De fisonomía
regular y mirada intensa,
pálida ante los
ojos escrutadores
e impávida frente a su entorno,
la máscara ve
transcurrir los rincones
y vericuetos
de la ciudad desafiante,
mimetizándose
de forma anónima
con los
rostros de los habitantes.
De palabra
muda y sonrisa
mecánica ante
las interpelaciones,
pieza
extraviada del puzzle
que no
reconoce origen
en sus
coterráneos.
Tras su
mirada perdida,
tras sus
pómulos anodinos,
una
intrincada prisión de pensamientos
se ocultan
con sigilo,
temerosos de
ser mutilados
por la
despiadada arremetida del status quo,
aciago
laberinto secreto
que anida los
deseos más íntimos,
donde pulula
nuestro Minotauro
en cautiverio,
clamando
por
contemplar la luz.
Sin embargo,
el rostro visible
de los
oscuros pasillos clandestinos
no muestra
indicio
de las
pulsaciones que lo dibujan;
meras
facciones insípidas
subyugadas a
un canon estadístico,
apátridas de
la nación de identidad,
desvanecidas
de un escenario individual.
El Minotauro,
con rostro desfigurado
se desplaza
exasperado
por los
pasillos enajenantes,
y en los
rincones llora por la muerte
de su anhelo
de libertad;
y en las
noches sueña con la ilusión
de sentir en
sus dedos los hilos de lucidez,
la luminosa
senda redentora
trazada por
la dulce Ariadna.