Hay
noches en que mi conciencia
emprende
una travesía hacia mis raíces,
y
despierta azorada en medio
del
desierto de la desesperanza.
Mi
voluntad se doblega
lidiando
ante los embates
de
demonios con rostro cotidiano,
frente
a los cuales no distingo su raza o color.
Los
titanes de sangre aséptica
me
torturan enrostrándome con saña
mis
orígenes mestizos,
que
eclipsan los manantiales pulcros
de
los cuales beben
los
herederos del linaje noble,
que
ostentan orgullosos
su
semblante inmaculado.
Son
mis cicatrices de nacimiento,
asumo
con resignación.
Al
ser concebido
Dios
dormía una siesta,
y
ahora sobre mi frente están grabadas
las
palabras ERROR HUMANO.
Frente
al milagro de la naturaleza
que
hace brotar una cascada cristalina
en
un páramo, yo me encojo de hombros,
y
el Coloso de Rodas me mira
con
desprecio, desde las alturas
del
deslumbrante genio
de
la arquitectura humana.
Sumido
en las tinieblas
de
una infernal estación olvidada
de
los trenes del consuelo,
espero
cual Godot el vagón de reivindicación
de
crónicas añoradas
que
se escriban en mi memoria.
Sin
embargo los relojes
han
pactado una huelga
de
brazos caídos,
y
mis anhelos son humedad
que
se evapora al paso inclemente
del
abrasador sol de la intolerancia.
Cuando
creo que todo está perdido,
el
cielo extiende sus brazos en señal de auxilio,
y
una figura angelical se dibuja
en
mis pupilas haciendo renacer mis sentidos,
mientras
siento transportarme a un mundo
donde
no soy señalado con el dedo al caminar;
cuando
recibo una delicada caricia
y
en sus ojos veo la profundidad del cielo
en
un alivio sereno que aleja todos los desasosiegos.
Mirada
celestial que no hace diferencias,
y
anestesia el dolor de mis pies empantanados
a
la orilla del correcto camino;
silueta
resplandeciente que pulveriza los demonios
que
hieren los recovecos de mi laberinto interior.
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