“Fue preciso algo siempre / y no fue porque tú /
tenías lazos blancos en la piel”,
Silvio Rodríguez
Mauricio
nunca pensó que iba a terminar enamorado de una joven tan distinta a él. Conoció
a la Cata durante una fiesta en la Blondie, a la que fue con compañeros de
universidad. Al verla tan sola fumando en una esquina, vestida de negro y con
un leve retoque oscuro en los ojos, le cautivó su mirada melancólica y la
invitó a bailar un tema de Placebo.
Uno
de sus amigos se acercó a él, interrumpiéndolo unos segundos. “¿Qué onda.
Mauri? No sabía que te gustaban las pelolais”, le comentó al oído. “Tranqui,
hermano. No seas prejuicioso”, le respondió con una sonrisa.
Cata
se movía muy sensual al ritmo de Eurythmics y Mauricio fue poco a poco
interesándose más por esta misteriosa muchacha. La invitó a una cerveza a la
barra para conversar más cómodos.
—¿Viniste
sola?
—No,
estaba con unas amigas. Pero son enfermas de fomes, se fueron temprano. Bueno,
igual son de otra onda.
—Te
entiendo. Mira, igual a esta disco viene todo tipo de gente. De hecho, yo estoy
con unos compañeros de la U y algunos no se entusiasmaban mucho a venir.
—¿Qué
estudias, Mauricio?
—Sociología,
en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. ¿La ubicas?
Catalina
fue sincera en comentar que sólo le sonaba el nombre. Ella disfrutaba mucho de
la movida gótica, pero en su círculo cercano era más bien un bicho raro.
Estudiaba Diseño en la Universidad Diego Portales, carrera que escogió pues
desde niña le gustaban las Artes Visuales, pero al ser de una familia
tradicional y católica, aquel interés nunca fue una opción para sus padres en
cuanto a desarrollarse laboralmente.
En
un momento sonó el tema “Here Comes the Rain Again” y la Cata se entusiasmó.
Estiró su mano hacia Mauri y fueron juntos a la pista de baile. Al son de los
acordes cadenciosos se besaron por largo rato. Cuando volvían abrazados a la
barra, los amigos de Mauricio le comentaron que se iban. “Quédate”, le pidió
ella. “Puedo ir a dejarte a tu casa más tarde”, le explicó. Él intuía que esta
chica podía haber venido en auto, por lo que se despidió de sus compañeros y se
instalaron a disfrutar unas piscolas, mientras conversaban y, a ratos, volvían
a besarse.
Avanzada
la madrugada decidieron irse y Mauricio le aclaró que vivía en Recoleta. “No es
problema, te llevo, pero me tienes que guiar porque no me ubico”, admitió Cata.
“Obvio”, le respondió él y, de paso, le preguntó dónde vivía. “En Vitacura”,
contó ella con un tono neutro. Mauri suponía que el barrio de esta chica debía
ser uno del sector nororiente de Santiago. Pero no la molestó ni hizo algún
comentario irónico. Le gustaba la Cata, quería volver a verla.
Ciertamente,
era la primera vez que Mauricio tenía una aventura romántica con una mujer de
clase acomodada. No era precisamente un joven que odiara a los cuicos como
personas, salvo cuando se sentía atacado, pero sí mantenía un férreo compromiso
político de izquierda. Era más enfocado a las fuerzas políticas y económicas de
la burguesía e intentaba mantener sus relaciones humanas no tan estrechas con
su actividad militante.
Durante
el viaje no volvieron a hablar de sus orígenes sociales ni de sus casas de
estudios. Conversaron sobre música, descubrieron que tenían más afinidades en
el new wave y el post punk en general que los temas que bailaron en la Blondie.
A la Cata le gustaba la pasión con que Mauri describía las virtudes sonoras de
The Smiths y comentaba las letras de los británicos, al tiempo que iba
indicándole las avenidas y calles por donde enfilar en el norte de Santiago. Le
atraía que fuera un joven que conociera tanto y se refiriera a sus gustos con
tanta convicción, muy lejos de aquellos compañeros que tuvo en el colegio,
siempre ostentando su posición económica y los logros profesionales de sus
padres. En todo caso, Catalina disimuló sus impresiones al adentrarse por los
barrios de su nuevo amigo. Esos ambientes que consideraba de pobreza no le eran
para nada agradables, pero no le mencionó ninguna palabra al respecto.
Se
despidieron con un breve y apasionado beso, prometiendo que pronto hablarían.
Cata siguió las instrucciones que le había dado Mauri para regresar a su hogar
en Vitacura, mientras escuchaba new wave británico en uno de sus discos
regalones, con una sonrisa de satisfacción.
Un
par de semanas después Cata llamó, estaba cansada de su familia y quería
cambiar de aires. Le preguntó si iría a la Blondie este sábado. “No, este finde
no voy, pero están dando una peli re-buena en el Normandie. ¿Me acompañas?”.
Ella nunca había ido a este cine, pero quería ver a Mauri y aceptó. Además, le
interesaba ver esta entrega del Batman de Christopher Nolan. Ambos disfrutaron
la tarde sabatina con “The Dark Knight”.
—Heath
Ledger se manda el tremendo papel. Nunca había visto un personaje del Joker tan
bien construido —le comentó Mauri luego de la función, en un local de sushi en
el Paseo Bulnes.
—Sí,
de todas maneras. Bastante loco este Joker. Ese hablar pastoso me tenía
histérica, ja, ja —opinó Cata.
—Era
un rupturista radical. ¿Te fijaste en la escena en que quema la montaña de
billetes? La encontré muy simbólica.
—Estaba
claro que no lo motivaba el dinero. En fin, pareciera que toda persona que no
piense sólo en la plata está loca por estos días —indicó con un tono de
tristeza.
—¿Por
qué dices eso, Cata? Pareciera que te toca en lo personal.
—Uff,
si supieras, Mauri. Es que mi familia es muy conservadora. ¿Sabes? Yo quería
estudiar Arte, pero mi papá me lo prohibió. Encontraba que era una carrera de
hippies comunistas.
—¿A
qué se dedica tu papá?
—Es
ingeniero civil industrial, tiene un alto cargo en el Citybank. Pareciera que
yo fuera adoptada.
—Sí,
no te veo trabajando en un banco. Oye, Cata, ¿cuentas a tu familia con quién
sales? ¿Le has hablado de mí?
—No
me gusta contar, pero mi papá siempre me pregunta por todo. Quiere dirigir mi
vida. A mi familia les cuento lo justo y necesario para que no se metan más.
Cuando iba saliendo les dije que iba al cine con un amigo. Me preguntaron qué
hacías tú y les dije que estudias Sociología, pero no en qué universidad. Mis
papás están obsesionados con que me case con un ingeniero comercial o algo por
el estilo.
—Pucha,
Cata, lo siento. Se nota que te molesta mucho esa presión. Ánimo.
Terminaron
la velada paseando por el Parque Almagro y besándose en uno de sus bancos.
Mauri le propuso que se vieran algún día de la semana y Cata le indicó que
podría coordinar, según sus tiempos en el estudio. Regresó a su hogar con una
sonrisa resplandeciente, saludó a lo lejos a su mamá y se encerró en su habitación
a escuchar The Smiths con el volumen muy alto, e incluso bailó sola algunas
canciones.
A
mediados de ese año un trámite legislativo reavivó las pasiones de la comunidad
estudiantil. Los estudiantes, tanto secundarios como universitarios, estaban
indignados con el giro que veían de la educación, que veían fraguarse el Congreso
Nacional, reactivando casi de inmediato las movilizaciones y despertando, de
paso, la inquietud de la gente que consideraba a los jóvenes como el germen del
vandalismo y la destrucción social.
El
plantel en el que estudiaba Mauricio era muy activo en política y el tema fue
debatido en asambleas de diferentes carreras. Él también consideró que, si bien
el texto legal no era pertinente a una universidad privada como la que estudiaba,
se trataba de la educación que regiría los colegios del país, incluidos los
hijos que podría tener más adelante, por lo que apoyó primero el paro de
Sociología y, luego, participó en la toma de las dependencias, en la comuna de
Providencia.
Mauri
fijó su domicilio en la universidad por esos días. Colaboraba en los turnos de
vigilancia por las noches, así como en administrar los racionamientos de las
ollas comunes durante el día. Justo en una de esas jornadas lo llamó la Cata,
ajena al fragor revolucionario.
—Nos
tomamos la universidad. Estoy viviendo acá por ahora, colaboro con las labores
día a día. No me puedo mover de aquí, Cata.
—Pucha,
qué lata. No sabía que participabas de las movilizaciones.
—Igual
soy un estudiante comprometido, Cata. La educación chilena está en la cuerda
floja. Mira, más allá de la política, ¿quieres venir y pasar la noche acá?
—Pero,
Mauri. No estudio en tu universidad. Nada que ver que me vaya a meter allá
ahora…
—No
te preocupes, yo lo arreglo. Si igual hay compas que invitan personas que no
son de la U. Por último, cuentas en tu casa que pasarás la noche con una amiga.
Catalina
era consciente de que la invitación no se relacionaba con la política. Era una
oportunidad de estar a solas con Mauri. Le incomodaba la situación, pero
decidió arriesgarse a salir en vez de quedarse encerrada en su casa sin ningún
panorama esa noche.
Para
su sorpresa, nadie le dijo nada en particular cuando Mauricio la dejó entrar
destrabando la reja. Algunos de los estudiantes la vieron y él les decía: “Ella
es la Cata, una amiga”. Lo que sí la impactó un poco fue el ambiente: ollas
comunes en los patios, muchachas punk y algunos hippies fumando marihuana con
parlantes en los pasillos. Era un clima precario al que no estaba habituada.
Mauri
la llevó a un lugar menos ruidoso y se sentaron en el suelo a conversar, con
una piscola en un envase de bebida y un par de vasos de papel. Sólo había un
grupo de jóvenes cerca que canturreaba con una guitarra.
“Fue
preciso algo siempre
y
no fue porque tú / tenías lazos blancos en la piel
Tú,
tenías precio puesto desde ayer
Tú,
valías cuatro cuños de la ley
Tú,
sentada sobre el miedo de correr”, entonaba el joven sacando sonidos de las
cuerdas.
—Bonita
esta canción, ¿de quién es, Mauri?
—De
Silvio Rodríguez, es “La familia, la propiedad privada y el amor”.
—Curioso
nombre…
—Es
que Silvio se valió de un ensayo marxista clásico de Engels para crear el
título.
—¿Y
de qué trata? La canción, no el ensayo.
—El
trovador le canta a una mujer de la cual se enamoró, que era de alcurnia y no
se atrevió a sacrificar sus privilegios de clase para irse con él —le explicó
Mauricio y ella sonrió un tanto irónica.
—¿Encuentras
familiar la situación?
—Pucha,
Cata, claro que me doy cuenta. Mira, no sé, no lo tomes a mal. De verdad me
gustas, quiero estar contigo. No sé que opinarían tus papás si me conocieran,
pero creo que tenemos algo lindo, ya estamos grandes. Decidamos nosotros, en buena…
—Mauri,
tú también me gustas. No le hago caso a mis viejos. No debí preguntarte…
Mauricio
la tranquilizó al señalar que, por sobre lo que sentía, es natural que la gente
comente, pero lo importante estaba entre ellos. Comenzaba a oscurecer y le
propuso que fueran a una de las salas para estar bajo techo.
Se
quedaron hasta muy tarde conversando, bebieron pisco, se besaron. Cuando ya no
había ruido de afuera cerraron con llave y se tendieron sobre unas colchonetas
que Mauricio había traído de las pertenencias que manejaban los estudiantes.
Abrazados prosiguieron las caricias y dieron rienda suelta a sus pasiones.
A
partir de entonces, Mauri y Cata se vieron más seguido. De hecho, de forma
regular. No eran oficialmente pololos, pero estaban en una relación.
Generalmente se juntaban en locales del centro de Santiago y ella lo visitaba
de vez en cuando en su casa. En el hogar de Mauricio la encontraron una niña
muy bonita y educada, pero a espaldas de ella hablaron con él y le plantearon
que esa relación no tenía mucho futuro. “Yo sé lo que hago, no se hagan una
caricatura de la Cata”, argumentaba a su familia.
Y
en la universidad de Mauri la figura de esta chica también se hizo conocida. Lo
visitaba en algunas tardes, una vez que la toma concluyó y, al final de ese
año, el movimiento estudiantil se diluyó por desgaste en todo Chile. Muchas
veces le preguntaron qué pretendía con esa niñita cuica e, incluso, cuando se
enojaban lo trataban de “desclasado”. No obstante, si bien le dolían esos
motes, Mauricio defendía su relación y no daba su brazo a torcer con los dimes
y diretes.
En
la familia de Catalina el nombre de su novio pasaba lo más discreto que ella
lograba disimular. Por cierto, nunca la visitó en su casa en Vitacura. Su
familia la interrogaba con indirectas o, a veces, derechamente le preguntaban
con quién andaba, y la joven evadía la situación, siempre siendo cuidadosa de
su rendimiento académico y cumplía, aunque a regañadientes, con los compromisos
familiares.
Mauri
y Cata disfrutaron de meses muy enternecedores juntos. Crearon su propia isla
de cariño, ajena a los prejuicios del entorno. A veces se burlaban tanto de la
familia de él como de ella. Todo marchaba sobre ruedas, hasta que un descuido
de Cata significó un cambio de escenario.
“¿Quién
es ese picante?”, le preguntó una compañera de carrera a Cata. El día anterior
se había juntado con Mauri en el Paseo República, para luego irse juntos a un
festival de música. Él le advirtió al teléfono que los podían ver juntos, pero su
novio justo la llamó cuando estaba saliendo de la universidad y Catalina creyó
que, entre tanta gente que circula por esa avenida, quién los iba a ver.
Pero
desgraciadamente para ellos esta chica los vio saludarse de beso y caminar
juntos. Cata le respondió enojada que no era ningún picante, que era un amigo
de otra universidad. La compañera le preguntó en qué casa de estudios podía
cursar una carrera alguien como él. Y ese fue el error de ella, porque no era
necesario revelar más información. Ofuscada le respondió que en la Universidad
Academia de Humanismo Cristiano.
Llevaban
más de un año juntos y, finalmente, se reveló el perfil de Mauricio. La
información rápidamente llegó a oídos de la familia de Catalina en forma de
rumor. Para colmo de males, justo por esos días ocurrió el ataque de
estudiantes de la Academia a el cuartel de la Brigada de Homicidios de la PDI,
un confuso incidente que sucedió a la hora de almuerzo y fue cubierto casi en
vivo por los noticieros de los principales canales de televisión. En los días
siguientes los diarios tradicionales publicaron reportajes con titulares como
“Mapa del anarquismo en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano”.
El
padre de Catalina la encaró a solas, le prohibió seguir viendo a ese comunista
de mierda, le señaló sentirse muy decepcionado de que su hijita anduviera en
esos pasos, con esa gentuza y desde ahora se preocuparía con mayor atención de
lo que hiciera en su tiempo libre.
Pese
a la vigilancia, ella logró reunirse con Mauricio en un café de Santiago
Centro.
—Cata,
no tuve nada que ver con las molotov a la PDI. Me contaron que fueron personas
ajenas a la universidad, no puedes fiarte de las mentiras de la prensa.
—Ese
no es el punto. Esto podía ocurrir, nos descubrieron. Lo de la PDI sólo hizo
más escandalosa nuestra relación. Mauri, te quiero, pero no puedo soportar la
presión.
—Pero
es tu vida, qué te puede pasar. ¿Acaso tu viejo va a dejar de pagarte la
universidad? No puedes aceptar que tu papá haga lo que quiera contigo…
—No,
no es eso. No creo que mi papá deje de pagarme mis estudios, pero ya no podemos
tener tranquilidad. ¿Acaso crees que no me duele? No es fácil para mí tampoco.
Mauri, lo siento…
Fue
la última vez que Mauricio vio a Catalina. La imagen quedó grabada a fuego en
su memoria y, años más tarde, le rondaría en la nostalgia: una chica tan especial
y bonita alejándose en su auto mientras escucha “There Is a Light That Never Goes
Out”.
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