jueves, 26 de diciembre de 2024

Lazos blancos en la piel

 


Fue preciso algo siempre / y no fue porque tú / tenías lazos blancos en la piel”,

Silvio Rodríguez

 

Mauricio nunca pensó que iba a terminar enamorado de una joven tan distinta a él. Conoció a la Cata durante una fiesta en la Blondie, a la que fue con compañeros de universidad. Al verla tan sola fumando en una esquina, vestida de negro y con un leve retoque oscuro en los ojos, le cautivó su mirada melancólica y la invitó a bailar un tema de Placebo.

 

Uno de sus amigos se acercó a él, interrumpiéndolo unos segundos. “¿Qué onda. Mauri? No sabía que te gustaban las pelolais”, le comentó al oído. “Tranqui, hermano. No seas prejuicioso”, le respondió con una sonrisa.

 

Cata se movía muy sensual al ritmo de Eurythmics y Mauricio fue poco a poco interesándose más por esta misteriosa muchacha. La invitó a una cerveza a la barra para conversar más cómodos.

 

—¿Viniste sola?

—No, estaba con unas amigas. Pero son enfermas de fomes, se fueron temprano. Bueno, igual son de otra onda.

—Te entiendo. Mira, igual a esta disco viene todo tipo de gente. De hecho, yo estoy con unos compañeros de la U y algunos no se entusiasmaban mucho a venir.

—¿Qué estudias, Mauricio?

—Sociología, en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. ¿La ubicas?

 

Catalina fue sincera en comentar que sólo le sonaba el nombre. Ella disfrutaba mucho de la movida gótica, pero en su círculo cercano era más bien un bicho raro. Estudiaba Diseño en la Universidad Diego Portales, carrera que escogió pues desde niña le gustaban las Artes Visuales, pero al ser de una familia tradicional y católica, aquel interés nunca fue una opción para sus padres en cuanto a desarrollarse laboralmente.

 

En un momento sonó el tema “Here Comes the Rain Again” y la Cata se entusiasmó. Estiró su mano hacia Mauri y fueron juntos a la pista de baile. Al son de los acordes cadenciosos se besaron por largo rato. Cuando volvían abrazados a la barra, los amigos de Mauricio le comentaron que se iban. “Quédate”, le pidió ella. “Puedo ir a dejarte a tu casa más tarde”, le explicó. Él intuía que esta chica podía haber venido en auto, por lo que se despidió de sus compañeros y se instalaron a disfrutar unas piscolas, mientras conversaban y, a ratos, volvían a besarse.

 

Avanzada la madrugada decidieron irse y Mauricio le aclaró que vivía en Recoleta. “No es problema, te llevo, pero me tienes que guiar porque no me ubico”, admitió Cata. “Obvio”, le respondió él y, de paso, le preguntó dónde vivía. “En Vitacura”, contó ella con un tono neutro. Mauri suponía que el barrio de esta chica debía ser uno del sector nororiente de Santiago. Pero no la molestó ni hizo algún comentario irónico. Le gustaba la Cata, quería volver a verla.

 

Ciertamente, era la primera vez que Mauricio tenía una aventura romántica con una mujer de clase acomodada. No era precisamente un joven que odiara a los cuicos como personas, salvo cuando se sentía atacado, pero sí mantenía un férreo compromiso político de izquierda. Era más enfocado a las fuerzas políticas y económicas de la burguesía e intentaba mantener sus relaciones humanas no tan estrechas con su actividad militante.

 

Durante el viaje no volvieron a hablar de sus orígenes sociales ni de sus casas de estudios. Conversaron sobre música, descubrieron que tenían más afinidades en el new wave y el post punk en general que los temas que bailaron en la Blondie. A la Cata le gustaba la pasión con que Mauri describía las virtudes sonoras de The Smiths y comentaba las letras de los británicos, al tiempo que iba indicándole las avenidas y calles por donde enfilar en el norte de Santiago. Le atraía que fuera un joven que conociera tanto y se refiriera a sus gustos con tanta convicción, muy lejos de aquellos compañeros que tuvo en el colegio, siempre ostentando su posición económica y los logros profesionales de sus padres. En todo caso, Catalina disimuló sus impresiones al adentrarse por los barrios de su nuevo amigo. Esos ambientes que consideraba de pobreza no le eran para nada agradables, pero no le mencionó ninguna palabra al respecto.

 

Se despidieron con un breve y apasionado beso, prometiendo que pronto hablarían. Cata siguió las instrucciones que le había dado Mauri para regresar a su hogar en Vitacura, mientras escuchaba new wave británico en uno de sus discos regalones, con una sonrisa de satisfacción.

 

Un par de semanas después Cata llamó, estaba cansada de su familia y quería cambiar de aires. Le preguntó si iría a la Blondie este sábado. “No, este finde no voy, pero están dando una peli re-buena en el Normandie. ¿Me acompañas?”. Ella nunca había ido a este cine, pero quería ver a Mauri y aceptó. Además, le interesaba ver esta entrega del Batman de Christopher Nolan. Ambos disfrutaron la tarde sabatina con “The Dark Knight”.

 

—Heath Ledger se manda el tremendo papel. Nunca había visto un personaje del Joker tan bien construido —le comentó Mauri luego de la función, en un local de sushi en el Paseo Bulnes.

—Sí, de todas maneras. Bastante loco este Joker. Ese hablar pastoso me tenía histérica, ja, ja —opinó Cata.

—Era un rupturista radical. ¿Te fijaste en la escena en que quema la montaña de billetes? La encontré muy simbólica.

—Estaba claro que no lo motivaba el dinero. En fin, pareciera que toda persona que no piense sólo en la plata está loca por estos días —indicó con un tono de tristeza.

—¿Por qué dices eso, Cata? Pareciera que te toca en lo personal.

—Uff, si supieras, Mauri. Es que mi familia es muy conservadora. ¿Sabes? Yo quería estudiar Arte, pero mi papá me lo prohibió. Encontraba que era una carrera de hippies comunistas.

—¿A qué se dedica tu papá?

—Es ingeniero civil industrial, tiene un alto cargo en el Citybank. Pareciera que yo fuera adoptada.

—Sí, no te veo trabajando en un banco. Oye, Cata, ¿cuentas a tu familia con quién sales? ¿Le has hablado de mí?

—No me gusta contar, pero mi papá siempre me pregunta por todo. Quiere dirigir mi vida. A mi familia les cuento lo justo y necesario para que no se metan más. Cuando iba saliendo les dije que iba al cine con un amigo. Me preguntaron qué hacías tú y les dije que estudias Sociología, pero no en qué universidad. Mis papás están obsesionados con que me case con un ingeniero comercial o algo por el estilo.

—Pucha, Cata, lo siento. Se nota que te molesta mucho esa presión. Ánimo.

 

Terminaron la velada paseando por el Parque Almagro y besándose en uno de sus bancos. Mauri le propuso que se vieran algún día de la semana y Cata le indicó que podría coordinar, según sus tiempos en el estudio. Regresó a su hogar con una sonrisa resplandeciente, saludó a lo lejos a su mamá y se encerró en su habitación a escuchar The Smiths con el volumen muy alto, e incluso bailó sola algunas canciones.

 

A mediados de ese año un trámite legislativo reavivó las pasiones de la comunidad estudiantil. Los estudiantes, tanto secundarios como universitarios, estaban indignados con el giro que veían de la educación, que veían fraguarse el Congreso Nacional, reactivando casi de inmediato las movilizaciones y despertando, de paso, la inquietud de la gente que consideraba a los jóvenes como el germen del vandalismo y la destrucción social.

 

El plantel en el que estudiaba Mauricio era muy activo en política y el tema fue debatido en asambleas de diferentes carreras. Él también consideró que, si bien el texto legal no era pertinente a una universidad privada como la que estudiaba, se trataba de la educación que regiría los colegios del país, incluidos los hijos que podría tener más adelante, por lo que apoyó primero el paro de Sociología y, luego, participó en la toma de las dependencias, en la comuna de Providencia.

 

Mauri fijó su domicilio en la universidad por esos días. Colaboraba en los turnos de vigilancia por las noches, así como en administrar los racionamientos de las ollas comunes durante el día. Justo en una de esas jornadas lo llamó la Cata, ajena al fragor revolucionario.

 

—Nos tomamos la universidad. Estoy viviendo acá por ahora, colaboro con las labores día a día. No me puedo mover de aquí, Cata.

—Pucha, qué lata. No sabía que participabas de las movilizaciones.

—Igual soy un estudiante comprometido, Cata. La educación chilena está en la cuerda floja. Mira, más allá de la política, ¿quieres venir y pasar la noche acá?

—Pero, Mauri. No estudio en tu universidad. Nada que ver que me vaya a meter allá ahora…

—No te preocupes, yo lo arreglo. Si igual hay compas que invitan personas que no son de la U. Por último, cuentas en tu casa que pasarás la noche con una amiga.

 

Catalina era consciente de que la invitación no se relacionaba con la política. Era una oportunidad de estar a solas con Mauri. Le incomodaba la situación, pero decidió arriesgarse a salir en vez de quedarse encerrada en su casa sin ningún panorama esa noche.

 

Para su sorpresa, nadie le dijo nada en particular cuando Mauricio la dejó entrar destrabando la reja. Algunos de los estudiantes la vieron y él les decía: “Ella es la Cata, una amiga”. Lo que sí la impactó un poco fue el ambiente: ollas comunes en los patios, muchachas punk y algunos hippies fumando marihuana con parlantes en los pasillos. Era un clima precario al que no estaba habituada.

 

Mauri la llevó a un lugar menos ruidoso y se sentaron en el suelo a conversar, con una piscola en un envase de bebida y un par de vasos de papel. Sólo había un grupo de jóvenes cerca que canturreaba con una guitarra.

 

“Fue preciso algo siempre

y no fue porque tú / tenías lazos blancos en la piel

Tú, tenías precio puesto desde ayer

Tú, valías cuatro cuños de la ley

Tú, sentada sobre el miedo de correr”, entonaba el joven sacando sonidos de las cuerdas.

 

—Bonita esta canción, ¿de quién es, Mauri?

—De Silvio Rodríguez, es “La familia, la propiedad privada y el amor”.

—Curioso nombre…

—Es que Silvio se valió de un ensayo marxista clásico de Engels para crear el título.

—¿Y de qué trata? La canción, no el ensayo.

—El trovador le canta a una mujer de la cual se enamoró, que era de alcurnia y no se atrevió a sacrificar sus privilegios de clase para irse con él —le explicó Mauricio y ella sonrió un tanto irónica.

—¿Encuentras familiar la situación?

—Pucha, Cata, claro que me doy cuenta. Mira, no sé, no lo tomes a mal. De verdad me gustas, quiero estar contigo. No sé que opinarían tus papás si me conocieran, pero creo que tenemos algo lindo, ya estamos grandes. Decidamos nosotros, en buena…

—Mauri, tú también me gustas. No le hago caso a mis viejos. No debí preguntarte…

 

Mauricio la tranquilizó al señalar que, por sobre lo que sentía, es natural que la gente comente, pero lo importante estaba entre ellos. Comenzaba a oscurecer y le propuso que fueran a una de las salas para estar bajo techo.

 

Se quedaron hasta muy tarde conversando, bebieron pisco, se besaron. Cuando ya no había ruido de afuera cerraron con llave y se tendieron sobre unas colchonetas que Mauricio había traído de las pertenencias que manejaban los estudiantes. Abrazados prosiguieron las caricias y dieron rienda suelta a sus pasiones.

 

A partir de entonces, Mauri y Cata se vieron más seguido. De hecho, de forma regular. No eran oficialmente pololos, pero estaban en una relación. Generalmente se juntaban en locales del centro de Santiago y ella lo visitaba de vez en cuando en su casa. En el hogar de Mauricio la encontraron una niña muy bonita y educada, pero a espaldas de ella hablaron con él y le plantearon que esa relación no tenía mucho futuro. “Yo sé lo que hago, no se hagan una caricatura de la Cata”, argumentaba a su familia.

 

Y en la universidad de Mauri la figura de esta chica también se hizo conocida. Lo visitaba en algunas tardes, una vez que la toma concluyó y, al final de ese año, el movimiento estudiantil se diluyó por desgaste en todo Chile. Muchas veces le preguntaron qué pretendía con esa niñita cuica e, incluso, cuando se enojaban lo trataban de “desclasado”. No obstante, si bien le dolían esos motes, Mauricio defendía su relación y no daba su brazo a torcer con los dimes y diretes.

 

En la familia de Catalina el nombre de su novio pasaba lo más discreto que ella lograba disimular. Por cierto, nunca la visitó en su casa en Vitacura. Su familia la interrogaba con indirectas o, a veces, derechamente le preguntaban con quién andaba, y la joven evadía la situación, siempre siendo cuidadosa de su rendimiento académico y cumplía, aunque a regañadientes, con los compromisos familiares.

 

Mauri y Cata disfrutaron de meses muy enternecedores juntos. Crearon su propia isla de cariño, ajena a los prejuicios del entorno. A veces se burlaban tanto de la familia de él como de ella. Todo marchaba sobre ruedas, hasta que un descuido de Cata significó un cambio de escenario.

 

“¿Quién es ese picante?”, le preguntó una compañera de carrera a Cata. El día anterior se había juntado con Mauri en el Paseo República, para luego irse juntos a un festival de música. Él le advirtió al teléfono que los podían ver juntos, pero su novio justo la llamó cuando estaba saliendo de la universidad y Catalina creyó que, entre tanta gente que circula por esa avenida, quién los iba a ver.

 

Pero desgraciadamente para ellos esta chica los vio saludarse de beso y caminar juntos. Cata le respondió enojada que no era ningún picante, que era un amigo de otra universidad. La compañera le preguntó en qué casa de estudios podía cursar una carrera alguien como él. Y ese fue el error de ella, porque no era necesario revelar más información. Ofuscada le respondió que en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

 

Llevaban más de un año juntos y, finalmente, se reveló el perfil de Mauricio. La información rápidamente llegó a oídos de la familia de Catalina en forma de rumor. Para colmo de males, justo por esos días ocurrió el ataque de estudiantes de la Academia a el cuartel de la Brigada de Homicidios de la PDI, un confuso incidente que sucedió a la hora de almuerzo y fue cubierto casi en vivo por los noticieros de los principales canales de televisión. En los días siguientes los diarios tradicionales publicaron reportajes con titulares como “Mapa del anarquismo en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano”.

 

El padre de Catalina la encaró a solas, le prohibió seguir viendo a ese comunista de mierda, le señaló sentirse muy decepcionado de que su hijita anduviera en esos pasos, con esa gentuza y desde ahora se preocuparía con mayor atención de lo que hiciera en su tiempo libre.

 

Pese a la vigilancia, ella logró reunirse con Mauricio en un café de Santiago Centro.

 

—Cata, no tuve nada que ver con las molotov a la PDI. Me contaron que fueron personas ajenas a la universidad, no puedes fiarte de las mentiras de la prensa.

—Ese no es el punto. Esto podía ocurrir, nos descubrieron. Lo de la PDI sólo hizo más escandalosa nuestra relación. Mauri, te quiero, pero no puedo soportar la presión.

—Pero es tu vida, qué te puede pasar. ¿Acaso tu viejo va a dejar de pagarte la universidad? No puedes aceptar que tu papá haga lo que quiera contigo…

—No, no es eso. No creo que mi papá deje de pagarme mis estudios, pero ya no podemos tener tranquilidad. ¿Acaso crees que no me duele? No es fácil para mí tampoco. Mauri, lo siento…

 

Fue la última vez que Mauricio vio a Catalina. La imagen quedó grabada a fuego en su memoria y, años más tarde, le rondaría en la nostalgia: una chica tan especial y bonita alejándose en su auto mientras escucha “There Is a Light That Never Goes Out”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario