domingo, 3 de junio de 2012

El profesor y el mar



Inicios de la década de los 90,
llegada de la democracia
a Chile,
con sus cánticos entusiastas
de alegría.

En una oscura sala
de clases
de un colegio católico,
un profesor contrasta en sus
palabras
con la efervescencia
de la época.

Experimentando dolor
en cada palabra,
y con gestos de desencanto,
analiza la novela
“El viejo y el mar”,
clásico de Hemingway.

Una metáfora del fracaso vital,
explica.
Santiago, el anciano pescador,
cifra todas sus expectativas
de realización personal
en la captura del
majestuoso pez.

Aquel enrome ser acuático es
la cristalización simbólica
de todos los anhelos humanos,
de vencer los obstáculos para alcanzar
la felicidad,
el trofeo más preciado,
la victoria más deseada.

El profesor se muestra
cansado
y su mirada es lánguida.
Sostiene que en la vida
de cada hombre hay un Norte,
una meta o logro
que lo hará reposar satisfecho
de conseguirlo, pero que,
generalmente,
no se alcanza.

Pobre maestro,
quiso en vida ser un gran poeta,
mientras sus alumnos,
a sus espaldas, ironizaban
sobre el horror de sus versos
impresos en una modesta autoedición.

Jean- Paul Sartre dijo
que estamos condenados a nuestra libertad,
de lo cual se deduce que
es uno y sólo uno
el responsable de sus actos.

Tal vez yo siga siendo
infantil
-como me atacan mis demonios-
y por eso atribuya a terceras personas
la sensación de vacío
de mis frustraciones,
el sabor amargo
del fracaso.

Veo retrospectivamente mi vida
como una representación escénica
del mito de Sísifo;
caída tras caída
-lo importante no es
cuántas veces te caigas,
sino cuántas te levantes-
para volver a intentar cruzar
la piedra por sobre
la colina,
destinado a repetir la acción
hasta el infinito.

Como una pesadilla,
como una maldición o
cruel juego de los dioses,
todo ello envuelto en un áurea
de fragilidad y tristeza.

Tal vez no he perdido
la esperanza,
pero siento que los deseos
de vivir
se me escurrieron
entre los dedos.

Sobre el maestro,
me lo encontré más canoso
en una estación del metro,
cuando yo tenía 33 años.
Evidentemente,
no se acordaba de mí,
pero yo no olvido el dolor
en sus ojos
al agradecer que yo aún
me acordara de su profesor.

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