domingo, 15 de julio de 2012

Animal de circo



Con el crepúsculo, cuando
las sombras crecen alargadas
su tamaño,
se le ve pasearse detrás
de los barrotes.
De paso cansino
y monótono,
ya mucho tiempo perdido
su talante gallardo y
soberbio,
camina sobre sus huellas
formando un óvalo
tedioso y absurdo,
en el claustro de
los reducidos metros
cuadrados de su jaula.

Felino viejo y en decadencia,
su pelaje no disimula
el descuido, ni los años
ni los habituales malos tratos.
Su dentadura deteriorada
y lo esmirriado de su melena
son una mordaz ironía
a quien fuese tan poco ocurrente
de atribuirle ser el monarca
de la selva.

Si hasta los niños de cada pueblo,
que recorre itinerante el
“Gran Circo Epimeteo”,
lejos de asustarse
y respetarlo,
sonríen y se burlan
de la malograda bestia.

Y quienes tienen a su cargo
su cuidado y mantención,
lo castigan impunemente
aliviando sus raciones
de carne,
a veces incluso
alimentándolo con trozos
en descomposición.

“Bestia primitiva”, le espetan
cada vez que el animal
manifiesta su amargura.
Y los payasos
(ya no sonrientes ni festivos,
pues ya sin las luces ni
el maquillaje
se tornan crueles
y perversos),
al retirarse a sus camarines
se solazan obsequiándole
expresiones de desprecio
mientras comentan que
olvidaron retirar
la basura.

Pese a todo,
lo que más deprime
a este infeliz león
en cautiverio
es estar a merced del
capricho insensible
de sus regentes.
No soporta ser humillado,
ser la bestia que debe
hacer una gracia que
agasaje a sus criadores
(o al público que descarga
sus tensiones en una
catarsis macabra durante
las funciones),
para ser premiado
con el alimento.

Se le niega el derecho
a sentir hambre.
Si tan sólo compartiera
su precaria jaula con
una hembra
para satisfacer sus
necesidades fisiológicas.
Tampoco he hecho
mérito para
gozar de la pasión.

Y cuando las luces de la función
deterioran su vista,
cuando los sonidos estridentes
de esa infernal orquesta
los ensordecen
cada día más,
debe contener sus impulsos
ante las provocaciones
del domador.

Sabe que si muestra temor
será sometido con facilidad;
sabe que si se enfurece
más de la cuenta
entra en le juego cruel
del espectáculo, donde
él es la víctima,
sus domadores los
beneficiarios,
y el público el que
siente el placer de verlo
domado.

Pero el chasquido del látigo
es atrabiliario,
y las ineludibles risas
del público otro azote
humillante,
tal vez más doloroso
que el castigo físico
que le infligen.

Pues esta bestia sin alma
es consciente de ser una mascota
en un espectáculo
lleno de sadismo,
un fenómeno apreciado
sólo por lo esperpéntico
de su conducta.

Y lo que más pesa
sobre sus hombros es asumir,
resignado,
este juego insano,
sabiendo que nada es
al azar,
y siempre habrán
nuevos obstáculos,
deliberadamente ubicados
para que él finja le sorprenden
e intimidan,
y para hacer explotar
las carcajadas sardónicas
de los espectadores.

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