jueves, 10 de mayo de 2012

La sombra de Ícaro



El niño nació de mirada
desnuda,
contemplando al sol;
y manos limpias para labrar
el sendero de su destino.

Sus ojos asombrados
reflejaban las edificaciones,
majestuosas,
de magnánimos imperios,
y la emoción plasmada
por la huella creativa
de insignes civilizaciones.

Mientras, en su interior,
germinaba la semilla de despertar
en los hombres
el placer de admirar
el nacimiento de la
naturaleza,
o deleitarse con la dulzura
del surgimiento de la sonrisa
de una muchacha.

Sin embargo,
la razón urdió una conspiración
en contra del sentido común y,
en castigo,
el niño fue confinado
a la soledad
del recorrido incesante
de los laberintos mentales.

Hasta que, desesperado,
se rebeló en contra de las cadenas
con las que la sociedad lo sujetaba
y construyó con sus anhelos
unas alas que lo liberarían
de su claustro.

Al amparo de la figura de Ícaro
extendió sus brazos alados,
reencarnándose en su sombra,
para encumbrar el vuelo
hacia el Olimpo,
donde ansiaba abrigarse,
compartiendo el fuego
de aquellos hombres
sanos, poderosos e ilustrados.

Ilusa travesía
cuyo desenlace
se asemeja al de su mentor,
pues aquellos hombres
sanos, poderosos e ilustrados
fueron celosos de su fuente de luz
y cercenaron las alas
del ambicioso infante.

Y ante el muro castrador
levantado delante de su mirada,
el niño desvaría
elaborando absurdos
juegos de palabras,
en un soliloquio sin audiencia,
y hoy se le puede ver
con atuendo de pordiosero,
mendigando
unos minutos del escaso tiempo
de los vecinos del pueblo,
que indignados le cierran
la puerta en sus narices.

Y por las noches sueña
con una paraje edénico,
donde no le sea negada
la entrada.

Sueña con un lugar en este mundo.

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