Un
niño sintió el cielo languidecer
al
ver a su padre abandonar su casa.
Por
la tarde caminó con ojos vendados
por
pasillos lúdicos,
tanteando
la salida
que
lo condujo a un laberinto.
Al
anochecer durmió en un abrazo maternal,
que
lo envolvió en un sueño vicario
del
cual no pudo despertar,
y
ahora se divierte dando cuerda
a
relojes sin manecillas ni números,
mientras
su cuerpo reposa desvanecido
por
el vacío que circula por sus venas,
pues
quienes lo esperaban
no
alzaron los brazos
cuando
descendió del tren;
su
mujer dormía una siesta
cuando
regresó de la guerra;
la
amante miró el reloj cuando unieron
sus
cuerpos desnudos en la cama
(los
familiares escribieron
cartas
anónimas a sus difuntos,
y
en los partos las mujeres sellaron
un
pacto de silencio con los recién nacidos).
Una
caricia invisible construyó
catedrales
de luz en el páramo,
y
unió al horizonte en un círculo
que
bailó cadenciosamente alrededor de su cintura.
Mas
el vapor de ese afecto se diluyó
en
los meandros de la memoria,
y
ahora el niño anhela esa marea impetuosa
que
despierta de súbito a la inercia,
cuando
la sonrisa de esa muchacha
abraza
a pueblos enemigos
derrumbados
por la batalla.
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