viernes, 27 de noviembre de 2020

Soldados de Cristo

 


“En mis nueve años de colegio conocí muy bien el espíritu de los padres jesuitas, por eso sé odiarlos, quererlos y admirarlos. Odiar a algunos por intrigantes, por chismosos y por espías, porque siempre en sus palabras había algo de traición, de sombra y de olor a subterráneo. Querer a otros por ser hombres buenos, rectos, sin dobleces, almas sin arrugas, amplios y comprensores de todas las cosas de la vida. Admirarlos a todos porque son una falange macedónica, una máquina infernal, insuperables en la guerra”. Vicente Huidobro. En “Pasando y Pasando”, 1914.

 

El autor de “Altazor” estudió en estas aulas. Pero eso a nosotros nunca nos lo mencionaron, menos que tuvo una querella feroz con el colegio a raíz de la publicación de “Pasando y Pasando”, su primer libro, en el que ridiculiza y escribe una crítica acérrima a los jesuitas. Era un ambiente muy protegido: de ideologías “subversivas”, de la vida licenciosa y del mundo popular. Lo que con los años más me di cuenta fue de la hipocresía en esta formación, colegio católico, que decía promover el espíritu de servicio, la vocación social, heredera directa del Padre Hurtado, pero la máscara cínica ocultaba la real dimensión de ser “soldados de Cristo”.

Por cierto, no del Cristo obrero, del Jesús hijo de carpintero que se rodeaba de perseguidos, mendigos, enfermos y prostitutas. Con unos compañeros que tendíamos más hacia las ideas sociales de izquierda bautizamos el prototipo de alumno como “An ignacian boy”. Y tenía sus características peculiares.

Este joven era de origen muy burgués, de las familias acomodadas latifundistas tradicionales, buen deportista, presumible ejemplo sano de nuestra generación, católico y activo partícipe de movimientos de pastoral cristiana. Según él, con conciencia social. O al menos eso era lo que el colegio le imprimía. Sobre todo, un líder en todos lo ámbitos de la sociedad, cuya misión era evangelizar en los preceptos de la Compañía de Jesús con la formación de excelencia que había recibido.

Pero esa incongruencia saltaba a la vista, entre un pijecito mimado y el supuesto muchacho consciente con lo que sucedía en el país por esos años. Durante los ochenta era un hecho conocido la represión de la dictadura militar y la extendida pobreza en Chile. Pero los padres jesuitas eran ambiguos con respecto a esta realidad: proteger a los niñitos y sólo mencionarles estos hechos en la lejana imagen de un documento social. Entonces, en Tercero Medio, nos llevaban a Trabajos de fábrica, para acercarnos al mundo obrero. Durante una semana trabajábamos como un empleado más en una fábrica de propiedad de alguno de los apoderados, siempre con la estricta tutoría de un exalumno que contextualizara estos hechos en el más pulcro pensamiento católico.

Sin embargo, en mi generación escolar, el más emblemático de los ignacian boy se excusó de asistir. Era un alumno que destacaba en el atletismo, por lo que el rector del colegio se enorgullecía de la imagen que proyectaba de su institución y, entre los compañeros circulaba el rumor que sus padres recibían habitualmente, en el living de la casa, a políticos como Andrés Chadwick. Un día de los Trabajos de fábrica (alojábamos en grupos en casas de escogidas familias de la población Los Nogales, en Estación Central), este compañero nos visitó. Bromeó un rato y dijo que no podía ser parte de la actividad porque sus papás no lo dejaban. Llegó en auto junto al profesor jefe.

Iba tiritando mientras manejaba, nos confesó después el profe a este grupo de amigos disidentes. Si en ese momento me sorprendió, ahora no me causa ninguna extrañeza al ver a adultos del barrio alto que, al bajarse del auto en comunas como Ñuñoa, transpiran al caminar acelerados hasta sus destinos, pues están convencidos de que un flaite es una bestia irracional que no trepida en desollar a los cuicos sin provocación alguna.

El clasismo de la mayoría de mis compañeros también era un contraste con el espíritu que proclamaba el San Ignacio. Más allá de que la religión castraba el despertar sexual en ciertos alumnos, confundiendo con amenazas como que la masturbación nos iba a dejar estériles, las primeras relaciones de pareja de los ignacianos guardaban el típico doble estándar de la burguesía chilena. La polola, la oficial, debía ser una niña de buena familia, educada y con valores sólidos, pero había la licencia para desbandarse en la sexualidad irresponsable al “chulear”. Qué palabra más despectiva. Las muchachas pobres podían ser la entretención, el turismo sexual de los niñitos bien del colegio de Providencia.

Salir con chulitas te da seguridad, fue el consejo de un compañero ante mi timidez con las mujeres. Recuerdo una fiesta en el San Ignacio. Ese mismo compañero, junto a otros tan deseantes como él por esos años, se aburrieron de la parsimonia de las jóvenes de colegios privados y planeaban ir a agarrase chulas.

Entonces nos vamos al Li-ce-o-de-A-pli-ca-ción, decía uno de los más entusiasmados, sobrecargando la pronunciación de las sílabas y de las letras C, lo que causaba de por sí una risotada general en el grupo. Se reían sin tapujos. Me pregunto qué habrían pensado de saber en ese momento que ese liceo era de hombres.

Lo más triste era que, ahora lo entiendo mejor con la distancia de los años, los jesuitas eran muy conscientes de la formación que nos entregaban y la hipocresía implícita. Las redes de contacto de los colegios particulares fueron el mejor legado que les otorgaron a los ignacianos. Digo les otorgaron porque fui “excomulgado” de esa selecta estirpe. Ahora me entero de que ocupan cargos gerenciales, altos puestos públicos e, incluso, son rostros de canales de televisión. Líderes sociales. Algunas veces me topo con ellos. Trato de no saludarlos, pero algunos insisten en acercarse. Es un trato de lástima el que me dedican, saludar al pariente pobre que no fue digno de esa bonaza propia de la enseñanza de los jesuitas.

Recuerdo que el último año de mi generación el rector nos impartía una asignatura. Nos hizo escuchar, desde una radio cassette, la canción El baile de los que sobran, que por entonces era un tema de Los Prisioneros muy vigente.

“Oíamos los consejos, los ojos en el profesor. Había tanto sol sobre las cabezas (…) A otros enseñaron secretos que a ti no. A otros enseñaron esa cosa llamada educación”. El rector nos pidió que escribiéramos nuestro sentir a partir de esa música y letra. Escribí que me causaba entre pena y rabia la injusticia y falta de oportunidades para la mayoría de los jóvenes que no podían acceder a esa educación privilegiada. No recuerdo si el rector me hizo un comentario luego de leer mi respuesta. Sólo me acuerdo de que, al final de esa clase, comentó muy extrañado que esa banda musical no hablara de Dios.

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