miércoles, 20 de junio de 2012

Callejero



Luego de una siesta sobre el polvo, asusto a los niños que juegan a la pelota por las tardes, con ladridos violentos, muchas veces en franco desafío a perros más grandes y fuertes. Los vecinos me miran con lástima. Sé bien que mi silueta es desgarbada, que tengo mal olor y que de mi hocico cuelgan babas. Veo sólo por un ojo. El otro lo perdí en una gresca monumental (por poco me cuesta aún más caro). Soy malas pulgas, a mucha honra.

Siento que durante mi adolescencia pusieron un dique al curso de mi vida, como si hubieran sumergido mi cabeza bajo el agua a la fuerza. Menudo alud que se formó en mis días, cual árbol de raíces cercenadas, desastrosas las consecuencias.

Me da risa esa canción que alaba al perro libre como le viento. No me acurruco a los pies del hombre que me da de comer, ni obedezco a los golpes tajantes de voz, pero esta vida a la intemperie me ha enseñado a mirar el suelo cuando me abofetean el hocico.

Al atardecer, recorro los pasajes de la población hurgando basureros. Los vecinos me insultan y lanzan piedrazos, mas yo espero la soledad de la noche para vengarme aullando sin cesar. Mi vida no siempre fue igual, solía ser fuerte y vigoroso pero, qué diablos, los años pesan. No puedo hacer alarde de un pasado próspero, ni en lo material ni en el amor.

Las interminables murallas que acompañan mis recorridos nocturnos no podrían  ser plasmadas con estaciones de vida en las que luzca orgulloso y satisfecho.

Los cielos repentinamente se visten de desierto.

Lo sé bien, me estoy volviendo un perro mayor. Mis reflejos son más lentos, mi piel se seca y torna opaca. Estoy a un paso de cambiar el pelaje. Me hace falta un nuevo traje a la medida, mas los sastres me declaran una indefinida huelga de brazos caídos.

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