jueves, 12 de abril de 2012

Viejo muere el Cisne



Pensaba escribirte estas palabras antes,
cuando aún estabas con nosotros
debatiéndote entre la vida y la muerte,
sostenido por el delgado hilo de una infernal máquina.

La boca abierta, los párpados cerrados,
las manos hinchadas por el suero
y una expresión demacrada
en tu rostro.

Pero la voz no me afloró,
absorto en la contemplación de tu semblante
agónico
en el que añoraba
ver resucitar a Alejandro
de rostro dulce, pausado, gozador
de los pequeños placeres,
de reflexión sabia y sensata,
de risa fácil y encantadora,
cariñoso.

Ay, Papá, cuántos momentos
me viene a la memoria,
cuántas sonrisas de aprobación cómplice,
cuántas palabras de acogedor apoyo.

Fuiste un roble fuerte
que en su sombra cobijó
mis alegrías y desconsuelos,
y hasta el momento del preámbulo a tu partida,
consentiste mis pequeños logros.

Cómo olvidar cuando estiraste tu brazo,
apenas libre por las ataduras
a la cama de hospital,
y tu boca
incapaz de pronunciar palabras
sonrió,
al darme torpes palmaditas
en la espalda
en señal de felicitaciones
por conseguir una ayudantía
en la Universidad.

El día de tu funeral tu primo Augusto
recordó en un discurso
tu pasión por la lectura.
Mencionó que previo a operación
leías un frondoso libro.
“Los pilares de la Tierra”, de Ken Follett,
que tu hermano Claudio te prestó
para las largas tardes de espera
al momento decisivo.

Abogado de profesión,
servidor público por voluntad propia,
siempre fuiste serio y concienzudo
tanto en tu obrar como en tus palabras,
y siempre diste un gran valor a la cultura
y la formación universitaria.

Pero también fuiste un buen amigo de tus amigos,
sociable y cordial, bohemio y confraterno
con tus compañeros de trabajo
y de la vida.

Voy a extrañar tus palabras de consuelo,
tus sabios consejos paternales,
tu sonrisa acogedora.

Me habría gustado
que sintieras orgullo de verme titulado
de periodista,
me habría gustado que asistieras
a mi matrimonio
y que jugaras con mis hijos.

El destino quiso otra cosa
al llamarte a partir
antes de afirmar mi vida.

Siempre serás en mi recuerdo
un viejo hermoso,
afable, bondadoso;
un cisne
que sobresale
entre una manada de patos.

En tus últimos momentos
recordaba tus evocaciones
al libro de Huxley,
y aunque no pudieras escucharme,
esperaba que, milagrosamente,
leyeras mis pensamientos,
que exhortaban tu atención al decirte:
Viejo, muere el Cisne.

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