El
hombre se sienta frente a la ventana
a
esperar el atardecer,
mientras
el sol congela su movimiento
tiñendo
el horizonte de una luz regular.
Sobre
sus pies un diario de hoy
que
se niega a leer;
a
lo lejos un niño que corre a los brazos de su madre
y
desiste con rostro desganado.
Su
memoria viaja por hazañas heroicas
que
ahora son meras costumbres de hábitos.
Un
matrimonio se besa efusivo y,
luego
de tenderse en la cama,
fuman
distanciados en cada esquina.
Una
mujer da a luz
y
el padre calcula, impertérrito,
los
costos de la crianza del recién nacido.
El
amanecer es un trámite que se acumula al tedio de la rutina.
Entre
la pradera y el desierto
el
hombre se recuesta
a
observar el movimiento del péndulo,
y
constata que el vaivén cesó
homologando
los estados de ánimo.
El
tiempo es una mecedora que no hace crujir
la
madera sobre la cual se balancea;
el
asombro abandonó a Hércules,
que
ejecuta con hastío y monotonía
sus
doce trabajos.
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