En
compañía de una ventana
abierta
a un horizonte,
que
no distingue entre amaneceres y ocasos;
sumido
en una concentración,
donde
el adelantado español
comparte
distendido un juego de cartas
con
el mandatario republicano,
el
Coronel en retiro
consagra
su ostracismo
en
una arcaica morada
de
un vecindario rural,
ocupando
todo su entusiasmo
en
moldear pescaditos de oro,
que
luego disuelve
en
ácido
para
volver a utilizar el metal
en
las figuras acuáticas.
Sucesión
infinita de orfebrería
que
lo ensordece
de
las campanadas del reloj de la plaza,
mientras
los ejecutivos del tiempo
sonríen
al contemplar el pintoresco
espectáculo
desde
las modernas oficinas
de
la urbe,
breve
descanso jocoso
a
su ajetreo de las fluctuaciones
bursátiles,
y
del valor de la libra de cobre.
Pues
los pescaditos del Coronel
no
se subastan en mercados ni ferias,
y
sólo sus dedos palpan la textura del metal,
y
sólo sus pupilas dibujan la forma en su retina.
En
las calles aledañas
los
arquitectos del progreso
edifican
un condominio
de
los nuevos tiempos,
y
la arcaica morada del Coronel
languidece
mojigata
en
los humildes cimientos.
Circula
el rumor de la caducidad
de
la orfebrería suspendida
en
el tiempo,
que
invade los soliloquios interiores
del
Coronel,
que
reflexiona sobre la plusvalía
de
sus peces de oro,
mas
no titubea en su labor de moldear
figuras
que desdibuja
el
paso de las horas.
No
vaya a ser que los peces
sobrepasen
la frontera
de
la conciencia,
y
naveguen en el océano
del
vacío,
orientados
por la burla
al
sentido
de
los puntos cardinales.
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