En
un jardín idílico y cercado
al
mundo exterior
juega
un niño de mirada inocente,
y
en medio de su ensimismamiento
de
lúdico placer,
se
asoma a los límites
de
su realidad amparada,
naciendo
en sus ojos la figura del peregrino,
que
traspasará su entorno
para
conquistar tierras extrañas.
Precoz
proyección de sus anhelos,
con
ansia de edificar ciudades
donde
fundará su futura residencia,
sombra
majestuosa que revelará
la
huella de sus pasos,
erigiendo
los contornos de su orgullo
cual
satisfacción del sudor
derramado
por el labrador,
que
contempla sereno su última cosecha.
Los
deseos infantiles escenifican
al
peregrino domesticando
la
naturaleza agreste;
enarbolando
la razón como el cuchillo
que
faenará los animales
de
los cuales procurará su alimento;
arrancando
de su corazón una cuerda
cuyos
tramos repartirá
entre
distintas manos
dibujando
una figura circular;
construyendo
con sus palabras una estancia
donde
sus caricias se confundan
con
el cuerpo de la mujer que habita.
Sin
embargo,
una nube ominosa
amenaza
con destruir sus pasos.
Una
mueca de desprecio
insolente
a la razón
lo
obliga a proferir
en
una lengua caótica e incomprensible,
y
la desazón se instala
en
la conciencia del niño,
que
observa el espacio distante,
triste
espectáculo del peregrino
ensangrentado
en medio
del
sendero,
oscuro
paisaje del horizonte
agónico,
coronado
con
la
esperanza marchita.
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