Un
soldado disidente
que
olvida su juramento de lealtad,
y
organiza una insurrección
para
derrocar a su general.
Un
hijo que maldice
los
esmeros paternales,
y
abandona su hogar
en
busca de mejor porvenir,
sin
dar señales a sus progenitores.
Un
hombre que acaricia el cuerpo
de
otra mujer,
relegando
a su esposa
al
sufrimiento de la ausencia
y
al dolor de la infidelidad.
Caudal
de sangre
que
recorre las avenidas
de
nuestras emociones,
y
cuya vertiente es una estocada
que
no permanece indeleble,
pues
el destino se encarga
de
oscurecer los cielos
y
desatar una tormenta,
sin
sosiego,
en la conciencia,
dejando
el rastro
de
las cicatrices
del
remordimiento,
que
día a día nos laceran
con
su presencia
en
nuestra memoria.
Sin
embargo,
tus
delicadas manos
prodigaron
suaves caricias,
que
sanaron milagrosamente
mis
heridas.
Desprendido
cariño redentor
que
liberó las culpas
que
cautivaron mi conciencia,
y
me lanzaron desnudo
al
valle de la inocencia,
como
un baño purificador
que
lavó las manchas
que
dejaron mis pasos en falso,
y
levantó mi mirada culpable
a
la contemplación serena
del
horizonte.
Mientras
algunas personas
levantan
fortalezas
de
orgullo inexpugnables,
o
lanzan sin criterio saetas
de
rencor acumulado,
como
líquido carmesí en los ojos,
tú
extiendes tus brazos
en
una postura humilde y acogedora,
como
un pueblo solidario
que
lanza pétalos de rosas
al
paso del peregrino,
cansado
de su agotadora travesía,
manteniendo
tu mirada
dulce
y transparente,
que
no deja espacio
a
la oscuridad de intrigas
ni
confabulaciones,
y
entregas con sinceridad
tu
indulgencia,
otra
de tus infinitas virtudes
que
coronan tu hermosa
y
resplandeciente figura.
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