Una
pisada endeble lo transporta
a
laberintos de un pasado,
que
se encarna en la figura
del
Inquisidor,
donde
el honorable proyectaba
una
sombra delictiva,
y
no era posible distinguir
cuál
de las dos siluetas
amenazaba
apuñalarlo
por
la espalda.
Y
aquellas elogiosas
palabras
de bienvenida
se
sumaban a efusivas
palmadas
en la espalda,
que
no eran más que
el
señuelo a beber dulce néctar
que
ocultaba cicuta.
Otro
pie frágil
sobre
la tensa cuerda,
y
el abismo del presente
se
disfraza de cautivante ninfa,
que
lo seduce a caer
con
estrépito.
El
trapecista siente
su
cuerpo cansado
de
la conspiradora memoria,
y
baja su cabeza abatido.
Entonces
su mirada
se
torna serena,
mientras
su cuerpo
se
suspende en optimismo
pulverizando
el miedo al vacío.
La
delicada y acogedora
figura
de la bailarina
lo
envuelve
en
una ensoñación
placentera,
al
regalarle una sonrisa,
suave
caricia
que
inunda de vida
los
adormecidos huesos
de
un enfermo
en
su lecho de muerte.
Faro
inagotable
que
guía los desesperanzados
destinos
de los marineros
extraviados
en
el océano
del
escepticismo,
obstruidos
por la soledad
de
la niebla.
Cariño
que teje una red
de
solidaridad,
capaz
de batir
las
trampas
que
la gravedad tiende
a
los habitantes
de
las alturas.
Manantial
de humanidad
que
alivia el martirio
del
peregrino,
que
finaliza su travesía
por
el desierto
del
pasado.
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