El
niño nació de mirada
desnuda,
contemplando
al sol;
y
manos limpias para labrar
el
sendero de su destino.
Sus
ojos asombrados
reflejaban
las edificaciones,
majestuosas,
de
magnánimos imperios,
y
la emoción plasmada
por
la huella creativa
de
insignes civilizaciones.
Mientras,
en su interior,
germinaba
la semilla de despertar
en
los hombres
el
placer de admirar
el
nacimiento de la
naturaleza,
o
deleitarse con la dulzura
del
surgimiento de la sonrisa
de
una muchacha.
Sin
embargo,
la
razón urdió una conspiración
en
contra del sentido común y,
en
castigo,
el
niño fue confinado
a
la soledad
del
recorrido incesante
de
los laberintos mentales.
Hasta
que, desesperado,
se
rebeló en contra de las cadenas
con
las que la sociedad lo sujetaba
y
construyó con sus anhelos
unas
alas que lo liberarían
de
su claustro.
Al
amparo de la figura de Ícaro
extendió
sus brazos alados,
reencarnándose
en su sombra,
para
encumbrar el vuelo
hacia
el Olimpo,
donde
ansiaba abrigarse,
compartiendo
el fuego
de
aquellos hombres
sanos,
poderosos e ilustrados.
Ilusa
travesía
cuyo
desenlace
se
asemeja al de su mentor,
pues
aquellos hombres
sanos,
poderosos e ilustrados
fueron
celosos de su fuente de luz
y
cercenaron las alas
del
ambicioso infante.
Y
ante el muro castrador
levantado
delante de su mirada,
el
niño desvaría
elaborando
absurdos
juegos
de palabras,
en
un soliloquio sin audiencia,
y
hoy se le puede ver
con
atuendo de pordiosero,
mendigando
unos
minutos del escaso tiempo
de
los vecinos del pueblo,
que
indignados le cierran
la
puerta en sus narices.
Y
por las noches sueña
con
una paraje edénico,
donde
no le sea negada
la
entrada.
Sueña
con un lugar en este mundo.
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