Karla, no pretendo con
estas palabras excusar mi error. Sin embargo, hubo muchas cosas de mí que no te
conté, como que provengo de una familia disfuncional, que en mi casa nunca se
hablaron de frente los problemas y me enseñaron a ocultar mis sentimientos. Mi
padre no me instruyó en la llamada “educación sentimental” y creo haber
aprendido a los porrazos, sacando lecciones de los errores. En ese entonces, la
verdad, no lo tenía tan claro.
Ese año cursaba
periodismo en la Universidad Andrés Bello, mi segundo intento por terminar la
carrera. Era unos años mayor que mi generación. Mi rutina consistía en asistir
a clases y, ante la más breve distracción, me iba a emborrachar con compañeros
en la explanada de la avenida República. Era mi forma de evadir dolores que no
asumía, como la inminente separación de mis padres. En casa las discusiones
aumentaban, con una sensación de vivir en Vietnam. Y justamente una de esas
tardes llegaste invitada por la Danitza.
¿Recuerdas que esa
noche terminamos en el calabozo? Estábamos tan entretenidos todos sobre el
pasto cuando llegaron los pacos en sus motos. En la comisaría nos separaron por
géneros, y Marcelo también aportó para la fianza. ¿Sabes?, no me molestó que
engancharas con él. Si bien tu belleza fue una carta de presentación de la que
acusé recibo de inmediato, él era mi amigo y, si iniciaba una relación contigo,
me parecía bien.
Pero no me olvido de
esa vez que nos encontramos en la Alameda. “El Marcelo es un cabro chico, a mí
me gustan los hombres mayores”, me dijiste cuando te pregunté por mi amigo.
Karla, ahora tengo la seguridad de que quisiste coquetear conmigo. Claro, era
unos años mayor que Marcelo, pero nunca me he caracterizado por mi madurez ni
por ser experimentado en la vida. Ni en el amor.
Las incipientes canas
me permiten ver desde esta altura con mayor nitidez el camino del ascenso.
Tiempo después me di cuenta de que esa noche, otra vez en un carrete en avenida
República y luego de que con coqueterías sacudieras mi torpeza, provocaste a
este tipo que llegó de la nada al grupo. Hasta que te terminó agrediendo con
unos coscachos. Buscabas que reaccionara, sabías que no iba a permitir eso. Y
lo conseguiste. Con los ojos llenos de ira, te tomé la mano y te dije
categórico: “Karla, vamos”. Seguramente lo recuerdas. Marcelo nos gritó desde
atrás: “Rafael, cuídala, pero no la abraces”. No me arrepiento de esa supuesta
traición a mi amigo, sino de algo realmente importante.
Quiero que sepas que
esos besos y caricias que nos dimos en la Alameda significaron mucho para mí.
Sonrío al recordar lo pavo que era. Si hasta me ordenaste que te invitara una
sopaipilla. Y yo te decía, con tal ingenuidad, “Karla, no tenemos plata”. Seguramente
recuerdas eso también, pues ahora entiendo que eras consciente de que gastar
los últimos cien pesos que me quedaban era una forma de que asumiera un rol en
la conquista que, de lo contrario, habría dejado pasar.
Ese año me sentí muy
solo. Pero estuve esa noche contigo. Karla, fuiste un respiro, una inyección de
vida, un suspiro que floreció en el desierto.
Más tarde, cuando nos
fuimos a mi casa y después salimos junto a amigos que no eran de la
universidad, puede que te haya descuidado en esa disco de Irarrázaval. Si bien
me desconcertó que partieras abruptamente, no lo lamento. De lo que sí me
arrepiento fue de la estupidez que cometí a los días siguientes.
Karla, sé que esto no
es justificación, pero de verdad que nadie me había enseñado el refrán “los
caballeros no tienen memoria”. Por absurdo y loco que parezca, por esos años no
entendía casi nada de mí mismo ni del mundo que me rodeaba. Era tal mi
sentimiento de inferioridad por mi mala suerte en el amor que, en una reunión
en casa de unos compañeros, en la que no estaba Marcelo, quise reafirmarme y
conté detalles que jamás debía haber pronunciado.
Entiendo que no hayas
querido verme más, pese a mis disculpas. En los meses que vinieron pensé mucho
en ti y los instantes de pasión de aquella noche, le di muchas vueltas a la
idea de haberte perdido. Te extrañaba y aún ahora me haces tanta falta. Si tan
sólo pudieras leerme, si pudieses escucharme…
No sé si te enteraste
de que, al año siguiente de conocernos, congelé la carrera y, tras la
separación de mis padres, me fui a vivir con mi papá. Pero su salud empeoró y
terminé viviendo de allegado con unos tíos. A veces iba de visita a la Escuela
de Periodismo y me reencontré con Marcelo, estaba todo bien con él.
Pero un día me sumé a
una celebración por el fin de año y, de una regada convivencia en el Parque
O’Higgins, terminamos en un boliche en el Barrio República. Ahí bailé con una
chica que no era de la universidad. Quise saber cómo había llegado a ese
carrete de periodismo y me aclaró que por la Danitza. Entonces le pregunté por
ti y me miró extrañada. “La Karla se murió”, dijo sin preámbulos. No lo podía
creer, fue un impacto similar a recibir un contundente golpe de puño en la
sien. “¡¿Qué?! ¿En serio? ¿Es la misma Karla que conocí?”, la interrogué aturdido.
Ella me contó que fue un accidente, que viajabas con tu pololo en su auto y se
estrellaron fatalmente. Más tarde acabé completamente borracho en la Alameda.
Fue tal el estremecimiento
y la desazón por tu muerte, Karla. No me pude despedir y ahora daría cualquier
cosa para lograr retroceder el tiempo y hacer todo distinto. Ahora estas
palabras se desvanecen en el vacío.
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