Apenas
erguido en el límite de mis reflexiones,
con
pensamientos que pululan
como aviones
con destinos opuestos,
mi silueta
mantiene el equilibrio en la línea divisoria
entre dos
tierras que se debaten
aguerridas en
sus dominios:
a mi espalda
el infierno pedestre de cada día,
en mi
horizonte el paraíso idealizado,
que amenaza
diluirse en la efímera paciencia.
Concentrándome
en cristalizar
mis pupilas
nítidas
frente a la
brisa del instante estático
(con el
horror latente de trastocar lúdicamente
las líneas
del mapa de la realidad),
bajo mis pies
las letras armónicas
de la ficción
subyugante,
en mis manos
jirones de realidad
plasmados en
horribles suspiros verbales.
La noche
semestral tapiza el cielo
y aún espero
el amanecer,
sueño con un
ángel cegado que sostiene
en una mano
una balanza en la otra un libro.
Imagino a un
niño triste aprisionado
dentro del
cuerpo de un hombre,
cruda
fotografía de una figura inmóvil
(el reloj
sonríe con sadismo
mientras gira
sus manecillas).
Un halo
divino que encumbre
mis músculos
derrotados,
un peregrino
que seduzca
a mis pies
desnudos
a sentir la
aspereza de los senderos,
una estrella
que ilumine
mis aciagos
laberintos mentales,
una caricia
humana que levante
banderas
blancas a mi tempestad interior,
los ojos de
una muchacha
que reflejen
mi sonrisa.
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