Un ave oscura
cruzó los aires
y vio un
océano humano
de cuerpos
desnudos y flagelados,
superponiéndose
entre sí:
lánguidos,
decaídos sus brazos
y piernas
yuxtapuestas
en señal de
abatimiento,
y esa
geografía de desolación
adquiría
textura en sus
desgarradas
plegarias.
Babel
resucitaba
en los
caóticos alaridos
que opacaban
el asomo de
armonía,
mosaico
gutural
que asfixia
el suspiro
de la palabra.
A fuego
cruzado
las
trincheras verbales
ejecutan la
semántica
y la elegía
polifónica
no pasaba de
ser una
triste
monserga.
Cada voz
acuñaba
la herida
incisiva
en la zona
más sensible,
la
desesperanza de Sísifo
al caer junto
a la roca;
la
inclemencia de la tempestad
en los
menudos pies
de los
huérfanos olvidados;
la
exasperación del indigente
ante la
displicencia del fariseo;
el sollozo
infinito
de la madre
auténtica
ante la
súbita ausencia
de sabiduría
del rey Salomón.
La tempestad
ensordecedora
impedía el
avenimiento
de la calma,
y la
convulsión incesante
dio génesis a
una morada.
Las voces se
unieron
esculpiendo
ascendentes
hacia al
cielo,
una torre
verbal
que anidara
al sosiego
disfrazada a
la sociedad
con el etéreo
marfil.
En su cúpula
se vulnera
la ley de
gravedad,
y los cuerpos
se suspenden
al amparo del
verbo.
ajenos a las
convulsiones
que remueven
sus cimientos.
Y cuentan que
un niño
sobrevive en
las alturas,
en una
sucedánea
existencia
al alimento
de la palabra.
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