Una orden
imperial dictó:
arrancar las
raíces
de los
árboles del patio;
tapiar las
ventanas
que
amenizaban el horizonte
de enfermos
en salas de hospital;
barnizar con
vapor los círculos
del
observador de los binoculares;
confundir al
juglar
que
memorizaba los acontecimientos
de ciudad en
ciudad.
Entonces el
hombre miró
confundido
su entorno
con ojos tristes
de niño.
Lanzó
plegarias
por sobre los
muros
de su
cautiverio.
Dibujó en el
suelo
cada uno de
los episodios
de su vida.
Gritó
desesperado
en un rincón
el dolor
sufrido
por el
flagelo del silencio.
Domesticó a
la razón
para
traspasar sus límites
y construir
utopías.
Un ave sobre
su cabeza cruzó el cielo
y por un
momento imaginó poseer su mirada.
Sobre sus
rodillas dobladas
apoyó su
cabeza
desconsolado,
pues las
praderas de su infancia
tendrían otra
forma y color;
la casa que
lo vio nacer
habría sido
remodelada,
y los rostros
familiares
habrán
cambiado su fisonomía.
El reloj que
gobierna
sus
pensamientos
languidece
en su
movimiento circular,
y los ángulos
y espacios,
a sus pupilas
desproporcionados,
son sólo
elegías que registra
en vísceras
verbales
que manchan
un papel.
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