El hombre se
despierta al alba.
Lava su cara
frente al espejo,
se viste con
ropa planchada ayer,
da un beso a
su mujer dormida bajo las sábanas,
saluda a su
vecino al otro lado del ante jardín.
Al llegar al
trabajo se encuentra con su jefe;
lo hace pasar
a su oficina:
“Siéntese,
hombre, va a escuchar palabras ásperas”.
Lo felicita
por sus impecables diez años en la empresa.
Lamentablemente,
es época de vacas flacas;
hay reducción
de personal,
su desahucio
está en este sobre.
Camina triste
por veredas aglomeradas de gente,
entra a un
bar en penumbra,
se encuentra
con un amigo de juventud.
Se abrazan.
“Años que no
nos veíamos”.
Le invita un
trago y le da su más sentido pésame,
el hombre lo
mira interrogado.
“Tu mujer ha
muerto,
el barrio en
que vives fue expropiado,
tu vecino se
ha mudado”.
En una esquina
del baño se sienta a llorar;
las nubes se
juntan ahogando la luz.
En medio de
la calle mira su reloj:
las
manecillas se han detenido,
los vehículos
están suspendidos en el aire,
los
transeúntes congelados a medio caminar,
el silencio
gobierna la ciudad,
el sol
desciende lentamente barnizando el horizonte de carmesí.
El hombre se
recuesta sobre el pavimento.
“No hay razón
por qué vivir”, piensa.
Cierra sus
ojos inundándose de oscuridad,
no espera
nada del día por venir.
El hombre se
despierta al alba.
Lava su cara
frente al espejo,
se viste con
ropa planchada ayer,
da un beso a
su mujer dormida bajo las sábanas,
saluda a su
vecino al otro lado del ante jardín.
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