centavos cuando estaba en la calle. Ariel, el chico que estudiaba Periodismo y a quien me acerqué justamente para compartir sobre la profesión, me contó un día que Fito Páez tocaba gratuitamente esa tarde en los Bosques de Palermo. Disfruté mucho ese concierto, si uno tenía recursos y estaba en plan de diversión, Buenos Aires ofrecía una cara muy amable.

Pero cometí un error. Entré a un cajero automático en Entre Ríos con San Juan, ceca de donde vivía, y al querer digitar para obtener 10 pesos en realidad marqué la opción de 100 pesos. Tenía dos billetes de cincuenta pesos y con uno de ellos pasé a comprar cigarros en un almacén cercano. Nosotros no tenemos tanta suerte como vos, me dijo el dependiente. Pero tenía cambio. El problema era que, en un barrio donde todo se sabía, se corrió la voz de que este chileno tenía plata.

Justamente esa holgura dio espacio para agudizar mi percepción sobre los argentinos. No sólo me deleitaba con la belleza de las mujeres, también me impresionaba verlas caminar por el Paseo Florida vestidas con blusas de seda azul cobalto, minifaldas negras ajustadas y medias oscuras. Esparcían atractivo y elegancia. Pero esas minas son truchas, Gabriel. Invierten en ropa y cuando llegan a casa a lo sumo comen polenta, me confidenciaba Quique, pues con los compañeros de pensión el tema femenino era bastante recurrente. Aparentaban mucho los argentinos, cada cual a su escala. Al principio no entendía por qué a veces Jorge vaciaba su casillero de la cocina y dejaba la mercadería como en vitrina sobre alguno de los estantes, por largo rato. Era su forma de aparentar, pero me impresionaba el nivel de miseria económica para alardear con la comida, pues no eran productos gourmet precisamente. Tristemente, jóvenes como Héctor, el peruano, vivían en condiciones deplorables. A veces su almuerzo consistía en una taza de arroz blanco y una manzana. Me molestaba su soberbia, mas no podía dejar de lamentarme por el abuso laboral del cual era víctima.

No solamente aparentaban, también los argentinos eran maestros en figurar. Poseían una facilidad impresionante para llamar la atención haciendo uso de las circunstancias sociales más comunes. En una clase de Historia del Cine en la FUC, que impartía el que después supe era una eminencia en la cinematografía argentina, el profesor se explayaba sobre Orson Welles, en particular acerca de “El Ciudadano Kane”, En un minuto abre la puerta una chica vestida de forma muy sofisticada, parecía modelo de pasarela, le interrumpe y se presenta como estudiante de cursos superiores, que debe repetir la asignatura y se integra ahora. Se dirige muy cadenciosamente hasta el escritorio, ante la estupefacción del docente, y deja el papel que acredita su inscripción. Luego el profesor continúa clase, explica que la figura de Charles Foster Kane está inspirada en el personaje real del magnate de la prensa americana William Randolph Hearst, a quien seguramente Welles quiso retratar… a ver, ¿Welles quiso retratar a ese millonario o solamente lo hizo para ganarse popularidad como cineasta?, interrumpe nuevamente la chica nueva, que apenas recién se había sentado en el banco. Imposible no notarla luego de esa escena.

Entre esas clases aprovechaba de conversar con Carolina. Le comentaba sobre los manifiestos de Eisenstein que nos habían dado a leer, le preguntaba por el trabajo de fotografía identitaria que nos había encargado el loco de Jorge De la Ferla, un profesor de muy mal genio y bastante pedante. Ella era amable, me escuchaba, pero hasta cierto punto. En mi fuero interno reflexionaba acerca del carácter de la mujer argentina, qué las diferenciaba de las chilenas.

En la pensión de caballeros, como se hacía llamar en el anuncio, a veces tocaba el tema. Argumentaba que las chilenas eran más dulces, con menos impronta agresiva de las chicas porteñas. Alex me explicaba que las argentinas eran creídas y me recomendó, un día que había bajado su orgullo adolescente, que buscara una mina en la universidad, que la conquistara como hombre serio. En un boliche una mina se reiría de vos.

Por cierto, el clima social de Buenos Aires era muy agresivo, frenético y extremadamente sensible. Por cualquier incidente cotidiano menor, los porteños estallaban. Generalmente discutían sin parar y hasta por cosas nimias, pero rara vez llegaban a pelearse a puñetazos. En los primeros días en el barrio de San Cristóbal me sentí un pueblerino oriundo de Santiago. Entré a un mini market en una YPF y me demoré un rato en decidir qué comprar. Estaba mirando la vitrina frente a la chica del mesón y entra otra joven que de inmediato ordena.

 

Qué rápido escogiste.

Sí, no soy uno de esos típicos imbéciles que demoran una hora en escoger lo que quieren comprar.

 

Pero justamente en el comercio había que emplear el tono imperativo. Era acercarse al kiosco y gritar ¡Marlboro! De lo contrario, no te atendían. Cuando buscaba pensión por el diario- y finalmente di con la de Humberto Primo- llamé a varios avisos desde un teléfono público en el microcentro. Un tipo treintañero vestido de camisa y corbata me pregunta refiriéndose al teléfono:

 

¿Funciona?

Lo voy a ocupar.

Ya te vi hablando hace poco. ¡No es un teléfono para hacer varias llamadas seguidas! Hablás unos minutos y lo liberás. Vamos, necesito avisar que voy de regreso y te lo dejo para tus boludeces.

 

Hablaba golpeado. No era un prepotente, los argentinos eran así: discutían hasta por el uso de un teléfono público y esgrimían argumentos antojadizos con tal de defender su postura. Había mucho de histrionismo en esas actitudes. Una vez atravesaba la 9 de julio sobre un colectivo y veo a un hombre que sostiene de las solapas a otro de similar edad, ambos de terno y corbata. El agredido abre sus manos liberándose de golpe, con un gesto desafiante. Pero ninguno asesta un golpe de puño. Es cierto, algunos argentinos eran muy peleadores y violentos, pero gran parte de ellos se quedaba en la teatralidad antes de consumar lo que presumían.

Al ser tan ingenuo en esa época, era muy fácil engañarme. Me ocurría en Santiago, pero la argentinidad tiene esa característica y la fama hace honor a la verdad. “¿Qué ves?, ¿qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad”. El coro del tema de Divididos tiene su razón de ser. No por nada tuve que viajar hasta Frey Bentos, pueblo uruguayo en la frontera con Argentina, para que al ingreso esta vez sí me timbraran el pasaporte. El abogado de la embajada chilena en Buenos Aires hizo sus mayores esfuerzos al apoyarme, pero la descarada mentira del argentino en el paso fronterizo fue más dañina y potente que las herramientas legales.

También lo constataba en la búsqueda de empleo. Comencé a buscar como garzón- había trabajado en Santiago como mozo en una banquetera de servicio a matrimonios para costear la consulta psicológica de Paula-, pero al no tener referencias en la ciudad no había forma de ser contratado. Decidí entonces intentar como vendedor.

 

¿Sos vendedor?

Experiencia en venta directa no tengo, pero…

No, ¿sos vendedor?

Le trato de explicar que…

Repondeme, ¿sos vendedor?

 

Finalmente me levanté de la silla donde me entrevistaban y me fui indignado. Pero respecto de la liviandad para mentir, en una ocasión postulé a un empleo de vendedor en intangibles. Se trataba de seguros dentales. Allá no contaban con el equivalente a las Isapres, sino sólo cobertura pública o consulta derechamente particular. Un argentino muy locuaz disertaba sobre la preparación exhaustiva de los dentistas. A menudo intercalaba bromas, como al describir que un futuro dentista en la secundaria estudiaba mucho, y vos en ese entonces mirabas a la compañerita, qué cómo crece la compañerita, qué pedazo de culo tiene la compañerita. Sacaba risas en especial de los más jóvenes y se supone que era la capacitación del empleo. Luego, otro tipo más serio nos explicaba el trabajo a los que optamos por el cargo de vendedor (la mayoría decidió postular a cobrador). En un momento dijo Ven ese placard de ahí, está atiborrado de formularios F11. En un momento sale de la oficina y algunos de los jóvenes en la reunión- que ya comenzaban a desconfiar- abren la puerta señalada y la gaveta está completamente vacía. Si esto sigue así a este flaco me lo cago a palos, exclamaba uno de ellos.

Y mi ingenuidad galopante también me significaba malos ratos en la pensión. Jorge disfrutaba engañándome en complicidad con Quique, conversando acerca de que tenía que ir pronto a comprar una heladerita porque iba a llegar gente a nueva al lugar- lo cual implicaba que desconocidos robaran descaradamente alimentos- y continuaba dando argumentos muy convencido a Quique, que sonreía socarrón, entonces me acercaba a ellos, Jorge, ¿es verdad que va a llegar gente nueva a la pensión?, y este cordobés dale con seguir conversando entusiasmado, y no me hacía caso, y me subía la ansiedad y volvía a preguntarle, una y otra vez, hasta que él simulaba estar molesto con las interrupciones y decía ah, sí, van a llegar.

Un día me enfrasqué en una discusión con Héctor por los motivos que él aducía reales del triunfo de Chile en la Guerra del Pacífico. Según el peruano, su país optó por enviar el ejército de reserva juvenil cuando Bolivia abandonó la contienda. Y de haber peleado con los soldados profesionales habrían ganado. Pero, Ponce, es obvio. Teníamos toda la chance de ganar, si nosotros teníamos el oro. No te piques.

Le encantaba provocar, al igual que a los argentinos. Poco tiempo después llegué en la noche a la pensión luego de un día muy difícil y Héctor me dice con sorna que me va a mostrar un decreto peruano de la época de la Guerra del Pacífico que corrobora su tesis. Luego se larga a reír. ¡Eres más mentiroso que los argentinos!, le grité y estábamos sólo nosotros en la cocina. Comenzó a sorberse los mocos en señal de lástima.

 

No, Chile, si el argentino no es chanta. Es el maldito porteño hijo de puta el que nos ha dejado mal a todos y por eso no nos quiere nadie, me confesaba con rabia Jorge, tal vez para apoyarme o quizás simplemente por su orgullo patrio y la rivalidad de Córdoba con Buenos Aires. Era parte de la argentinidad, a mi modo de ver, pero mi inocencia no discriminaba fronteras.

 

Ahora, Jorge no tenía problemas en ganarse la odiosidad de sus pares. Supuestamente era amigo de José, el boliviano, cada cierto tiempo iban junto al prostíbulo, pero a veces, sentado a la mesa, preguntaba por él. ¿Y el bolita? Se está bañando, respondía alguien. Ah, ¿se baña?, y reía. Una noche llegué y varios de los compañeros la emprendían en contra de él. Recuerdo que Ariel, desde la entrada a la cocina, le increpaba, medio en broma medio en serio, no, vos laburás en donde le afanan la guita a todos en este país, no, no, andá a cagar y se devolvía a su habitación. Jorge, dado que el joven de Bahía Blanca se había teñido el pelo rubio, le respondía ¡trolo!

Claro que Ariel también tenía sus salidas de libreto. Le enseñaba crónicas, tipeadas a máquina, que traje de los años de estudio de Periodismo. Me llamó la atención su pregunta: Pero aquí, vos, ¿ironizás? Obvio, le respondía. Me fui dando cuenta que, a diferencia de los chilenos que decimos ironías muchas veces con la naturalidad del tono de voz neutro, los argentinos al ser tan expresivos hacen diferencia en la entonación al ironizar. Le gustó cómo escribía. Pero era competitivo. A la semana siguiente me enseñó un cuento que escribió para la facultad en que todos los personajes se asemejaban a los compañeros más habituales de la pensión. Estaba bien escrito y se lo dije. No habría sido nada esa reacción. Lo que sí no le perdoné es que hablara de mi país sin saber.

 

Pero ustedes con Pinochet eran unos esclavos. Él les decía que se lanzaran por el barranco y ustedes acataban sin pensar.

No tienes derecho a decir eso.

¿Por qué no?

Porque no eres chileno.

Bueno, pero se lo estoy diciendo a un chileno y eso es lo que importa.

Si estuviéramos en Chile te pegaría.

 

Su cara fue de sorpresa y no siguió con la conversación. No le iba a pegar- nunca he sido agresivo-, pero sí reconozco que había situaciones vividas allá que me sacaban de mis casillas.

A propósito de la dictadura militar- y eso que los argentinos han tenido muchas más que los chilenos-, el profesor Jorge De la Ferla nos había encargado tomar una fotografía que reflejara nuestra identidad conceptualmente. Le decían el loco de la Ferla, pues era prepotente y muy pedante. Yo lo veía como el típico cuarentón intelectual que quería recuperar sus años universitarios mal vividos al equipararse como un par, en ocasiones, con sus propios alumnos. Me conseguí una cámara Kodak pocket, amarré los cordones de mis zapatillas Topper amarillas y las colgué en uno de los cables para tender ropa de la azotea de la pensión, al lado de mi cuarto, donde solíamos lavar la ropa a mano. En ese entonces no sabía, o no se estilaba en esa época, que los narcos chilenos ocupaban ese gesto para marcar territorio sobre los cables del tendido eléctrico. En el revelado aparecieron las zapatillas con el fondo de las azoteas del barrio San Cristóbal.

Pero había que presentar la fotografía junto a un escrito que justificara la propuesta. Reconozco que fue arrogancia de mi parte encontrar una estupidez escribir ese texto, creía que la imagen se defendería sola. Introduje la fotografía en un sobre común y la entregué. El asunto es que el profesor, cuando fue el turno de comentar mi trabajo en clases, de partida ironizó acerca de que le había pasado la foto dentro de un sobre de correos. Un compañero, muy concheto e inmaduro que empatizaba a ratos con De la Ferla exclamó Apuesto a que te la entregó con estampillas de Pinochet. Me había hecho pasar al frente de la sala, mirando al curso.

 

Pero usted, Ponce, no hizo entrega del escrito de justificación de su trabajo. ¿Por qué no lo presentó, Ponce?

Porque cuando voy a una exposición de pintura o de fotografía no pido un manual de instrucciones.

 

El curso en una reacción masiva emitió un Uuuhhh, como señal de susto y luego varios dijeron que era verdad, que yo tenía razón. Entonces, ¿por qué no escupió sobre el examen, Ponce?, a ver. Aquí vienen a aprender. Yo bajé la mirada. Jorge De la Ferla emitió unas risitas y dijo que esa respuesta era muy chilena, que entendía mi punto, pero si presentaba un escrito podía optar a mejor nota.

Redacté el escrito sobre la base de un ensayo acerca de la latencia de la imagen en off de André Bazin que había leído hace años, muy francés, a De la Ferla le gustó mucho. Pero no perdió oportunidad de manifestarme, en voz baja frente al escritorio, que le extrañaba que un chileno dominara conceptos de la semiología, siendo que era evidente para él que Eliseo Verón daba cátedra sobre el tema a nivel latinoamericano. Terminó diciendo que, sin embargo, lo encontraba interesante.

Era curioso ese profesor. Cuando fui a una de sus primeras clases comentaba acerca de los estudiantes de otros países. Un venezolano radicado hace años en Santa Fe y una paraguaya conforman el plantel latinoamericano, ¿no son tantos? Entonces algunos compañeros hicieron notar mi origen. Así que chileno, Ponce, mirá vos. Conversé con ese profesor al finalizar la clase. Se notaba que sabía mucho de cine, le encantaba Jean- Luc Godard. Le pregunté si había visto filmes de Raúl Ruiz, si le gustó “Las tres coronas del marinero”. Sí, es un peliculón. Me hizo notar que podría haber estudiado Cine en Chile. Le expliqué la falta de planteles con trayectoria en mi país en esta área. No, yo estoy muy feliz de que estudiés con nosotros. Era amigo de los responsables del hace poco estrenado canal de TV chileno Rock & Pop. Sin embargo, a veces se mostraba al nivel de los jóvenes estudiantes, incluso en los chismes y bromas. Sólo en ocasiones regresaba a su estatus de figura de autoridad de docente. Cuando salía un chico fuera de la sala y luego una chica, o viceversa, de inmediato especulaba con sonrisas pícaras que había algún romance entre ellos. En una clase vi salir a Carolina y me entusiasmé con ir a fumar al balcón del pasillo, inmediatamente después de la puerta del aula.

 

¿Cómo andás, Gabriel?

Bien, sigo buscando trabajo y espero aprobar los exámenes.

¿Sabés? Tu compatriota que se hospeda en mi casa vuelve a Chile. Se va el flaco, a hacer patria.

Bueno, me imagino que extraña mucho a su gente.

 

Había visto a Carolina conversar por esos días muy acaramelada con un chico de tercer año que había tomado la especialidad de montaje cinematográfico. Argentino, por cierto. Pensé que le interesaría hablar de las materias y le pregunté por otro trabajo que había encargado De la Ferla, similar pero ahora en video. Me contó amablemente y, cuando yo le describí lo que pensaba hacer, parece que estaba tan confundido como entusiasmado. Me repitió con hastío, sí, sí, claro, y luego dijo que volvería a la clase. Terminé mi cigarro y al momento de entrar, por la puerta apenas entreabierta, siento que Carolina dice No estoy interesada en ese negro. Al abrir la puerta algunos compañeros me miraron con profunda lástima.

Trabajar como negro para vivir como perro. ¡Dale, dale, dale, Pascual”. La letra de esa canción de Los Enanitos Verdes resonaba por esos días en Buenos Aires. Incluso hubo una polémica. Vi en las noticias que algunos norteamericanos calificaban el tema de discriminatorio por referirse de esa manera a la población afrodescendiente. Los argentinos, sea de la banda o no, se defendían argumentando que ellos llamaban negro al que trabaja mucho. Le comenté de esto a Héctor, que abrumado por la adversidad estaba más humilde y sensato, y me responde Qué, si los gringos son más racistas, qué hipocresía la de ellos. Esa noche también nos acompañaba Alex. Aproveché de contarles una pésima experiencia vivida recientemente.

Había decidido buscar empleo administrativo. Si bien no tenía tanta experiencia, manejaba algunos softwares y sabía redactar bien. Me presenté a un aviso de este tipo en el microcentro. Era un edificio elegante, me hicieron esperar en un amplio salón alfombrado. Una argentina estupenda vestida formal me invita a pasar a una oficina donde me recibe un hombre de unos cincuenta y tantos años. Ella se queda tras él. Este tipo estaba vestido de terno y corbata, se notaba culto y elegante.

 

Señor Ponce, ¿usted tiene DNI?

No, pero tengo pasaporte de estudiante que me habilita a trabajar.

Mire, señor Ponce. Yo no estoy dispuesto a darle trabajo a uno de los paisanos de su país que vinieron a robar las riquezas de mi patria. No es de mi interés emplear a negros indecentes, que no tienen dignidad ni cultura, menos inteligencia, escoria social que no debió alojarse nunca en Argentina. No voy a gastar ni un centavo en remunerar a lacras subhumanas que no merecen ni la más mínima asistencia ni del Estado ni de comerciantes honrados como yo. ¡No, señor Ponce! ¡No! Consiga DNI y regrese. De lo contrario, no vuelva a pisar esta oficina.

 

La mujer de atrás me miró con lástima. Por suerte había una cooperativa obrera en la esquina de esa calle donde por 90 centavos pude comerme un choripán y beber una gaseosa. Sentía mareos.

Héctor me dijo que no tenía que hacer caso a viejos de esa calaña. Alex, que estuvo mucho tiempo buscando empleo y se dio cuenta de que no necesariamente el que no trabajaba en Buenos Aires era flojo y se excusaba en la situación económica, reforzó las palabras del peruano. Para bajar la tensión, pusimos en la televisión un canal de videoclips musicales. Al poco rato se escuchaba Soda Stereo.

Me verás volar por la ciudad de la furia. Donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos (…) En sus caras veo el temor, ya no hay fábulas en la ciudad de la furia”. Héctor me pregunta si, aunque sea los primeros días en Buenos Aires, tuve ese sentimiento. Le confirmo que sí, que la canción me identifica mucho, en especial al principio. Es cierto, Ponce, un extranjero en una ciudad tan grande y con una cultura tan distinta, sin conocer a nadie. Es natural sentirse así.

Al poco rato Alex nos cuenta que debe levantarse temprano y se va a acostar. Héctor, pese a que es muy tarde, dice que va a la Biblioteca del Congreso a estudiar. Con Alex ya habíamos especulado que era probable que Héctor tuviera amigos peruanos con los que callejeara por las noches. Me quedo bebiendo lo que me queda de café y me doy cuenta de que se me están por acabar los cigarros. Son la una de la mañana, pero por suerte el quiosco de la esquina está abierto hasta muy tarde.

Camino bien abrigado por Pichincha hasta la esquina con San Juan. Hace un frío invernal del que tengo que cuidarme. Luego de comprar una cajetilla de Marlboro regreso por la misma ruta. Siento que dos siluetas se acercan a paso rápido por detrás. En instantes, creo que es una falsa alarma y continúo hasta que siento a uno de los pendejos que pululan por el barrio tomarme con violencia por el cuello desde atrás, y su compañero un poco más alto al lado, muy de cerca.

 

A ver, chavón, hijo de puta, decime. ¿Cuánta plata tenés?

Muy poco, muy poco, de verdad.

Pasame tu billetera.

Aquí está. ¿Puedes tirar los documentos?, le digo al joven alto.

¡Puta, el chavón tiene dos pesos!, ¡ahí tenés tus documentos!, y los lanza con violencia al pavimento.

Pasame tu reloj, hijo de puta. La campera también. Ahora, metete debajo de ese auto. ¡Y si salís te mato, te juro que te mato!

 

Estaba muy asustado. Me quedé debajo de un automóvil antiguo por largo rato hasta estar seguro de que se habían ido lejos. Me afanaron, me afanaron, repetía solo con una mezcla de llanto. Pasa una patrulla de la Policía Federal y les hago señas, les grito que me han asaltado. Los policías tienen los vidrios cerrados, pero son indiferentes, me hacen gestos como diciendo na, na, dejate de joder.

Al día siguiente decidí hacer la denuncia en la comisaría. El policía que me recibió me preguntó si conocía a los jóvenes. Le respondí que no. Me preguntó si estaban armados. Sólo para no discutir luego del hecho inventé que portaban arma blanca. Me hizo pasar con el sargento quien escribió en un computador las descripciones de los chicos y de las pertenencias robadas. Cuando iba saliendo del lugar el policía que de la recepción comentó entre risas, jaja, lo asaltaron al boludo.

Estoy tan desanimado. No me importa la pérdida material, es la humillación y el trato que me han dado, no sólo por el asalto, lo que me duele y hace pensar muy melancólicamente es si valió la pena venir a este país. Además, si bien me ha ido bien en los estudios, ¿de qué me va a servir este título? ¿Hasta cuándo me sigo engañando? Pero volver con la cabeza abajo tampoco parece una opción muy estimulante.

En la universidad se avecinan los exámenes de fines de semestre. Carolina, aunque no lo haya oficializado, está de novia con ese chico de montaje cinematográfico. Rindo la prueba oral con el profesor eminencia de Historia del Cine y él aprovecha de decirme con un paralelismo a la figura de Nietzsche que no es conveniente devolver el trato dañino que injustamente a uno le han propinado, no convertirse en lo que uno más odia. Me califica bien. En una prueba anterior, una de las más importantes de la asignatura, había obtenido nota nueve, desempeño que le sorprendió e hizo bajar la actitud pedante y altanera hacia mí. Pero no importa mayormente ahora la nota del examen final que acabo de rendir.

Carolina se acerca y me felicita por el examen. Grande Gabriel. Le sonrío triste. Me dice que a veces hay que volver a las raíces para reencontrarse con uno mismo. Luego se va apurada y se sienta en las piernas de su novio, quien me sonríe con una cara de victoria y con su trofeo sobre él.

Todos los fines de semana suelo llamar a mi casa en Santiago desde un locutorio del microcentro. Esta vez es día hábil y llamo con cobro revertido, necesito hablar con alguien. Me contesta mi hermano Andrés. Le cuento que estoy desanimado, que no sé si valga la pena continuar viviendo en un país que no me entiende, que no me acepta como uno más de ellos. ¿Y volver a Periodismo, Gabriel? Me quedo pensativo. Andrés nunca tuvo buen rendimiento en el colegio, el mismo en que estudiamos en la comuna de Providencia, un establecimiento católico privado, educación de elite. Repitió un año y juntos salimos de cuarto medio, claro que él de uno de esos programas dos en uno del Duoc. Luego ingresó a estudiar Publicidad en la Universidad del Pacífico. No le gustó el ambiente y alegó que los profesores eran de mala calidad. Abandonó y ahora planeaba retomar su carrera en la UDP. Es la última oportunidad que tengo, Gabriel. Si no termino los estudios ahí, el papá no me va a seguir pagando la universidad. Depende de mí. Le digo que voy a pensar qué hacer, que aún me quedan exámenes por rendir, que la última palabra no está escrita. Me despido y le agradezco su apoyo. Chao, huevón, me dice y extraño el modo de hablar de mi país.

Los exámenes de fin de semestre terminaron bien, aprobé todas las asignaturas. Ahora volvía en colectivo desde la FUC a la pensión para evitar a los pendejos. Sali de vacaciones y, pese a que mi padre me insistió en que regresara al menos de visita, lo convencí de que me quedaría ese par de semanas en Buenos Aires, necesitaba pensar y estar tranquilo. Contaba con más dinero que al principio. No había conseguido trabajo- y ya había renunciado a la idea de buscar-, pero postergué los pagos de la mensualidad de la FUC. Afortunadamente, la usanza en Argentina es pagar mes a mes y no se firman letras de cambio como en los planteles privados chilenos. Me di mis gustos, compré en una de esas estupendas disquerías un casete de Babasónicos y un disco compacto doble de tributo a Sumo. Se titulaba “Fuck You” e incluía un tema de la mítica banda interpretado por Fiskales Ad- Hok. Además, encontré unos lentes oscuros redondos, del tipo John Lennon, que siempre había querido usar, pero en Santiago nunca me atreví. Reflexionaba mucho. Pensaba cómo estaría Bárbara en Santiago, o en Temuco, junto a su pololo con el que había iniciado una relación poco antes de que yo abandonara Periodismo y que me contaron que era muy parecido a Zack de la Rocha.

En algunos momentos amasaba la idea de quedarme en Buenos Aires a vivir, ya no estudiando, menos esa carrera. El cine es una máquina de crear sueños me repetía en silencio. Renunciar a la meta de tener un título universitario, buscar un empleo no calificado, aunque me costara encontrarlo, y vivir en San Cristóbal u otro barrio popular de Buenos Aires. Comenzar de nuevo, sólo que ahora lejos de mi familia y de toda la cultura con la que me formé como persona en Santiago de Chile.

La primavera llegó junto con el inicio del segundo semestre. Ahora tenía un ramo de Literatura, que cada vez me entusiasmaba más. Como era de esperar, los contenidos eran de escritores europeos en su mayoría. Pero la profesora mencionaba a Cortázar- a quien leía desde los 15 años con devoción- y dejaba en claro que él se fue a vivir a París y jamás regresó.

Un día antes de clases pasé a la lavandería. Desde que contaba con más plata había dejado de lavar la ropa a mano. Cargaba la ropa limpia en una mochila grande, de montañista, y al momento de regresar por una calle del barrio veo que un joven me impide el paso apoyado contra la pared en la estrecha cuneta. Creo reconocer al pendejo que me asaltó.

 

¿Tenés 50 centavos que me convidés?

No, no tengo nada.

Vengo saliendo de la comisaría.

No es mi problema, repliqué. Había que hacerse el duro. Lo había aprendido.

 

Paso por el lado en que no está apoyado el pendejo y siento un golpe estremecedor en mi sien. Los lentes John Lennon fueron a parar estrepitosamente a la calle. Siento tanta rabia que lo encaro. ¿A vos qué te pasa? Hombres mayores, padres de familia que estaban por la esquina son espectadores de esta escena. Vamos, muchacho. Pelea con el chavón. El pendejo me responde No, qué te pasa a vos. Me acerco a golpearlo, pero de inmediato me reduce, atrapa mi cuello con su brazo, me fuerza a doblarme mientras me golpea una y otra vez la cara. El mismo joven alto del robo está al lado e interviene. Ya, dejalo, dejalo. Estoy aturdido, no sé qué pensar. Vamos, ándate, ándate.

Camino con pena y rabia de vuelta a la pensión. Antes de subir a mi dormitorio paso por la cocina y me unto la frente con aceite para evitar la hinchazón. Jorge y José parece que están enterados de mi paliza y hacen gestos sonoros de arcadas.

Ya en mi dormitorio me hundo sobre la cama y lloro. No quiero seguir aquí, no puedo seguir aceptando esto.

Mi padre me señaló días después al teléfono: Así que quieres venirte. Bueno, vente. Debo tragarme mi orgullo y volver derrotado. Esta tierra no es para mí. La noche antes del vuelo en Ezeiza soñé que vivía en un país imaginario. Era extraño, pero en el sueño era consciente de que era un país imaginario, aunque la vivencia era de una patria real, sin fantasías. No se llamaba Chile ni Argentina, tampoco tenía otro nombre conocido. Vivía en un departamento modesto, salía por las tardes a pasear a mi perro, regaba las plantas interiores y me dedicaba a escribir largas horas por la noche. En ese país no había familia. Tenía una novia que me comprendía y nos queríamos mucho. Yo era el autor de mi propia vida.



[1] “La ciudad”. Traducción de Miguel Castillo Didier. En Revista Tebaida 8-9 (mayo- diciembre de 1872).