Entre cuatro
paredes
un niño llora
desconsolado.
Su elegía es
cautiva
del claustro
de la palabra
muda,
y el silencio
congela
el paso de
las horas,
entre el
deambular de imágenes
de
reminiscencia,
ausentes de
asidero
en la frágil
conciencia.
A medida que
la ensoñación
esculpe
escenarios
y actores de
cariz familiar,
por sus
pupilas transita
un
desconocido
extraviado en
tierras remotas,
un
sobreviviente luchando
por encontrar
asilo a un maremoto
de
desesperanza;
un peregrino
esforzado
que asciende
de océanos
ominosos
de perverso
magnetismo;
un artesano
que construye
los senderos
fértiles
de su
entusiasta destino;
una víctima
de embates
anónimos,
que
alevosamente socavan
los cimientos
de su oxígeno;
un prisionero
de laberintos
alienantes,
donde la razón
adquiere
rostro de verdugo.
De esta forma
levanta
su mirada
por sobre los
escombros
circundantes
de su pasado,
que le invita
a tomar su mano,
esperando
cultivar desiertos
y fundar
ciudades
en tierras
inhóspitas,
dibujar con
su sangre
la línea del
horizonte
inconcluso.
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