Reflejada
en la mirada
taciturna
estaban
las ruinas
de
la ciudad vigorosa,
ahora
polvo
como
único testigo
del
orgullo
que
circulaba por las venas
de
los habitantes de una
civilización
resplandeciente,
hoy
devastada a vestigios.
Las
imponentes catedrales
que
miraban al cielo,
y
cuya semilla fue
el
vehemente anhelo
de
la voluntad del ser humano
(que
posó sus pies
sobre
sus hombros),
ahora
desvanecida
en
el murmullo sordo
que
deambula por la geografía
de
la desesperanza,
y
sepulta en el pasado
a
los fantasmas genealógicos,
que
abandonaron al peregrino
interior
a la orilla del sendero.
Los
mismos que bajaron la mirada
cuando
fue seducido por
el
grito suicida de la razón,
y
se internó en un laberinto
sin
principio ni fin.
Un
anciano olvidado
en
medio de la lluvia
de
una avenida anónima.
El
hijo pródigo que
a
su regreso encuentra
su
hogar saqueado
y
a su padre agónico.
Un
sacerdote que
en
su lecho de muerte
rechaza
la extremaunción
y
no cree en la vida eterna.
Sin
embargo, el ansiado
amanecer
se vistió de mujer,
y
a su paso el páramo
floreció
exuberante.
Milagro
de la naturaleza,
instante
de coincidencia cósmica
de
cuerpos celestiales,
tu
sonrisa serena
calma
el dolor de los enfermos,
y
levanta a los caídos
tras
la batalla,
pues
la huella de polvo
de
la ciudad añorada
se
petrificó en los anaqueles
de
la memoria anacrónica,
y
la arquitectura devastada
se
protegió del sol y las multitudes,
como
piezas inanimadas
en
una botella,
a
la espera de tus suaves
y
delicados dedos,
que
escogieron los hilos
de
cariño
que
levantaron
en
su interior
un
velero desafiante
a
las vicisitudes,
que
noche tras noche
pule
su proa,
para
pronto zarpar
del
puerto de la inercia existencial,
y
juntos internarnos
en
un océano de caricias.
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