jueves, 7 de junio de 2012

Mi niña grande



                                   A Viviana Vigouroux

Hay días en que me sumerjo en el océano
de los vestigios exiliados de la Caja de Pandora,
y las tribulaciones calan hondo sobre mis hombros,
adoloridos por el rostro más perverso del ser humano
al contemplar con una mueca de asco
la hipocresía institucionalizada del chileno,
que se exhibe orgullosa por las pantallas de televisión.

Al tropezarme con el habitual egoísmo materialista
de los honorables señores que abandonan
al indigente a la merced de la miseria,
o al constatar la fiebre ávida de acumulación de poder
de los jerarcas invisibles
que funciona ante los ojos displicentes
del chileno resignado y conformista.

Y entre esos espejos del alma oscura deambulo
para intentar rescatar la esperanza olvidada
en el cofre de la mujer moldeada por Hefesto,
cuyo destino era acompañar a Prometeo,
cuando veo los titulares en los diarios
el rostro del sangriento y ladino dictador.

Acaba de expirar,
y nos legó el odio irracional al pueblo.

Llego a visitarte en medio de vítores póstumos
y revueltas reivindicatorias
con una personal esperanza en mis manos:
una edición del diario de Anaïs Nin,
sabiendo que lo leías en la Biblioteca Nacional
y despertó tal pasión etérea en tu ser
que bautizaste a tu hija con el nombre de la escritora.

Veo tu súbita sonrisa de oreja a oreja,
barnizada de efusividad y coronada por tus ojos brillantes,
que olvido de golpe los pesares mundanos
y evoco la sonrisa infantil de Anais,
pequeña niña adorable,
al recibir caramelos de regalo.

Siento tal fascinación por tu espontánea felicidad
despertada por un gesto tan simple,
siento que te quiero aun más al percibir
como valoras los bienes inmateriales
del mundo de la palabra, que evocan
la sensibilidad y delicadeza femeninas.

Mi niña grande, que se alegra con pequeños obsequios,
mi Anaïs Nin, que entra en un espiral de dicha
ante las caricias suaves y sinceras.

Entonces disfruto un breve momento de goce,
un instante de felicidad,
como el leve deslizarse de remos en el agua
del poeta que habita al otro lado del lar.

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