El Tiempo
traspasó con ágiles pasos
los cinco
continentes;
hizo caso
omiso al pregonar
de noticias
polémicas;
bajó sus
párpados ante alaridos
desconsolados
de niños hambrientos;
inclinó la
cabeza ante la invitación del monarca
a pantagruélicos
banquetes.
Sobre océanos
humanos durmió una siesta,
su palpitar
acompasado paralizó
los
engranajes de industrias;
los cuerpos
de los amantes
se recostaron
dándose la espalda;
los soldados
dejaron sus armas en anaqueles,
displicentes
al estrépito del bombardeo enemigo;
ángeles en
las alturas se encogieron de hombros
al mirar a
pueblos desangrarse
en crímenes
inhumanos.
El Tiempo
soñó con la semilla
fecundando la
tierra virgen;
con el
milagro de los condenados a inanición
compartiendo
el pan;
la risa de
los niños inundando
de alegría a
los ancianos.
Un hombre
puliendo
las facciones
de esperanza
entre figuras
estáticas
privadas de
consuelo.
Sin embrago,
sus sueños
guardaron
reposo;
la inercia de
la modorra clavó
su bandera en
la conciencia,
y los
suspiros se apoderaron
del espíritu
de los emprendedores.
El ocaso
barnizó los músculos
de los
atletas frente al disparo de partida;
el instinto
gregario se confinó al claustro,
cual epidemia
que se propaga
como una
estampida silenciosa.
El letargo
gobernó el dominio de los deseos.
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