Madrugada
insomne, cúmulos
de
pensamientos
florecen
y
se entretejen en un abanico
amorfo,
peligroso.
Como
el gavilán que sobrevuela
sigiloso
su
presa, animal
inocente
que ignora
el
riesgo sobre su cabeza,
y
su cuerpo es desgarrado
por
uñas asesinas
que
no avisan,
alevoso
kamikaze
en
picada dispuesto
a
depredar
hasta
los suspiros.
Hace
pocas horas vi
la
versión de Andrés Wood
sobre
nuestra querida Violeta Parra,
en
horario estelar de televisión
abierta.
Triste,
por decir lo menos,
y
pese a que la familia
de
talento pródigo
desestimó
la visión del cineasta
sobre
la folclorista,
me
sobrevuelan en la oscuridad
pensamientos
ominosos.
Siento
asfixia,
cual
si las paredes del reducido
espacio
de mi habitación
aumentaran
su grosor amenazantes
e
imperceptibles;
peligrosas,
a
fin de cuentas.
La
imagen del ojo inerte
de
Violeta
mirando
fijo a la cámara
me
acosa.
Vida
desperdiciada
o
la culminación de una existencia
insufrible,
tortuosa
y
que no hallaba sosiego
en
este mundo terrenal.
Tanta
creación bella no logró salvarla.
Hace
poco fui víctima
de
los intereses económicos
sesgados
y prejuiciosos
que
en su afán neoliberal
de
maximizar al límite
los
recursos materiales y
humanos,
explotan
al hombre hasta convertirlo
en
polvorienta pieza
de
inventario.
Mas
no en vano me había forjado
ilusiones
de surgir
económicamente
y como persona,
de
ascender peldaño a peldaño
la
escala de la independencia
y
la estabilidad
madura.
Dignos
proyectos
abortados
de
sopetón,
y
el vacío crece en la materia
como
mi angustia a la luz
de
las velas.
Violeta,
Violeta,
el
amor no fue suficiente,
no
pudiste aceptar
el
transcurso de los años
que
nada permite que perdure
inmutable.
Y
emprendiste el vuelo.
Siento
miedo de marchitarme
entre
estas paredes
de
hormigón,
como
si hubiese perdido la mitad
de
mi vida
y
tal vez una segunda oportunidad
no
me fuese concedida.
La
noche avanza
y
me siento solo. Soy
un
prisionero,
no
me está autorizado tender
la
mano a la fraternidad
hermana.
Iluso,
quizás
demasiado,
espero
en estas palabras limosnas
de
redención.
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