sábado, 16 de junio de 2012

Jardín de nubes



A Viviana Vigouroux
                       
Apuraba el paso malherido
en medio de los escombros
de cemento,
causados por los incesantes
bombardeos del enemigo
interior,
que propagaba el fuego
por la ciudad,
cuando el sudor en mi frente
pareció una cruz
sobre mis hombros,
en ausencia de
Simón de Cirene
para auxiliarme,
y mis oídos cedieron
al tránsito de un alarido
agónico en sordina,
que clamaba por el sacrificio
en redención
del sufrimiento
(cuando la razón
socavó sus cimientos
desnudando
la fragilidad enervante
del escarnio esperpéntico
del absurdo).

Y fue entonces que atisbé
las rejas doradas
de un jardín sereno y apacible,
donde el cielo protector
mantenía complicidad
con el reino de este mundo,
y a través de su entrada
asomó una gatita suave y delicada
que se acurrucó a mis pies,
y en su ronroneo
me invitó a acariciar
su esponjosa piel.

Mas no dudé ni un segundo
en acatar la humildad requerida
para acceder a ese pedazo
del cielo del cual provenía,
un canto angelical que versaba
sobre el temple de la
cariñosa entrega,
y mis sentidos
se sorprendieron al constatar
que el terreno de aquel jardín
era puro y acogedor,
como la superficie de las nubes,
y en su centro una niña
de rostro inocente y sonrisa ávida
me observaba con mirada dulce
por entre sus cabellos rubios
como los campos de trigo,
y al extender la mano me pidió
que le dibujara un cordero
en el papel que sostenía
entre sus dedos,
y ante mi más mínima diligencia
me agradeció efusivamente
con un sentido abrazo
que contagiaba la plenitud
de la solidaridad honesta,
al tiempo que me ordenó
el universo al trazar las líneas
invisibles,
pero indelebles,
que vinculan a las estrellas
en el firmamento,
construyendo de este modo
los terrenos vírgenes
sobre los cuales sentar
las bases de las virtudes
que se cosechan después
de dar nuestro último respiro,
y me hizo nacer otra vez la fe
en la humanidad al
enseñarme el valor
de los lazos de afecto
como sustento al diario vivir,
en el irrenunciable
compromiso de acoger
a los seres queridos
en nuestro regazo.

Entonces sentí que
el alba despuntaba
iluminando
los senderos pretéritos
donde había caminado
profiriendo maldiciones,
y quise perpetuar ese instante
de dicha en el reposo
sobre ese jardín edénico,
para lo cual me esfuerzo
en reproducir aquellos
burdos corderos
en hojas de papel,
con la esperanza
de que la niña
de cabellos dorados
no se aparte de mí;
necias y horribles palabras
en las cuales cifro mi deseo
de despertar cada día
la bendición
de sus abrazos.

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