Mi recuerdo
está
en cautiverio,
lidiando por
segundos
eternos,
entre
esperpentos ilusorios
y crudas
vísceras intimidantes.
En un abismo
aciago y olvidado,
una silueta
delicada
y acogedora,
como un
abrazo suave
después de la
batalla,
se instaura
en los dominios
de mi memoria,
dando un
suspiro de alivio
a
estremecimientos telúricos
que recorren
mis venas
acongojadas.
Un actor
afónico
en medio de
un anfiteatro desolado;
un suicida
con vértigo
sobre la
azotea de un edificio;
un
sobreviviente en el desierto
que clama al
silencio por auxilio;
un anciano
viudo que baila
con el aire,
aplastado por
las tribulaciones.
De esta forma
elevo mis
plegarias,
en la agonía
del monólogo
frente al
espejo
de epístolas
que se acumulan
sin respuesta,
a la espera
de contemplar
esa sonrisa,
que ansío
despertar
con estos
estropeados vocablos
(aunque la
estética sufra de náuseas),
esperando
comprensión
a mi humilde
soliloquio,
deseando
traspasar
las fronteras
de la sangre
abandonada.
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