De
un momento a otro,
sin
previo aviso,
la
imagen de tu cálida silueta
se
desvaneció con la fugacidad
de
un suspiro,
y
en mi memoria se esculpió
tu
mirada cristalina,
y
por las noches siento
tu
perfume y evoco
tu
sonrisa cautivante.
Los
días soplaron una nube
de
abismo vital
y
un despoblado de
circulación
sanguínea.
Por
el jardín de mi casa irrumpieron
mordaces
bufones que humillaron a la razón,
y
mi cuerpo se tornó endeble y diminuto.
Por
la travesía de un barranco
de
desesperación,
sólo
tu recuerdo acariciaba
mi
voluntad, y sugería a la intuición
el
rumbo en medio de la niebla circundante
que
impedía contemplar tus ojos,
alimentándome
entonces
sólo
de paisajes edénicos,
por
los cuales paseábamos
durante
mis visitas oníricas.
Entonces,
mientras me divierto
almacenando
en catálogos
retazos
del tiempo,
no
puedo dejar que
ciertas
preguntas ronden
mi
conciencia,
cuando
la niebla se disperse,
cuando
tu áurea se manifieste en presencia:
¿Amanecerá
tu sonrisa para hacer
brotar
la creación de la naturaleza?
¿Escucharé
nuevamente tu voz
como
una melodiosa cascada que hipnotiza
mis
sentidos?
¿Contemplaré
tu delicada figura
como
la forma que completa
la
armonía del horizonte?
¿Renacerá
mi juventud al deleitarme
con
la gracia de recorrer con mis dedos
tu
piel transparente?
Mis
reflexiones oscilan entre
la
claustrofobia del equilibrio ante el vacío
y
el abandono de un desahuciado
en
la cama de un hospital.
Quisiera
que estas palabras
hicieran
florecer la rosa en el poema.
Solicito
tu indulgencia,
son
simples y burdas pinceladas
y
no alcanzan el deleite
de
tu paladar exquisito.
Sin
embargo, y esto lo sostengo
con
la vehemencia de un acusado ante el juez,
es
mi sangre la que reemplaza a la tinta
como
grito de auxilio.
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