miércoles, 2 de noviembre de 2022

Terapia


 

Gaspar asistía por primera vez a la consulta de un psicólogo. En realidad, había estado en terapia hace unos pocos años. El amigo más cercano del colegio ingresó a estudiar psicología y, en el primer semestre, lo convenció de tomar una psicoterapia con algunos de los profesionales de la casa de estudios que ofrecían sus servicios gratuitamente dentro de la práctica. Es fundamental que vayas, no sabes todo lo que podrías progresar-, le insistió su amigo.

Esa terapia no pasó de ser unas sesiones agradables con una muy atractiva psicóloga. Le dio a entender que su problema no era tal y le deseó mucha suerte en la vida. Pero Gaspar se sintió muy confundido y con angustia dos años después. La buscó y pudo convencerla de que lo atendiera en ese momento en el centro particular en el que trabajaba.

Esta joven profesional, según le quedó la sensación, no lo entendió. Es más, se lo indicó en algunas sesiones. Al poco andar creyó que el problema por el que solicitó su asesoría no era importante y, dado que se adscribía a la corriente psicológica sistémica, le sugirió que invitara a su familia nuclear a la consulta. De esta forma podría desentrañar mejor la verdadera causa de su angustia.

La reacción del padre de Gaspar, ante esta petición, fue de estupor. No podía entender que su hijo requiriera atención en salud mental. Sin embargo, accedió, al igual que su madre y hermanos. La psicóloga los recibió muy entusiasmada y contó con el apoyo de una profesional mayor, de amplio currículum. Detrás de un espejo falso había otros terapeutas observando las sesiones y, eventualmente, dispuestos a colaborar con el tratamiento.

Se conversaron muchos temas en esa consulta, en el intento de indagar qué le sucedía a este joven. Pero nada, avanzaban las sesiones y las dos psicólogas no parecían dar luces sobre ese desajuste familiar. Finalmente él decidió dar por perdida la empresa y estuvo de acuerdo con finalizar la terapia, pese a que no le satisfizo la conclusión que entregaron en el cierre el equipo de terapeutas.

Gaspar no consideraba que esas experiencias fueran sesiones reales de psicología, por lo que la consulta a la que ahora asistía la valoraba como la inicial. Resulta que después de la terapia familiar tomó una muy mala decisión y, luego de un par de años, consultaba a este psicólogo por la crisis que, a su juicio, ese tropiezo garrafal le había causado.

El despacho del profesional, un cuarentón muy reconocido, quedaba en Providencia, a pocas cuadras del departamento donde vivía Gaspar con su familia. Luego de recibirlo, lo invitó a tomar asiento y le preguntó qué lo traía por su consulta:

 

Me fui a estudiar cine a Buenos Aires.

¡¿Qué?!

Eso, me fui a estudiar cine a Buenos Aires. Estuve seis meses allá.

¿Te fuiste a estudiar Dirección y Producción Cinematográfica?

Sí, respondió Gaspar- sin entender el asombro del terapeuta.

Y, ¿cómo fue la experiencia?

Muy mal, ahora he tenido problemas con mi familia al regresar.

¿Qué edad tienes?

22 años.

¿Y antes qué hacías en Santiago?

Estudiaba periodismo. Congelé la carrera y me fui a Buenos Aires. Luego intenté retomar, pero fue imposible.

¿Y has pensado en algún negocito que emprender?

No.

¿Acaso el vivir en otro país no te ayudó a madurar?

Volví con la idea de enfrentar todas las situaciones que se presentaran con mucha fortaleza, pero me ha sido difícil.

¿No imaginaste lo que se te venía por delante?, ¿o los motivos que te llevaron a abandonar tu carrera e irte a estudiar cine a Buenos Aires?

No. Es que, la verdad, yo siempre con los problemas dejaba pasar y seguía para adelante, dejaba pasar y seguía para adelante.

Ah, don Gaspar- replicó el psicólogo con ironía.

 

Después le explicó que sería conveniente abordar los problemas, que tenía con su familia y los de su vida en general, más pausadamente, con la aplicación de algunos exámenes psicológicos. El cuarentón notó de inmediato que estaba muy angustiado y le recomendó que continuaran en la próxima sesión.

El joven había consultado al psicólogo por sugerencia de su padre. Mejor dicho, por imposición. Le exigió que acudiera a la consulta o, de lo contrario, lo echaría de la casa. Más allá de que la amenaza fuera real, su familia estaba muy preocupada por él. Habían transcurrido meses desde que regresó de sus estudios en la capital argentina y, salvo una recepción con la familia nuclear más su abuela y unos primos, no se comunicaba desde que pisó suelo chileno. En una especie de ostracismo, se encerraba en su habitación, no respondía a los golpes en la puerta de su mamá- muy afligida-, reclamaba por ruidos molestos en la casa- a veces con reacciones explosivas-, por las noches no dormía y sus salidas del hogar se restringían a comprar en los negocios cercanos.

Pero la situación fue incluso más allá. Si bien solían dejarle el almuerzo y la comida en la puerta de la habitación, desde que había regresado de su periplo transandino, en ocasiones compartía con la familia algunos almuerzos o cenas, siempre con tensión entre sus familiares y muchas veces con acaloradas discusiones con su hermano mayor. Estuvo trabajando en empleos no profesionales unos meses, hasta que decidió retomar su carrera en la misma universidad donde había cursado tres años antes. La experiencia fue un desastre, con Gaspar dando excusas ridículas para no hablar con sus antiguos compañeros- en particular acerca de Buenos Aires-, deambulando solitario por las calles aledañas a la facultad y soportando el acoso escolar permanente de alumnos y hasta profesores.

Las peleas con su hermano se intensificaron. Estuvieron a milímetros de irse a las manos. Una de esas tardes, encerrado con tristeza por sus avatares, le permitió a su padre entrar a la habitación y le contó lamentándose las penurias vividas en la universidad. Él lo instó a terminar su carrera, que era imperativo un título profesional. Sin embargo, luego de que su hijo no resistió más y finalmente abandonó sus estudios de periodismo, lo visitó nuevamente en su pieza y esta vez le planteó la encrucijada: o el psicólogo o la calle.

El profesional con experiencia fue una recomendación cercana para este padre. Había sido compañero de universidad de su hermano y de su cuñada, que se conocieron estudiando y estaban radicados hace años en Concepción, por lo que le pareció una buena alternativa.

Al joven le aplicaron una serie de exámenes, iniciando con uno de selección múltiple, que no insinuaba acerca de los temas en los que marcaba sus preferencias, para después ser recibido por el psicólogo en consulta, que le mostró las láminas de diferentes evaluaciones psicológicas- incluida la clásica prueba de Roschard- ante las cuales Gaspar debía responder con sus impresiones sobre las imágenes.

A la semana siguiente volvió a la consulta y, de entrada, le contó al psicólogo una situación que le venía aquejando desde hace mucho.

 

Desde el balcón que da a mi dormitorio en el departamento del segundo piso, donde vivo, muchas personas me insultan y me gritan que salga a la calle. No es para nada agradable.

Entiendo- respondió con preocupación. Esas son provocaciones y es natural que te sientas muy afligido. Le ha sucedido a mi señora: una vecina, que es una argentina- sonrió con picardía-, le tira el auto cada vez que llega a casa. Pero no hay que hacer caso, sería un riesgo innecesario. Gaspar, tengo los resultados de las pruebas que te hemos aplicado. Mira, si bien en algunos exámenes se avizora un conflicto familiar no resuelto, creo que debemos concentrarnos en la prueba de selección múltiple. En la pregunta 37, acerca de si consumes alcohol frecuentemente, respondiste que al menos tres veces por semana. ¿Estás muy caído al frasco?

La verdad, hay días en que estoy muy triste. Salgo por la tarde a comprar cigarros y además compro pisco y Coca Cola, a veces unas papas fritas, y me hago mis piscolas mientras veo tele.

Pucha, eso me preocupa. Además, la prueba revela que estás muy angustiado y con poca tolerancia emotiva, lo que explica las reacciones virulentas que me contó tu padre. Creo que es mejor que derivemos el tratamiento a otro profesional.

¿A qué se refiere?

Gaspar, si yo tengo insolación, no me voy a ir al desierto, ¿no crees?

Por supuesto- asintió nervioso.

Bueno, creo que requieres un período de calma y reposo, que vendría muy bien acompañado de cierta ayuda farmacológica. Te quiero sugerir al psiquiatra que trabaja en este mismo centro terapéutico, su consulta está acá al lado, pues creo que con él estarías en buenas manos.

 

Abandonó con pesar la consulta. La sola mención de un psiquiatra le causaba pánico. Llegó a su departamento, se arregló un poco y salió en busca de un taxi para visitar a su padre al trabajo. El papá lo invió a un boliche cerca de su oficina y conversaron. Le contó sobre la derivación y él lo contuvo, explicándole que era mucho más común de lo que la gente piensa.

A los pocos días inició el tratamiento con este médico, que reaccionó muy poco comprensivo a las angustias del joven, juzgándolo por la que él catalogaba de debilidad e intolerancia al dolor. Le dijo que sufría depresión y le recetó una serie de exámenes, así como psicofármacos, que fue ajustando a medida que avanzaban las sesiones. Aunque el psiquiatra le aseguró que aplicaba psicoterapia, Gaspar nunca sintió que realmente fuera tal. Se limitaban a conversar, ya avanzado el supuesto tratamiento, de actualidad y política. Muchos años después se enteraría de que este psiquiatra no tenía formación psicoterapéutica, en un momento en que ya no era su médico y estaba sumamente enojado con él.

Los primeros meses de esa depresión fueron muy arduos. Volvió a comunicarse con su familia, terminó su ostracismo, y podría decirse que tuvo una reconciliación afectiva en los hechos, pero jamás conversaron en esa casa las emociones acerca de lo que le había sucedido. Eran largas tardes de primavera en que estaba muy triste, acompañado de su madre que lo consolaba.

Sus amigos previos al viaje a Buenos Aires habían desaparecido. En parte porque él los rechazó a su regreso. También porque, luego del estado depresivo en que se encontraba, lo rehuían. Gaspar los buscó nuevamente, pero nunca conversó acerca de los sentimientos que lo llevaron a distanciarse en un principio. Tampoco hubo de parte de sus amigos muestras sinceras respecto a esas fricciones. Durante esa convalecencia lo encontraban un tipo extremadamente aburrido. Algunos, en especial Belisario- el amigo que estudió psicología-, lo visitaban, pero siempre a regañadientes y haciendo un esfuerzo titánico por soportar la abulia de este amigo.

Sin embargo, trascurridos algunos meses hubo un armisticio en los desencuentros. Ya comenzaba a recuperarse y los conocidos de antaño se mostraban más abiertos a recibirlo de nuevo en su círculo social. Belisario estaba escribiendo la tesis, próximo a titularse de psicólogo. A través de él se relacionó con muchos estudiantes de psicología, compañeros de su amigo, que de inmediato se interesaron mucho en que les narrara su experiencia en psicoterapia. Querían saber de una fuente directa si realmente era efectiva, qué tanto podía ayudar a las personas.

Se convirtió en un conejillo de Indias para sus nuevos amigos. Belisario, al notarlo tan lento y torpe por los psicofármacos que ingería, le sugirió que bebiera nuevamente alcohol en las fiestas. Consideraba que podría relajarlo y aumentar sus intercambios sociales, barrer sus inhibiciones y timidez. Gaspar le hizo caso y, poco a poco, fue adquiriendo una magia en sus relaciones que le permitieron ser aceptado en ese grupo.

Era tal su necesidad de afecto que hacía caso omiso a sus sentimientos. El carácter ingenuo aún lo acompañaba y, ante el temor de ser rechazado, hacía vista gorda a situaciones hirientes que, con el tiempo de compartir con esas amistades, fueron presentándose cada vez más seguido y con mayor gravedad. Sus ansias de ser querido lo llevaban incluso a ridiculizarse, tenía el encanto de ser gracioso, pese a que en ocasiones esas burlas a sí mismo no eran del todo sanas. El alcohol, que bebía a raudales, ahogaba esas emociones que podrían haber sido mensajes de alerta.

Con mucho esfuerzo retomó la carrera de periodismo. Su padre estuvo de acuerdo en financiar una segunda oportunidad, esta vez en otra casa de estudios. Convalidó ramos y estaba a medio camino de escribir la tesis. Claro que los psicofármacos que ingería, sumado a la depresión que arrastraba, lo hacían mantener muy poca atención en la vigilia y una somnolencia constante. En el primer semestre del regreso a las aulas se comunicaba muy poco con los compañeros. Sentía desconfianza, los fantasmas del acoso escolar en la anterior universidad aún pululaban. Era tal su cansancio en las mañanas que incluso se echaba en bancas de los patios a dormir.

En las primeras pruebas le fue muy mal. Llegaba triste a casa y se tiraba en la cama a dormir siesta. Su padre lo consolaba por el mal rendimiento académico asegurándole que podría recuperar en las siguientes evaluaciones. Y para sorpresa de todos, así fue. Aprobó todas las asignaturas semestrales, menos una que tuvo que repetir el año siguiente, y mejoró las notas en los ramos anuales. Hasta la secretaria docente de la carrera lo felicitó, confidenciando que en un principio no creyó que sería capaz de remontar en los estudios.

Su familia estaba muy contenta, tanto de que prosiguiera con éxito la carrera como de que mantuviera relaciones más sanas. No obstante, así como su mejoría de la depresión se expresaba en los estudios y dinámicas familiares, también los placeres se dispararon como forma de compensar el dolor vivido antaño. Gaspar se emborrachaba de manera abusiva con el grupo de amigos estudiantes de psicología y también durante horas libres en la universidad. No sólo se divertía ingiriendo alcohol, también fumaba bastante marihuana. Proseguía con el consumo de psicofármacos- el psiquiatra estaba al tanto de su vida disipada, pero no le importaba más que recibir sus remuneraciones- y, evidentemente, la incompatibilidad con las bebidas y la yerba causaban estragos en la conducta bohemia del joven.

A medida que progresaba como estudiante, iba descuidando sus emociones. Como el psiquiatra no ofrecía un espacio terapéutico, no tenía con quien conversar sinceramente. La familia nunca fue abierta a este tipo de diálogos, al menos no con Gaspar. Su padre era frío y distante, un tanto ausente en su rol, pese a que lo apoyaba a su manera. Los hermanos hacían su vida y poca cercanía real dedicaban al hijo menor. Por otra parte, tanto los amigos psicólogos como los compañeros de la universidad formaban una dinámica muy frívola, al calor de las jornadas de juerga y borracheras, y se aprovechaban de la ingenuidad de Gaspar tanto en favores materiales como de apoyo moral. Porque él veía en sus amigos muy buenas personas, los idealizaba, rescatando lo mejores rasgos humanos en cada uno.

Luego de un par de años, si bien reprobó algunos ramos, tenía un desempeño académico respetable. Pero tanto el ahogar sus emociones en alcohol como los problemas en su seno familiar empezaron a corroer silenciosamente su ánimo. Encontraba refugio en el cine- ya no con afanes de realizador sino en la apreciación cinematográfica- y en la literatura. Su padre siempre fue un muy buen lector, amante de la narrativa clásica y contemporánea, y desde niño lo imitaba. Le gustaba mucho leer y, a partir del poco dinero que contaba para regalar en los cumpleaños de sus amigos, una sugerencia le dio un pasatiempo que valoraría mucho. Escribió una carta fraterna a Belisario para celebrar sus 25 años. El resultado, gracias a los recuerdos muy vívidos y las palabras bien intencionadas, fue tan emotivo que se hizo una costumbre con este grupo humano. Y a la vez un aliciente para que Gaspar se atreviera a incursionar en la escritura de ficción. Fue narrando sus primeros cuentos y esbozó algunos poemas.

Los amigos le celebraron esta faceta y pronto le apodaron el amigo poeta. La lectura abundante de novelas existencialistas y algunos textos de filosofía implicaron también que forjara una vasta cultura general. Y así como no solía defenderse de los abusos a su ingenuidad, de tanto soportar burlas que con el tiempo ya rebasaban el límite, naturalmente tendió a volverse pedante como mecanismo de defensa. Era una característica muy distintiva de su padre, por lo que le nació adoptarla sin advertir las consecuencias.

Por mucho que compartiera frecuentemente en juergas con sus pares, al calor de bebidas alcohólicas y marihuana, se sentía muy solo. En definitiva, se convirtió en un borracho taciturno. Era consciente de que le faltaba amor, vida de pareja. Gaspar había sido, desde la adolescencia, muy tímido e inseguro con las mujeres. La falta de cercanía del padre, así como una madre muy aprehensiva y sobreprotectora, hicieron de él un joven muy torpe en las emociones y en las artes de seducción. Eso no significaba que mantuviera poco deseo por el sexo opuesto: al contrario, era muy enamoradizo y podían gustarle más de una chica a la vez. Pero vivía en su mundo, ficciones literarias y narrativas cinematográficas, y parecía que el paisaje humano pasaba delante de sus ojos sin que él se percatase de la geografía.

No reconocía señales de las mujeres ni sabía tomar la iniciativa al seducir. Las circunstancias afectivas le eran tan ajenas que, por cierto, no entendía lo que le sucedía ni a las personas alrededor. Hacía persistentes intentos por conseguir polola, pero con tal nivel de dispersión y falta de inteligencia emotiva que sólo conseguía frustrarse. Para él, sentir atracción por más de una chica y no optar en sus anhelos de conquista resultaba normal. Además, se engañaba a sí mismo cuando percibía que le gustaba a una mujer, dada su baja autoestima y como forma de enmascarar sus miedos.

Pero en el grupo humano de los estudiantes de psicología había muchas personas, conoció a varias jóvenes y algunas despertaron su interés. Fueron compañeras de camaradería y él las consideraba amigas, pese a que no compartía sinceramente con ellas aspectos muy íntimos. No veía objeción en que le gustasen, pero jamás lo reconocía a sus amigos. Incluso, a veces él mismo se mentía al respecto.

Dentro de estas chicas había una aspirante a psicóloga que llamó mucho su atención. Cristina, una joven de muy buenos sentimientos, bonita y muy sencilla. Le gustaba la relación honesta que podía mantener con ella, sin aparentar mayores aspavientos para impresionarla y que valorara el trasfondo humano de las personas. La había conocido antes de emigrar a Buenos Aires- pololeó brevemente con Belisario en el primer año universitario-, pero la distancia hizo que se volvieran a conocer en el nuevo escenario.

Ella, al igual que la mayoría de las personas de ese grupo, tenía relaciones fugaces con uno u otro chico que era parte de esos amigos. Sin embargo, Gaspar sólo interactuaba en la juerga y la camaradería con ellos y ellas, solitario en su melancolía. Pero la joven sabía escucharlo más allá de las borracheras. De vez en cuando la visitaba a su casa, en Santiago Centro, y conversaban sin el aliciente etílico. Muchas veces tocaron el tema de la depresión y, lejos de aplicarle psicoterapia, lo aconsejaba en temas emotivos y familiares.

Fue un apoyo para Gaspar, independiente de que él no se aventurara a sincerar sus emociones amorosas. Sin embargo, su dispersión y falta de claridad hizo que no sólo se fijara en Cristina. Le divertía el carácter liviano de esta chica- que apodaban cariñosamente la Pollo-, pero la aparición de otra joven muy atractiva, de alcurnia y educación privilegiada, logró que desviara su atención.

Se trataba de Gabriela, que por amistades en común fue muy cercana a Cristina, pero siempre guardaron bastantes diferencias en la forma de ser. El estudiante de periodismo vio en esta joven que ingresaba al grupo humano a una mujer muy delicada y fina, distinguida. Una suerte de princesita. Arrastrado por la pasión, no se percató que era también una chica mimada y consentida por su padre, un rasgo que la distanciaba de Cristina. Gaspar parecía hipnotizado por esta noble muchacha elegante y no sopesó que, si bien sus orígenes sociales no eran proletarios, para el nivel de Gabriela él no encajaba del todo en su identidad.

Fueron muchas fiestas y asados en que interactuó con este grupo de amigos, incluidas Cristina y Gabriela. Pero con estas chicas mantenía, además, un intercambio telefónico. Era una época en que los teléfonos móviles aún no se masificaban en Chile, por lo que las llamadas a la casa de ellas significaban largos minutos u horas de conversación. Esas palabras por auricular rara o ninguna vez eran reveladas al resto de los amigos cuando se juntaban para divertirse.

Gaspar cometió el error de no llegar a conocer a Gabriela con el corazón en la mano. Se había forjado una imagen de ella por las conversaciones telefónicas y los fugaces intercambios en las fiestas- donde solía estar borracho-, pero dada su ingenuidad y excesiva idealización que sentía por las mujeres que le atraían, no vio en esta chica su carácter un tanto superficial, que a su vez escondía la personalidad de una niña asustada e insegura.

Cuando él le comentaba de estos intereses amorosos a su psiquiatra, este se limitaba a responderle que fuera paciente, que cuando tuviera una amiga iba a pololear, sin prestar atención a que Gaspar le hablaba de sus amigas. Luego el médico derivaba el tema a los estudios de periodismo o un control acerca de la calidad del sueño, el apetito y el ánimo.

A la larga, tanta juerga desenfrenada y poca contención emotiva provocaron que el joven descuidara sus estudios. Tuvo malas calificaciones en el tercer año cursado en la universidad donde retomó la carrera. Su padre reaccionaba muy severamente ante este deficiente resultado. La mamá, por su parte, estaba más preocupada de su vida personal, pues sospechaba que su marido le era infiel desde hacía años y se sentía muy tonta por recién comenzar a percatarse.

Un día esta señora le pidió a Gaspar su grabadora de audio, típica de los periodistas en ese entonces. Ante la pregunta de su hijo para qué la necesitaba, dijo que era para memorizar unas recetas de concina. La madre era dueña de casa y sólo hacía emprendimientos menores en gastronomía de vez en cuando. Pero en realidad el fin de ella con este artefacto era dejarlo grabando bajo el asiento de acompañante del automóvil de su marido y, de esta forma, confirmar sus sospechas.

Las borracheras taciturnas de Gaspar se hicieron más frecuentes, incluso los días en la universidad. Asimismo, se enfrascó aún más en sus lecturas de poesía y novelas, como también sus encierros en salas de cine arte. Era común que regresara muy tarde a su hogar, luego de los estudios, dormitando apoyado sobre el respaldo del asiento siguiente, en una micro que atravesaba la Alameda, Providencia y luego Apoquindo.

El en grupo de amigos el clima anímico se tornó enrarecido, no sólo para este joven. Hubo quejas que escuchó de parte de Gabriela- pidiéndole absoluta reserva- y Cristina, por su parte, lo invitó a un curso de teatro en Santiago Centro, en el cual participaría ella y dos de sus amigos cercanos. Gaspar aceptó encantado, le parecía una excusa ideal para distanciarse del grupo humano de forma diplomática, sin darles la espalda a modo de berrinche. Lo que no entendió- o no quiso entender- es que la invitación era una instancia que había creado Cristina para que él declarara sus sentimientos amorosos.

Era una característica de este joven inmaduro. Se engañaba a sí mismo como forma de proteger la eventual desnudez de sus emociones. Sin embargo, le pidió a su papá dinero extra para el curso, lo obtuvo y participó de estas sesiones de aprendizaje teatral en un ambiente muy íntimo, pues se trataba de un grupo pequeño de alumnos a modo de taller.

Después de las clases solían ir los amigos descolgados del grupo de estudiantes de psicología a beber a algún bar cercano, bailar e incluso fumar un poco de marihuana. En una ocasión durante estas reuniones nocturnas, Cristina lo instó a que fuera sincero.

 

Gaspar está enamorado de mí-, dijo como sorprendiendo a un niño en una travesura.

No, no, no- replicó el aludido-, me han gustado muchas amigas, pero no es el caso.

Te gustó la Gabriela- lo increpó otra chica, amiga de ambas.

No, en serio, no me refería a esas amigas.

 

Cristina se desilusionó mucho luego de esta reacción de Gaspar. Lo consideraba tan inmaduro que no sabía si valía la pena seguir esperando que se atreviera con sus sentimientos. Las clases continuaron, y él asistió, pero su padre se negó a pagar la segunda cuota del curso, le dijo que sólo una vez le iba a costear ese capricho.

El joven estaba muy desanimado y triste. Había reprobado asignaturas de la carrera que le obligaban a cursar un año más, sus empresas amorosas habían fallado y el ambiente familiar iba de mal en peor. Además, la relación con los amigos del grupo era bastante desagradable- exceptuando los descolgados del taller de teatro-, pero ahora con esta negativa de su papá sentía que el fracaso y la frustración era total.

Decidió tomar distancia de esas amistades. Es más, por recomendaciones de distintas personas, se atrevió a dejar la consulta del psiquiatra e, incluso, no continuó ingiriendo los medicamentos. Se quedaba melancólico sobre su cama en las tardes primaverales y prácticamente no salía de casa. Sin embargo, Gabriela lo seguía llamando de vez en cunando. Gaspar no sabía qué pensar acerca de ella. Había llegado a la conclusión, poco tiempo atrás, de que ella era como el perro del hortelano. No accedía cuando él se acercaba y, para colmo, mostraba celos y tristeza si lo veía interesado en otra chica.

Pero una noche se encontraba en su habitación y recibió un nuevo llamado de Gabriela. Era el tercero en días consecutivos anteriores, como a la misma hora. Le contó que estaba participando en un concurso por Internet- en esa época recién se estaba masificando la red-, y le pidió ayuda con un nombre de un filósofo que había escrito sobre la familia, arguyendo que él era muy culto y de seguro sabría la respuesta. Gaspar no la sabía, pero no se esforzó en pensarlo. Esta vez notó que el motivo de la llamada era una excusa para hablar con él. Aprovechó el dato de una exposición en el Museo de Bellas Artes para invitarla el domingo. Ella accedió y entonces Gaspar supo que sería el momento para declararse.

Sin embargo, por la dispersión de sus sentimientos, el sábado lo llamó Cristina invitándolo a juntarse con otros amigos. Le dijo que invitara a uno o dos y llegaran a su casa. Gaspar no vio problema en ello, cortó el llamado con Cristina y telefoneó a amigos para esta reunión. Al poco rato llamó la llamó nuevamente para ver cómo iban los planes.

Nos chacreamos- le respondió Cristina con rabia y tristeza-, es que estas gallas a las que llamé tienen compromisos al día siguiente y no pueden quedarse hasta tarde. Igual lo intenté. Probé con la Valeria, con la Fabiola… ¡y con la Gabriela! - remató con furia y cortó el llamado.

Gaspar no se percató del sobreentendido o, como de costumbre, se tomó el pelo a sí mismo. Al día siguiente se vistió con su mejor ropa, se perfumó y fue a la cita con Gabriela. Ella llegó en su automóvil al museo. Le ayudó a encontrar estacionamiento y pudieron disfrutar de los últimos minutos de la exposición, pues estaban cerrando.

Caía la tarde y Gaspar se sentía preocupado de atreverse a declarar sus sentimientos. Ella le pidió que lo acompañara al Parque Arauco a comprar un regalo de cumpleaños para una prima. Mientras caminaban por el mall, él no se animaba y le propuso que compartieran un café en una heladería. Sería el momento ideal.

Sentado a la mesa creyó ver señales de Gabriela. Lo instó a beber de su frappé e incluso abría las manos en un gesto de impaciencia.

Hemos conversado durante mucho tiempo por teléfono desde que nos conocimos. También hemos compartido en fiestas. Quería aprovechar este momento para decirte…


¿Decirme qué, Gaspar?

Que me gustas, Gabriela- por el nerviosismo lo expresó en un tono brusco.

 

Ella reaccionó asustada, se inclinó hacia atrás, como si recibiera un súbito vendaval. Le explicó que la tomaba de sorpresa, que se sentía halagada, pero creía que él tenía una confusión, que confundía el amor de amiga con el de pareja. Gaspar le insistía que no era así y Gabriela le ordenaba que terminara su café.

Luego lo llevó de vuelta a casa, pero aceptó detener el auto en la calle para conversar. Gaspar insistió y le confesó que estaba mal, que se sentía muy solo. Le dijo que encontraba que ella se resistía a sus sentimientos. Gabriela le respondió que sentía que se proyectaba en ella.

Esa noche pudo dormir muy poco. Sentía como si lo azotaran la resaca de olas sucesivas en la playa. Estuvo silencioso en el hogar los días que vinieron. Algunos amigos del grupo lo llamaban, le pedían por favor que se juntara con ellos, que no iría la Gabriela a esas fiestas. Él agradecía, pero se negaba.

En una ocasión uno de esos amigos lo pasó a buscar a su casa en automóvil. Lo convenció de que aceptara invitarle unas piscolas. Conversaron bastante y Gaspar le explicó que necesitaba detenerse un poco, reflexionar más sobre su vida. Aceptó que muchas veces fue pedante y trataría de superar ese defecto. Cuando este amigo lo llevó de vuelta a casa, él le confidenció que había un rasgo de Cristina que lo encontraba muy bonito. Hace años, en un asado, había confesado que tenía el complejo de la niña buena y creía que en eso eran similares.

A los pocos días, mientras viajaba en Metro, vio curiosamente entrar a un vagón cercano a Cristina. Estaba acompañada de una amiga que Gaspar no conocía y vestía una ropa muy infantil y tierna, pero aún así lucía con el encanto que él le encontraba. Lo interpretó como una señal y a los pocos días la llamó.

Cristina lo invitó un viernes por la noche a su casa a conversar. Como en otras ocasiones, si se hacía tarde, podría quedarse a dormir en casa de ella, en el living. Lo recibió muy contenta, le sirvió una piscola y, de buenas a primeras, en el sofá junto a él, se acercó para recibir un beso. A Gaspar lo invadió la timidez. Prefirieron conversar. Le contó muchos de sus problemas, en especial acerca de su familia. Cristina bebía un vaso de pisco tras otro. En un minuto, a raíz de uno de los tantos temas que abordaron, le confesó su herida.

 

No, Gaspar, eso que me hiciste me dolió mucho. En serio, me dolió mucho

¿Qué, Cristina?, ¿Qué he sido pedante contigo?


Seguía sin darse por aludido. Al poco rato Cristina se aburrió y, con pesar, le indicó que tenía unas frazadas en el living para él, que subiría a su habitación a dormir.

A la mañana siguiente Gaspar se sentía un estúpido, dando bastonazos de ciego a diestra y siniestra. Los papás de Cristina, a los que conocía bien, lo invitaron a tomar desayuno. Sentados al comedor de diario de la cocina, la mamá lo miraba con lastima. Le preguntó si quería que despertara a Cristina. Él prefirió que no. Luego el papá le preguntó si había pensado en un negocio que emprender. Otra vez se le presentaba a Gaspar esta pregunta. Con los años entendería que muchos jóvenes de su nivel social tenían la costumbre de solicitar a sus padres un capital económico para montar algún negocio que le permitiera forjarse un futuro, independiente de si habían estudiado una carrera universitaria o no. Por la dinámica familiar que él tenía nunca se le hubiera pasado por la cabeza esa opción. Le respondió al papá de Cristina que estaba pensando, la verdad, en encontrar una práctica profesional.

Los padres se decepcionaron y, como la conversación derivó a otros temas, se burlaron del lenguaje tan rebuscado que solía emplear Gaspar, siempre con su cabeza en la literatura y no en los hechos concretos de la vida. Se ofendió, les agradeció el desayuno y se fue.

Pocos días después llamó Cristina y le dijo que ella debió haber bajado a la mañana de ese día a conversar con él. Gaspar estaba ofuscado, con ella o consigo mismo, y cuando le preguntó si tenía un paciente que quisiera enviarle a la consulta- Cristina ya estaba titulada y ejerciendo-, le respondió que no y colgó.

Realmente no entendía lo que le sucedía. Pensó en volver al psicólogo que lo derivó al psiquiatra, el mismo que fue compañero en la universidad de sus tíos, pero el ambiente en su familia era todo lo menos propicio para recurrir a sus padres pidiendo ayuda.

La mamá de Gaspar descubrió a su marido. Efectivamente, en la cinta grabada con el artefacto escondido bajo el asiento del automóvil, se constataba al padre del joven con una amante. La señora se enteró poco después que esa infidelidad era de muchos años. Se lo recriminaba a su marido, pero él seguía insistiendo que era sólo una aventura pasajera, que de verdad la amaba y a sus hijos. Comenzó a llegar borracho después del trabajo y dormía en la habitación de servicio.

Una noche la situación no resistió más. La madre de Gaspar explotó en insultos contra su marido, le tiró su ropa a la cara gritándole que se fuera de la casa. El hijo menor se encontró con su padre en la cocina, quien le dijo- nunca abandonando la solemnidad del lenguaje-, como has notado, las relaciones con tu mamá no son las mejores. Me voy a quedar esta noche en un hotel. Luego arrendaré un departamento. ¿Quieres ir a vivir conmigo?, ¿encuentras positiva esta decisión?

Gaspar asintió a las dos preguntas. No sólo asintió, las respondió con la frase completa, del sujeto al predicado. Pocas veces su padre había sincero de esta forma. Iniciaba así un giro en su vida que ninguna de las terapias a las que se había sometido le habían brindado la claridad que ahora tenía acerca de sus sentimientos.

Tal vez, por muy clisé que fuera la frase, la vida enseñaba mejor que ninguna terapia.