martes, 5 de junio de 2012

El habitante de la melancolía



Sumido en un fango de desesperanza,
mientras cubre su rostro
con sus manos
en señal de terror,
con ojos despiertos ante cualquier
brisa foránea
que desordene su mundo interior,
el habitante de la melancolía
empapela su morada
con sofismas que sostienen
oblicuos la majestuosidad
de las ruinas
tras la masacre
de la arquitectura de la razón,
exhausto por el peso inclemente
del fardo de la memoria,
de su travesía por el desierto
de los anhelos,
lamentando cada
campanada del reloj,
que le advierte su obligación
de presentarse en el salón de la sociedad,
donde las sonrisas acogedoras
son disfraz fariseo
de las estocadas traicioneras
en reprobación por su fisonomía
desproporcionada,
y en las intrigas palaciegas
se desmenuza
la silueta transparente
que absorbe su mirada cristalina
hacia el cielo.

En esos instantes cuando siento
a mi frágil habitante
condenado a la pena
de ser desollado,
bajo la atenta mirada
de los ciudadanos reunidos
en la plaza,
sin encontrar asilo
en los comensales que me rodean,
más concentrados en construir
una radiografía inquisitoria
de los cuerpos disecados en la mesa,
dejo emprender vuelo a mi evocación
y posarse en la serenidad apacible
de tu mirada,
y las líneas que dibujan
tu delicada figura
son los hilos
que me sostienen
sobre el océano depredador,
como si la melodía de tu voz
eclipsara los murmullos insidiosos,
transportándome al estado armónico
de contemplar tu suave sonrisa
que me hace levitar
por sobre los malos designios.

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