Atlas
sintió una mezcla de ira y placer al
contemplar las curvas de Josefina, que contrastaban en su blanca piel con una
contusión cuya mano permanecía impune ante el curioso observador. Al bajar la vista y sentir en su cuello el
aire salino y húmedo del norte, una sensación de consuelo recorrió su joroba, y
lo hizo meditar por las vicisitudes
que debía atravesar al encontrarse anclado de rodillas, mientras todo el peso
inclemente lo mantenía encorvado en ese destino. Sus piernas endebles y cortas
no le permitían mirar el cuerpo de Josefina a su altura. Su columna adolorida
no le daba una presencia para atemorizar al desgraciado que abusaba de la
fragilidad de esa mujer, que por las noches aparecía en sus pesadillas, en
medio de las reflexiones sobre la culpa que debía pagar por ese bulto sobre su
espalda, que cargaba desde que su madre lo parió y ahora le impide contemplar
orgulloso el horizonte.
Vigilaba
cada movimiento de la trapecista, sintiendo la sangre recorrer su cuerpo
mientras se cambiaba la malla, limaba sus uñas con una delicadeza tal que
removía sus hormonas y se maquillaba con mirada triste frente al espejo de
luces. ¿Qué o quién le causaría tanta pena? Pensaba acerca de su redención que
lo liberaría de su triste pasar ante los golpes que el destino le hacía bajar
sus ojos.
Josefina
se levantó de su asiento en busca de un neceser y por un instante Atlas pensó
que sus ojos se encontrarían con los de ella. Con prisa se alejó hacia su
rutina diaria: barrer la alfalfa de las jaulas, asear las cubetas de agua
empalagosa, aceitar los monociclos,
desenvolviéndose en medio de la trastienda de los ensayos en la pista
del “Gran Circo Epimeteo”, la cual miraba con envidia y placer.
Porque
Atlas tenía reservado sus momentos de aplauso. Por las noches bailaba al son de
una canción folclórica rusa y las luces se posaban sobre él.
En la soledad de sus labores sintió
un punzante dolor en su espalda al agacharse a recoger un balde y, por una obligación
que le dictaba su cuerpo, tomó un descanso. Miraba el sol descender en el horizonte,
y poco a poco fue dirigiéndose hacia la playa. Limpiándose con torpeza el
sudor, sus ojos se clavaron en el espectáculo que cada vez se agrandaba y
brillaba más. Con los pies hundidos en la arena de la bahía de Caldera vio al
sol posarse sobre el océano, mientras en su mente estaba el rostro de Josefina,
melancólico y delicado. El carmesí de la puesta de sol inundó su memoria,
sintiendo que el ocaso era un triste final a la silueta de la trapecista.
Al volver cansado y maldiciendo en
silencio apareció Eusebio, el dueño del circo, que se complacía regañando a sus
empleados. Lo había soportado por más de diez años cuando fue recibido siendo
un niño deforme. “¿Andai sacando la vuelta, cabro culiao?” le recriminó de
entrada. Atlas se armó de valor y le respondió que en esa forma no le iba a
contestar. “Te tengo cachao, bultito, cuidado con hacerte el listo”. No le fue
necesario contestar, al ver que Eusebio se acercaba a Josefina, y le daba una
rápida agarrada al trasero. “¿Qué te pasa?”, reclamó alejando con un golpe la
mano a su patrón. Eusebio le respondió con una mirada lasciva y le dijo: “¿la
muy maraca se las está dando de señorita? ¡Te haré saber lo que es bueno!”, le sentenció
mientras la tomaba del brazo con ímpetu.
“Y quién quiere meterse con vos”, respondía ella zafándose, con mirada
amenazante. Atlas observaba con sus manos empuñadas. “Viste, engendro, así hay
que tratarlas, como se merecen”, dijo al mismo tiempo que buscaba un papel. Lo
abre y aspira un polvo blanco. “¿Qué mirai, huevón goloso?, partiste a
cambiarte pa’ tu show”. El humilde peón se retiró sin lograr evitar que, a cada
unos cuantos pasos, girase para ver a su patrón con una rabia que lo hacía
mascullar insultos.
Al compás de una
canción soviética, el jorobado se contorneaba mientras oía las risas de los
asistentes. Su mente parecía salir, enajenarse de su miserable figura que no lo
desconcentraba. Quizás era un consuelo agitar su torpe cuerpo para despertar el
humor de personas que no comprenderían jamás el dolor de sus días, mientras la
melodía y el baile continuaban, y él, con una sonrisa fingida, se mantenía en
movimiento como una marioneta. Otros paisajes transitaron por su mente y él
ansió acercarlos en reemplazo del público ajeno. “Mira cómo se ríen, deforme”,
le gritó Eusebio, sacándolo de ese breve instante de placer al pensar en Josefina.
Se le vio alejarse
refunfuñando de la pista. Los payasos hablaban por altoparlantes en su número,
con una representación de un príncipe y su doncella. Escuchó la voz histriónica
masculina: “¿su majestad se digna en aceptar a este humilde servidor?”. Las carcajadas
ensordecían a Atlas y decidió acostarse dejando sus quehaceres pendientes.
Atlas soñó que estaba en la pista,
elevado en medio de uno de los descansos de la cuerda floja. Al otro lado,
Josefina lo invitaba a cruzar con señas amistosas. A brutas zancadas, el
jorobado exhibía abundante sudor en el frágil equilibrio con el abismo,
tentando su voluntad a caer. Con su mirada concentrada en los femeninos rasgos
de la trapecista, asentaba un paso seguro y altivo, dibujando una sonrisa en
respuesta a Josefina. Al terminar el tramo, ella lo abrazaba y se fundían en un
largo beso que despertaba todos los sentidos del muchacho. La mujer abría su
blusa regalándole sus contorneados y firmes senos que despertaban su virilidad,
bocado que disfrutó al sentirlo sobre su boca. Ambos miraban abrazados el
distante suelo y eran una sola figura
acurrucada en los aires elevados, riendo al acariciar sus mejillas y
besarse espontáneamente.
Su amanecer estuvo acompañado de una
sonrisa. Frente al espejo, se peinó cuidadosamente su escaso cabello y, luego
de escoger la camisa más vistosa, se acarició el cuello con abundante perfume,
costoso regaló de una cosmetóloga que había visto su espectáculo tiempo atrás.
Despreocupado
de la brisa que corría, caminó hasta el camarín de Josefina con altas
expectativas. Esperaba un grato
recibimiento y una conversación interrumpida por risas. Llama a su puerta y
ella le invita a pasar con un semblante desganado.
-
Josefina, ¿no sientes miedo al estar arriba?
- No, la técnica es no mirar el
piso, una finalmente se acostumbra a las alturas.
- Pero el otro trapecista puede
fallar...
- Todos nos conocemos bien, Atlas, y
entre los trapecistas la confianza es clave…
- ¿Pero
se conocen bien o muy bien...?
Ambos
miraron la misma imagen que interrumpió el diálogo. Eusebio conversaba con un
muchacho de mirada aguda al que trataba con modales grotescos. Frente a una
risa sarcástica, entremezclando la broma y la seriedad, el dueño del circo saca
una navaja y amenaza al joven, quien responde de golpe empujándolo por el
pecho. Eusebio le vociferó en un par de ocasiones, con risa intermitente,
“sigue así y te rajo el paño”, y luego guardó el arma. De su bolsillo extrae un
paquete, que hace poco le había dado el muchacho, y con los dedos palpa el
contenido. Dio por cancelada la transacción
con un fajo de billetes y se despidió lacónico: “cuidadito, pendejo, que
te podís ir cortado”.
- Ten cuidado con él- le recomendó
la trapecista.
- A ese viejo de mierda no le doy ni
una chaucha.
- Atlas, no lo mires en menos. Es
peligroso.
- No me da miedo.
- Si quieres arriesgarte, es tu
decisión.
- Josefina, tranquilízate. Yo no voy
a dar pie atrás por esa basura.
- Atlas, prométeme que no vas a caer
en sus juegos, haga lo que haga... hazlo por mí.
El jorobado bajó la mirada y se
rascó la cabeza. Luego la mira a los ojos.
- Prometido, mi princesa.
Josefina sonrió halagada.
Atlas iba a hablar cuando irrumpió
Eusebio. Desenfadado les gritó:
- Así que el par de huevones anda
chachareando de lo lindo.
- Eusebio, no te metas.
- A ver, mi putita, a quién mierda
le hablas.
El jorobado contuvo la ira.
- Y el engendro se las da de choro.
Los quiero ver en el trabajo. Quienes se creen para perder el tiempo. Desaparece
de aquí, bulto. Y vos, maraca, no te hagai la huevona, que tu número anda cada
día peor. Última vez que los veo cuchicheando o se me largan de aquí.
Con un
airado gesto Eusebio se fue hacia su oficina. A la distancia dio media vuelta para
mirarlos y abrió el paquete en su bolsillo. Inhaló un par de veces pequeñas
porciones polvo blanco de la punta de su navaja antes de encerrarse en su
camarín.
Atlas se
despide con la mano en alto de Josefina y emprende con paso reflexivo hacia los
animales. Cada día la figura de Eusebio pesaba más sobre sus pensamientos. Con
la manguera firme en una mano abrió la llave dando paso a un potente chorro de
agua, dirigiéndola ensañado contra las bestias, que escapaban despavoridas.
Sintió un gusto amargo en su paladar al ver a los chimpancés moverse
frenéticamente y agarrar con desesperación los barrotes de las jaulas.
Por la
noche, en el circo sólo se escucharon murmullos. Conversaciones, risas
esporádicas y acordes de instrumentos de los músicos de la banda. Con un pedazo
de tiza Atlas dibujó una línea recta en el piso. Recordando a Josefina, disfrutaba
simular que la raya era una cuerda floja, y ponía esmero en cruzarla. El sudor
corre por su frente en el torpe esfuerzo, pero la imagen en su memoria lo
impulsaba a seguir manteniendo el equilibrio y repetir el ensayo hasta atravesar
la brecha hasta dar alcance a la trapecista. Fue una costumbre repetir el
ejercicio.
El
jorobado abre los ojos con todo su cuerpo bañado en sudor. Un brusco despertar,
pensó. Su aseo fue cosa de minutos y antes del alba ya estaba caminando al
pueblo. En una feria artesanal, las obras de los lugareños fueron admiradas por
el artista circense. Aunque le ofrecían collares de pequeños moluscos, anillos
de bronce o lienzos pintados con hermosos motivos, ninguno cautivó su interés. Pero
en una tienda elegante, una caja de música tuvo un magnetismo especial para su
mirada. Un pequeño trapecio se desplegaba y sobre él una bailarina giraba en
torno de sí misma, al acorde de una melodía. Extrajo los últimos ahorros de su
sueldo y la cajita fue envuelta en papel de regalo.
Atlas,
armado de valor, pronunció en voz alta el nombre de Josefina. La trapecista lo
invitó a pasar reglándole una sonrisa. El jorobado mantenía su mano derecha tras
la espalda y, de improviso, trajo enfrente la escogida dádiva para la muchacha,
y se alegró de su emocionada reacción. Disfrutar de su sonrisa al abrir la caja
y admirar la pequeña figura era la verdadera recompensa a su regalo.
- No
tenías por qué haberte molestado, Atlas- le dijo con coquetería.
- Todo
para usted, mi princesa. Al menos algo que le guste de mí.
- ¿Por
qué dices eso?
- No sé-
explicó mientras se limpiaba la nariz - es que en mi vida no he tenido muchos
brillos que mostrar... paso la tarde entera limpiando jaulas y quedo entero
sucio. No tengo algo que guste de mi persona... – Luego suspiró.
- A mí
me gusta algo de ti, Atlas, me gusta como bailas.
- Pero
hasta el patrón me dice que soy ridículo. Y ni hablar de mi joroba, imagínate
que hasta los niños corren asustados cuando me ven...
- Atlas,
ellos no saben la persona maravillosa que hay en ti- le dijo conmovida.
- ¿En
serio crees eso de mí?- le preguntó con voz infantil y bajó la mirada.
-
Deberías sentirte orgulloso, cada baile me alegra - le dijo mientras subía con
su dedo índice su mentón.
El joven
acarició sus cabellos fijando en ella su mirada penetrante. Josefina sonríe
halagada y acerca lentamente a su rostro al de su encorvado compañero. Le dio
un delicado beso y los cuerpos se fundieron en un abrazo.
“¡Atlas!”, escucharon ambos la voz de uno de
los payasos, y de inmediato comprendieron. La función estaba por empezar. Bailarín
y trapecista debían cambiarse y esbozar una mascara de alegría para el público
presente.
Esta vez
el jorobado agitó su cuerpo con satisfacción, mostrando afinidad con la música.
Su baile fue entusiasta. Josefina lo observó a un lado de las cortinas y no
claudicaba su sonrisa. Sus manos y pies se desplazaron con una cadencia que
atrajo la atención de los ojos más esquivos. Al terminar paseó a sus anchas por
el escenario y, entremedio de las cortinas, fue felicitado por Josefina.
En otro
extremo, Eusebio observaba a los artistas con una expresión enfurecida. De
brazos cruzados, no perdía de vista al jorobado y, cuando se alejaba, sonrió
maliciosamente.
Atlas se
desvestía cuando sintió una mano sobre su hombro que lo desplomó de espalda. Al
mirar vio a Eusebio con una ira de los mil demonios.
- ¡Engendro
asqueroso!, ¡Quién mierda te crees! Despídete de tu acto, última vez que sales
en escena. Debí dejarte que te pudrieras en la casa de tus padres. Desde ahora
sólo limpias las jaulas y no te atrevas a pisar el escenario.
-
¿Patrón? ¿Por qué me dice esto?
- Y el
muy choro se atreve a preguntar. Ni una palabra más - gritó y se hizo humo tras
la cortina.
Atlas contuvo
las palabras y aceptó con humildad todos los insultos. Su vista estaba nublada.
No sabía qué esperar. Más peso sobre sus hombros, el único lugar donde había
encontrado su espacio estaba resquebrajadizo. Sentado sobre una piedra,
encendió un cigarro con la mirada hacia el suelo.
En su
catre, mientras se revolcaba como pez recién salido del agua, reflexionó sobre
sus días. Estaba cansado de llevar una vida nómade. El frío de la noche nortina
lo hizo estremecerse. Eusebio le quitó su número de baile. No hubo
explicaciones a ese arrebato. Se sintió hastiado de ser parte de la servidumbre
de un tirano que le daba una vida miserable. Pensaba en dar un giro a su vida,
que lo transportara hacia un horizonte mejor. Hacía breve tiempo tuvo una
oferta de trabajo de un pariente en una ferretería. Sentía el valor de zafarse
de las ataduras de quien siempre temió. Sólo le quedaba un vacío en su
arquitectura de nuevos proyectos: Josefina. Le propondría marcharse con ella.
Aquí no era feliz. Él le daría vida, bailaría para ella y lograría rescatarla
de su penumbra.
Al
despertar tuvo un cuidado prolijo su aspecto. Escogió su mejor camisa y se
detuvo frente al espejo. Sentía satisfacción, e incluso se perfumó en abundancia.
Caminaba hacia el camarín de Josefina esperando una sonrisa acogedora. En un
principio, a pocos metros del lugar, creyó ver mal. La cortina de la entrada
estaba cerrada y no entreabierta como de costumbre. Un hombre salía de la
tienda, y una sensación agria se posó en su interior. Era Eusebio, sin camisa,
exhibiendo una cara de placer. El tirano estiraba sus brazos firmes, pasó las
manos por su pelo y luego se lavaba con descaro la cara en una palangana. Atlas
observaba desconsolado. Enseguida apareció Josefina con los cabellos revueltos
y una blusa a medio abotonar. Atlas miraba con desconsuelo.
Maldijo
en silencio su propia persona. Dio incluso arcadas al observar el triste
espectáculo a sus ojos. Frenéticamente
corrió hacia la carpa. “Te gustaba verme bailar- pensaba a cada zancada torpe-
te gustaba verme bailar, ahora lo vas a disfrutar, Josefina”.
La
trapecista gritó su nombre desesperadamente y se unieron varios payasos que
adivinaron sus intenciones. Nada lo detuvo. Ensimismado entró con un manotazo
que corrió la tela a la carpa y en una actitud obsesiva, se dirigió a la
escalera metálica donde se subía a la cuerda floja.
“Atlas,
baja por favor”, gritó la muchacha. Otros le repitieron con voz de imploración:
“No, no, no lo hagas”, y mientras las voces se perdían, Atlas subió las
escaleras y puso sin temor bajo sus pies la cuerda metálica.
Por su
mente transitaron imágenes que en ningún sueño encontrarían asidero. Un parque
frondoso y en el sendero del centro él junto a Josefina disfrutando del
paisaje, una habitación acogedora y en el medio una cama matrimonial donde se
acariciaba junto a ella, una playa lluviosa donde juntos jugaban con las olas
reventando a sus pies, un pabellón de hospital donde ella gritara de dolor ante
la salida del ser concebido por él.
El resto
pareció un resumen de su historia. Josefina vio caer el abultado cuerpo y
estrellarse contra el suelo con un golpe sordo. No había más fábula que relatar:
Atlas ensangrentado como figura central del espectáculo, sin luces ni
espectadores. No había cortinas que cerraran la función.
No hay comentarios:
Publicar un comentario