miércoles, 4 de diciembre de 2024

Suspiro



Karla, no pretendo con estas palabras excusar mi error. Sin embargo, hubo muchas cosas de mí que no te conté, como que provengo de una familia disfuncional, que en mi casa nunca se hablaron de frente los problemas y me enseñaron a ocultar mis sentimientos. Mi padre no me instruyó en la llamada “educación sentimental” y creo haber aprendido a los porrazos, sacando lecciones de los errores. En ese entonces, la verdad, no lo tenía tan claro.

 

Ese año cursaba periodismo en la Universidad Andrés Bello, mi segundo intento por terminar la carrera. Era unos años mayor que mi generación. Mi rutina consistía en asistir a clases y, ante la más breve distracción, me iba a emborrachar con compañeros en la explanada de la avenida República. Era mi forma de evadir dolores que no asumía, como la inminente separación de mis padres. En casa las discusiones aumentaban, con una sensación de vivir en Vietnam. Y justamente una de esas tardes llegaste invitada por la Danitza.

 

¿Recuerdas que esa noche terminamos en el calabozo? Estábamos tan entretenidos todos sobre el pasto cuando llegaron los pacos en sus motos. En la comisaría nos separaron por géneros, y Marcelo también aportó para la fianza. ¿Sabes?, no me molestó que engancharas con él. Si bien tu belleza fue una carta de presentación de la que acusé recibo de inmediato, él era mi amigo y, si iniciaba una relación contigo, me parecía bien.

 

Pero no me olvido de esa vez que nos encontramos en la Alameda. “El Marcelo es un cabro chico, a mí me gustan los hombres mayores”, me dijiste cuando te pregunté por mi amigo. Karla, ahora tengo la seguridad de que quisiste coquetear conmigo. Claro, era unos años mayor que Marcelo, pero nunca me he caracterizado por mi madurez ni por ser experimentado en la vida. Ni en el amor.

 

Las incipientes canas me permiten ver desde esta altura con mayor nitidez el camino del ascenso. Tiempo después me di cuenta de que esa noche, otra vez en un carrete en avenida República y luego de que con coqueterías sacudieras mi torpeza, provocaste a este tipo que llegó de la nada al grupo. Hasta que te terminó agrediendo con unos coscachos. Buscabas que reaccionara, sabías que no iba a permitir eso. Y lo conseguiste. Con los ojos llenos de ira, te tomé la mano y te dije categórico: “Karla, vamos”. Seguramente lo recuerdas. Marcelo nos gritó desde atrás: “Rafael, cuídala, pero no la abraces”. No me arrepiento de esa supuesta traición a mi amigo, sino de algo realmente importante.

 

Quiero que sepas que esos besos y caricias que nos dimos en la Alameda significaron mucho para mí. Sonrío al recordar lo pavo que era. Si hasta me ordenaste que te invitara una sopaipilla. Y yo te decía, con tal ingenuidad, “Karla, no tenemos plata”. Seguramente recuerdas eso también, pues ahora entiendo que eras consciente de que gastar los últimos cien pesos que me quedaban era una forma de que asumiera un rol en la conquista que, de lo contrario, habría dejado pasar.

 

Ese año me sentí muy solo. Pero estuve esa noche contigo. Karla, fuiste un respiro, una inyección de vida, un suspiro que floreció en el desierto.

 

Más tarde, cuando nos fuimos a mi casa y después salimos junto a amigos que no eran de la universidad, puede que te haya descuidado en esa disco de Irarrázaval. Si bien me desconcertó que partieras abruptamente, no lo lamento. De lo que sí me arrepiento fue de la estupidez que cometí a los días siguientes.

 

Karla, sé que esto no es justificación, pero de verdad que nadie me había enseñado el refrán “los caballeros no tienen memoria”. Por absurdo y loco que parezca, por esos años no entendía casi nada de mí mismo ni del mundo que me rodeaba. Era tal mi sentimiento de inferioridad por mi mala suerte en el amor que, en una reunión en casa de unos compañeros, en la que no estaba Marcelo, quise reafirmarme y conté detalles que jamás debía haber pronunciado.

 

Entiendo que no hayas querido verme más, pese a mis disculpas. En los meses que vinieron pensé mucho en ti y los instantes de pasión de aquella noche, le di muchas vueltas a la idea de haberte perdido. Te extrañaba y aún ahora me haces tanta falta. Si tan sólo pudieras leerme, si pudieses escucharme…

 

No sé si te enteraste de que, al año siguiente de conocernos, congelé la carrera y, tras la separación de mis padres, me fui a vivir con mi papá. Pero su salud empeoró y terminé viviendo de allegado con unos tíos. A veces iba de visita a la Escuela de Periodismo y me reencontré con Marcelo, estaba todo bien con él.

 

Pero un día me sumé a una celebración por el fin de año y, de una regada convivencia en el Parque O’Higgins, terminamos en un boliche en el Barrio República. Ahí bailé con una chica que no era de la universidad. Quise saber cómo había llegado a ese carrete de periodismo y me aclaró que por la Danitza. Entonces le pregunté por ti y me miró extrañada. “La Karla se murió”, dijo sin preámbulos. No lo podía creer, fue un impacto similar a recibir un contundente golpe de puño en la sien. “¡¿Qué?! ¿En serio? ¿Es la misma Karla que conocí?”, la interrogué aturdido. Ella me contó que fue un accidente, que viajabas con tu pololo en su auto y se estrellaron fatalmente. Más tarde acabé completamente borracho en la Alameda.

 

Fue tal el estremecimiento y la desazón por tu muerte, Karla. No me pude despedir y ahora daría cualquier cosa para lograr retroceder el tiempo y hacer todo distinto. Ahora estas palabras se desvanecen en el vacío.

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