domingo, 4 de noviembre de 2012

Abrazo en las alturas



La realidad era aciaga, oscura y repugnante.
Entonces consideré que la muerte sería
aciaga, oscura y repugnante,
equivalencia en condiciones opuestas,
pero acabaría con mis tribulaciones
y daría paso al descanso eterno,
mientras mi piel sudaba frío
y la respiración se intimidaba en circular
ante el vacío vertiginoso
del abismo de ominosa seducción,
que me invitaba a caer en el precipicio.

La palabra, al igual que ahora,
había perdido todo su poder
de evocación y resonaba
como cascabel sordo.

No había tierra virgen donde
sembrar mis pies a la espera
del crecimiento fecundo
de las ramas del fuerte Roble.
Sólo un páramo estéril
donde mi cuerpo sucumbía
a la brisa de la desesperanza,
y el sentido lloraba desconsolado
al constatar que iba desvaneciéndose
de la cabeza a los pies.

Entonces la doncella de temple acongojado
entonó una canción suave y cadenciosa,
al compás de una danza que barnizó
el rojo del horizonte de un etéreo azul.

Ella me acogió en su regazo
como el buen samaritano
que entrega vida al malherido
al costado del camino,
sin esperar nada a cambio.

Caricia reivindicadora que me devolvió
mi mirada al frente, deshaciéndome
de las cavilaciones gobernadas
por los artesanos del olvido.

Mi cuerpo sintiendo la cálida sangre
circulando por mis venas,
gracias al redentor abrazo en las alturas.

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