Sumido
en un fango de desesperanza,
mientras
cubre su rostro
con
sus manos
en
señal de terror,
con
ojos despiertos ante cualquier
brisa
foránea
que
desordene su mundo interior,
el
habitante de la melancolía
empapela
su morada
con
sofismas que sostienen
oblicuos
la majestuosidad
de
las ruinas
tras
la masacre
de
la arquitectura de la razón,
exhausto
por el peso inclemente
del
fardo de la memoria,
de
su travesía por el desierto
de
los anhelos,
lamentando
cada
campanada
del reloj,
que
le advierte su obligación
de
presentarse en el salón de la sociedad,
donde
las sonrisas acogedoras
son
disfraz fariseo
de
las estocadas traicioneras
en
reprobación por su fisonomía
desproporcionada,
y
en las intrigas palaciegas
se
desmenuza
la
silueta transparente
que
absorbe su mirada cristalina
hacia
el cielo.
En
esos instantes cuando siento
a
mi frágil habitante
condenado
a la pena
de
ser desollado,
bajo
la atenta mirada
de
los ciudadanos reunidos
en
la plaza,
sin
encontrar asilo
en
los comensales que me rodean,
más
concentrados en construir
una
radiografía inquisitoria
de
los cuerpos disecados en la mesa,
dejo
emprender vuelo a mi evocación
y
posarse en la serenidad apacible
de
tu mirada,
y
las líneas que dibujan
tu
delicada figura
son
los hilos
que
me sostienen
sobre
el océano depredador,
como
si la melodía de tu voz
eclipsara
los murmullos insidiosos,
transportándome
al estado armónico
de
contemplar tu suave sonrisa
que
me hace levitar
por
sobre los malos designios.
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