A Viviana Vigouroux
En
estas horas
de
ocio que mitigo
en
la biblioteca
de
la Universidad,
evoco
una película
de
Wim Wenders,
aquella
de los ángeles solitarios
que
pululan por las calles
de
Berlín escuchando
las
voces de la conciencia
de
los habitantes
sin
ser vistos,
y
en la historia principal
uno
de esos ángeles
se
enamora
de
una trapecista de un circo,
y
desciende
a
los dominios terrenales
por
amor.
Viviana,
tus
sollozos hondos
de
tristeza
rompen
la calma
de
mi refugio de las letras,
como
un relámpago
a
una playa serena
y
melancólica.
Los
arbitrarios designios
de
tu madre
son
palabras de furia
que
calan profundo
en
tu sensibilidad
de
cisne delicado,
pues
eres un ave
de
movimientos gráciles
que
ve mancillado su plumaje
ante
los abusos de poder
de
tu progenitora.
No
eres culpable,
no
eres una carga,
que
saque sudor del esfuerzo
de
alimentarte a ti y a tu hija.
Eres
el soplo de la naturaleza
armónica,
que
sacude suavemente
las
hojas del otoño,
e
inspira a los poetas
congraciados
con
la contemplación
de
tu efigie.
Por
entre los pasillos
del
conocimiento
me
sorprendo al enterarme
que
mis reflexiones solitarias
son
reconocidas por los docentes,
y
no me cabe duda que
eres
la semilla
que
florece en la creación
de
teorías y argumentos
en
mi currículum académico.
Si
hace escaso tiempo era
como
la trapecista del filme
que
se desalentaba
en
su columpiarse sobre el vacío,
ahora
soy el ángel enamorado
que
teme la crueldad
de
los hombres,
encumbrado
en las alturas
al
arraigo de una soga,
y
tú la bailarina
que
me sostiene con la cuerda,
que
me vincula
entre
la superficie de cariño
y
las alturas del trapecio.
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