miércoles, 23 de mayo de 2012

Cálida brisa a mi reposo


                                    
A Viviana Vigouroux

Un indígena de Guayasamín,
enjuto y demacrado por los
costalazos de la vida,
asfixiado por soledad.
Una figura masculina
esmirriada,
como un personaje del Greco,
famélico por su carencia
de amor.

Un obrero extenuado,
de manos curtidas por la labor
y de paso cansino,
deshidratado por la
ausencia de caricias,
en un trabajo embrutecedor
y enajenante,
fardo de sinsentido
del estibador portuario
de Rubén Darío.

Un autómata humano
del trabajo mecánico,
pieza anónima del engranaje fabril
de la Metrópolis de Fritz Lang.

Mi rostro era una escultura
de piedra,
que se erosionaba
al abrasante calor
del Desierto de Atacama,
ausente incluso de la humedad
de las lágrimas del consuelo.

Hermético, incomunicado,
pétreo, adolorido,
vulnerable, agónico,
en una travesía inconsciente
y monótona por un sendero
sin destino.

Hasta que apareciste tú
para resucitar
mis labios de piedra
en piel suave con
tus amorosos besos,
y tu sonrisa hizo florecer
las margaritas en el páramo.

Cual sobreviviente marchito
de Hiroshima
por la canícula atómica,
tú me diste de beber
el agua de tus caricias,
como el soldado romano
hidrató a Jesucristo
en su desgarradora cruz.

Tu soplo de vida hizo resucitar
mi voluntad para abrir
las grandes alamedas,
hermoso espejo donde veo
reflejada mi sonrisa,
destello en la tiniebla
que guía mis pasos
hacia la consumación
del encuentro de nuestros cuerpos.

Maestra augusta que me enseñas
el arte de amar
y los puntos cardinales
de la abnegación en el
ser querido.
Tu presencia ahuyentó
a los heraldos del vacío,
que aterrados escaparon
en sus corceles
hacia las apologías
de la apariencia.

Me transmitiste el sacrificio
del egoísmo
en la educación de la niña
que moteja mi nombre
 y desordena mis cabellos.

Tú supiste exorcizar
los fantasmas
de mi imagen absorta
envejeciendo sin remedio,
y me regalaste una razón,
una persona,
un rostro y una sonrisa
por quien levantarme
todas las mañanas.

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