Luego de una siesta sobre el polvo, asusto a los niños que
juegan a la pelota por las tardes, con ladridos violentos, muchas veces en
franco desafío a perros más grandes y fuertes. Los vecinos me miran con
lástima. Sé bien que mi silueta es desgarbada, que tengo mal olor y que de mi
hocico cuelgan babas. Veo sólo por un ojo. El otro lo perdí en una gresca
monumental (por poco me cuesta aún más caro). Soy malas pulgas, a mucha honra.
Siento que durante mi adolescencia pusieron un dique al curso
de mi vida, como si hubieran sumergido mi cabeza bajo el agua a la fuerza. Menudo
alud que se formó en mis días, cual árbol de raíces cercenadas, desastrosas las
consecuencias.
Me da risa esa canción que alaba al perro libre como le
viento. No me acurruco a los pies del hombre que me da de comer, ni obedezco a
los golpes tajantes de voz, pero esta vida a la intemperie me ha enseñado a
mirar el suelo cuando me abofetean el hocico.
Al atardecer, recorro los pasajes de la población hurgando
basureros. Los vecinos me insultan y lanzan piedrazos, mas yo espero la soledad
de la noche para vengarme aullando sin cesar. Mi vida no siempre fue igual, solía
ser fuerte y vigoroso pero, qué diablos, los años pesan. No puedo hacer alarde
de un pasado próspero, ni en lo material ni en el amor.
Las interminables murallas que acompañan mis recorridos
nocturnos no podrían ser plasmadas con
estaciones de vida en las que luzca orgulloso y satisfecho.
Los cielos repentinamente se visten de desierto.
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