jueves, 26 de diciembre de 2024

Lazos blancos en la piel

 


Fue preciso algo siempre / y no fue porque tú / tenías lazos blancos en la piel”,

Silvio Rodríguez

 

Mauricio nunca pensó que iba a terminar enamorado de una joven tan distinta a él. Conoció a la Cata durante una fiesta en la Blondie, a la que fue con compañeros de universidad. Al verla tan sola fumando en una esquina, vestida de negro y con un leve retoque oscuro en los ojos, le cautivó su mirada melancólica y la invitó a bailar un tema de Placebo.

 

Uno de sus amigos se acercó a él, interrumpiéndolo unos segundos. “¿Qué onda. Mauri? No sabía que te gustaban las pelolais”, le comentó al oído. “Tranqui, hermano. No seas prejuicioso”, le respondió con una sonrisa.

 

Cata se movía muy sensual al ritmo de Eurythmics y Mauricio fue poco a poco interesándose más por esta misteriosa muchacha. La invitó a una cerveza a la barra para conversar más cómodos.

 

—¿Viniste sola?

—No, estaba con unas amigas. Pero son enfermas de fomes, se fueron temprano. Bueno, igual son de otra onda.

—Te entiendo. Mira, igual a esta disco viene todo tipo de gente. De hecho, yo estoy con unos compañeros de la U y algunos no se entusiasmaban mucho a venir.

—¿Qué estudias, Mauricio?

—Sociología, en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. ¿La ubicas?

 

Catalina fue sincera en comentar que sólo le sonaba el nombre. Ella disfrutaba mucho de la movida gótica, pero en su círculo cercano era más bien un bicho raro. Estudiaba Diseño en la Universidad Diego Portales, carrera que escogió pues desde niña le gustaban las Artes Visuales, pero al ser de una familia tradicional y católica, aquel interés nunca fue una opción para sus padres en cuanto a desarrollarse laboralmente.

 

En un momento sonó el tema “Here Comes the Rain Again” y la Cata se entusiasmó. Estiró su mano hacia Mauri y fueron juntos a la pista de baile. Al son de los acordes cadenciosos se besaron por largo rato. Cuando volvían abrazados a la barra, los amigos de Mauricio le comentaron que se iban. “Quédate”, le pidió ella. “Puedo ir a dejarte a tu casa más tarde”, le explicó. Él intuía que esta chica podía haber venido en auto, por lo que se despidió de sus compañeros y se instalaron a disfrutar unas piscolas, mientras conversaban y, a ratos, volvían a besarse.

 

Avanzada la madrugada decidieron irse y Mauricio le aclaró que vivía en Recoleta. “No es problema, te llevo, pero me tienes que guiar porque no me ubico”, admitió Cata. “Obvio”, le respondió él y, de paso, le preguntó dónde vivía. “En Vitacura”, contó ella con un tono neutro. Mauri suponía que el barrio de esta chica debía ser uno del sector nororiente de Santiago. Pero no la molestó ni hizo algún comentario irónico. Le gustaba la Cata, quería volver a verla.

 

Ciertamente, era la primera vez que Mauricio tenía una aventura romántica con una mujer de clase acomodada. No era precisamente un joven que odiara a los cuicos como personas, salvo cuando se sentía atacado, pero sí mantenía un férreo compromiso político de izquierda. Era más enfocado a las fuerzas políticas y económicas de la burguesía e intentaba mantener sus relaciones humanas no tan estrechas con su actividad militante.

 

Durante el viaje no volvieron a hablar de sus orígenes sociales ni de sus casas de estudios. Conversaron sobre música, descubrieron que tenían más afinidades en el new wave y el post punk en general que los temas que bailaron en la Blondie. A la Cata le gustaba la pasión con que Mauri describía las virtudes sonoras de The Smiths y comentaba las letras de los británicos, al tiempo que iba indicándole las avenidas y calles por donde enfilar en el norte de Santiago. Le atraía que fuera un joven que conociera tanto y se refiriera a sus gustos con tanta convicción, muy lejos de aquellos compañeros que tuvo en el colegio, siempre ostentando su posición económica y los logros profesionales de sus padres. En todo caso, Catalina disimuló sus impresiones al adentrarse por los barrios de su nuevo amigo. Esos ambientes que consideraba de pobreza no le eran para nada agradables, pero no le mencionó ninguna palabra al respecto.

 

Se despidieron con un breve y apasionado beso, prometiendo que pronto hablarían. Cata siguió las instrucciones que le había dado Mauri para regresar a su hogar en Vitacura, mientras escuchaba new wave británico en uno de sus discos regalones, con una sonrisa de satisfacción.

 

Un par de semanas después Cata llamó, estaba cansada de su familia y quería cambiar de aires. Le preguntó si iría a la Blondie este sábado. “No, este finde no voy, pero están dando una peli re-buena en el Normandie. ¿Me acompañas?”. Ella nunca había ido a este cine, pero quería ver a Mauri y aceptó. Además, le interesaba ver esta entrega del Batman de Christopher Nolan. Ambos disfrutaron la tarde sabatina con “The Dark Knight”.

 

—Heath Ledger se manda el tremendo papel. Nunca había visto un personaje del Joker tan bien construido —le comentó Mauri luego de la función, en un local de sushi en el Paseo Bulnes.

—Sí, de todas maneras. Bastante loco este Joker. Ese hablar pastoso me tenía histérica, ja, ja —opinó Cata.

—Era un rupturista radical. ¿Te fijaste en la escena en que quema la montaña de billetes? La encontré muy simbólica.

—Estaba claro que no lo motivaba el dinero. En fin, pareciera que toda persona que no piense sólo en la plata está loca por estos días —indicó con un tono de tristeza.

—¿Por qué dices eso, Cata? Pareciera que te toca en lo personal.

—Uff, si supieras, Mauri. Es que mi familia es muy conservadora. ¿Sabes? Yo quería estudiar Arte, pero mi papá me lo prohibió. Encontraba que era una carrera de hippies comunistas.

—¿A qué se dedica tu papá?

—Es ingeniero civil industrial, tiene un alto cargo en el Citybank. Pareciera que yo fuera adoptada.

—Sí, no te veo trabajando en un banco. Oye, Cata, ¿cuentas a tu familia con quién sales? ¿Le has hablado de mí?

—No me gusta contar, pero mi papá siempre me pregunta por todo. Quiere dirigir mi vida. A mi familia les cuento lo justo y necesario para que no se metan más. Cuando iba saliendo les dije que iba al cine con un amigo. Me preguntaron qué hacías tú y les dije que estudias Sociología, pero no en qué universidad. Mis papás están obsesionados con que me case con un ingeniero comercial o algo por el estilo.

—Pucha, Cata, lo siento. Se nota que te molesta mucho esa presión. Ánimo.

 

Terminaron la velada paseando por el Parque Almagro y besándose en uno de sus bancos. Mauri le propuso que se vieran algún día de la semana y Cata le indicó que podría coordinar, según sus tiempos en el estudio. Regresó a su hogar con una sonrisa resplandeciente, saludó a lo lejos a su mamá y se encerró en su habitación a escuchar The Smiths con el volumen muy alto, e incluso bailó sola algunas canciones.

 

A mediados de ese año un trámite legislativo reavivó las pasiones de la comunidad estudiantil. Los estudiantes, tanto secundarios como universitarios, estaban indignados con el giro que veían de la educación, que veían fraguarse el Congreso Nacional, reactivando casi de inmediato las movilizaciones y despertando, de paso, la inquietud de la gente que consideraba a los jóvenes como el germen del vandalismo y la destrucción social.

 

El plantel en el que estudiaba Mauricio era muy activo en política y el tema fue debatido en asambleas de diferentes carreras. Él también consideró que, si bien el texto legal no era pertinente a una universidad privada como la que estudiaba, se trataba de la educación que regiría los colegios del país, incluidos los hijos que podría tener más adelante, por lo que apoyó primero el paro de Sociología y, luego, participó en la toma de las dependencias, en la comuna de Providencia.

 

Mauri fijó su domicilio en la universidad por esos días. Colaboraba en los turnos de vigilancia por las noches, así como en administrar los racionamientos de las ollas comunes durante el día. Justo en una de esas jornadas lo llamó la Cata, ajena al fragor revolucionario.

 

—Nos tomamos la universidad. Estoy viviendo acá por ahora, colaboro con las labores día a día. No me puedo mover de aquí, Cata.

—Pucha, qué lata. No sabía que participabas de las movilizaciones.

—Igual soy un estudiante comprometido, Cata. La educación chilena está en la cuerda floja. Mira, más allá de la política, ¿quieres venir y pasar la noche acá?

—Pero, Mauri. No estudio en tu universidad. Nada que ver que me vaya a meter allá ahora…

—No te preocupes, yo lo arreglo. Si igual hay compas que invitan personas que no son de la U. Por último, cuentas en tu casa que pasarás la noche con una amiga.

 

Catalina era consciente de que la invitación no se relacionaba con la política. Era una oportunidad de estar a solas con Mauri. Le incomodaba la situación, pero decidió arriesgarse a salir en vez de quedarse encerrada en su casa sin ningún panorama esa noche.

 

Para su sorpresa, nadie le dijo nada en particular cuando Mauricio la dejó entrar destrabando la reja. Algunos de los estudiantes la vieron y él les decía: “Ella es la Cata, una amiga”. Lo que sí la impactó un poco fue el ambiente: ollas comunes en los patios, muchachas punk y algunos hippies fumando marihuana con parlantes en los pasillos. Era un clima precario al que no estaba habituada.

 

Mauri la llevó a un lugar menos ruidoso y se sentaron en el suelo a conversar, con una piscola en un envase de bebida y un par de vasos de papel. Sólo había un grupo de jóvenes cerca que canturreaba con una guitarra.

 

“Fue preciso algo siempre

y no fue porque tú / tenías lazos blancos en la piel

Tú, tenías precio puesto desde ayer

Tú, valías cuatro cuños de la ley

Tú, sentada sobre el miedo de correr”, entonaba el joven sacando sonidos de las cuerdas.

 

—Bonita esta canción, ¿de quién es, Mauri?

—De Silvio Rodríguez, es “La familia, la propiedad privada y el amor”.

—Curioso nombre…

—Es que Silvio se valió de un ensayo marxista clásico de Engels para crear el título.

—¿Y de qué trata? La canción, no el ensayo.

—El trovador le canta a una mujer de la cual se enamoró, que era de alcurnia y no se atrevió a sacrificar sus privilegios de clase para irse con él —le explicó Mauricio y ella sonrió un tanto irónica.

—¿Encuentras familiar la situación?

—Pucha, Cata, claro que me doy cuenta. Mira, no sé, no lo tomes a mal. De verdad me gustas, quiero estar contigo. No sé que opinarían tus papás si me conocieran, pero creo que tenemos algo lindo, ya estamos grandes. Decidamos nosotros, en buena…

—Mauri, tú también me gustas. No le hago caso a mis viejos. No debí preguntarte…

 

Mauricio la tranquilizó al señalar que, por sobre lo que sentía, es natural que la gente comente, pero lo importante estaba entre ellos. Comenzaba a oscurecer y le propuso que fueran a una de las salas para estar bajo techo.

 

Se quedaron hasta muy tarde conversando, bebieron pisco, se besaron. Cuando ya no había ruido de afuera cerraron con llave y se tendieron sobre unas colchonetas que Mauricio había traído de las pertenencias que manejaban los estudiantes. Abrazados prosiguieron las caricias y dieron rienda suelta a sus pasiones.

 

A partir de entonces, Mauri y Cata se vieron más seguido. De hecho, de forma regular. No eran oficialmente pololos, pero estaban en una relación. Generalmente se juntaban en locales del centro de Santiago y ella lo visitaba de vez en cuando en su casa. En el hogar de Mauricio la encontraron una niña muy bonita y educada, pero a espaldas de ella hablaron con él y le plantearon que esa relación no tenía mucho futuro. “Yo sé lo que hago, no se hagan una caricatura de la Cata”, argumentaba a su familia.

 

Y en la universidad de Mauri la figura de esta chica también se hizo conocida. Lo visitaba en algunas tardes, una vez que la toma concluyó y, al final de ese año, el movimiento estudiantil se diluyó por desgaste en todo Chile. Muchas veces le preguntaron qué pretendía con esa niñita cuica e, incluso, cuando se enojaban lo trataban de “desclasado”. No obstante, si bien le dolían esos motes, Mauricio defendía su relación y no daba su brazo a torcer con los dimes y diretes.

 

En la familia de Catalina el nombre de su novio pasaba lo más discreto que ella lograba disimular. Por cierto, nunca la visitó en su casa en Vitacura. Su familia la interrogaba con indirectas o, a veces, derechamente le preguntaban con quién andaba, y la joven evadía la situación, siempre siendo cuidadosa de su rendimiento académico y cumplía, aunque a regañadientes, con los compromisos familiares.

 

Mauri y Cata disfrutaron de meses muy enternecedores juntos. Crearon su propia isla de cariño, ajena a los prejuicios del entorno. A veces se burlaban tanto de la familia de él como de ella. Todo marchaba sobre ruedas, hasta que un descuido de Cata significó un cambio de escenario.

 

“¿Quién es ese picante?”, le preguntó una compañera de carrera a Cata. El día anterior se había juntado con Mauri en el Paseo República, para luego irse juntos a un festival de música. Él le advirtió al teléfono que los podían ver juntos, pero su novio justo la llamó cuando estaba saliendo de la universidad y Catalina creyó que, entre tanta gente que circula por esa avenida, quién los iba a ver.

 

Pero desgraciadamente para ellos esta chica los vio saludarse de beso y caminar juntos. Cata le respondió enojada que no era ningún picante, que era un amigo de otra universidad. La compañera le preguntó en qué casa de estudios podía cursar una carrera alguien como él. Y ese fue el error de ella, porque no era necesario revelar más información. Ofuscada le respondió que en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

 

Llevaban más de un año juntos y, finalmente, se reveló el perfil de Mauricio. La información rápidamente llegó a oídos de la familia de Catalina en forma de rumor. Para colmo de males, justo por esos días ocurrió el ataque de estudiantes de la Academia a el cuartel de la Brigada de Homicidios de la PDI, un confuso incidente que sucedió a la hora de almuerzo y fue cubierto casi en vivo por los noticieros de los principales canales de televisión. En los días siguientes los diarios tradicionales publicaron reportajes con titulares como “Mapa del anarquismo en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano”.

 

El padre de Catalina la encaró a solas, le prohibió seguir viendo a ese comunista de mierda, le señaló sentirse muy decepcionado de que su hijita anduviera en esos pasos, con esa gentuza y desde ahora se preocuparía con mayor atención de lo que hiciera en su tiempo libre.

 

Pese a la vigilancia, ella logró reunirse con Mauricio en un café de Santiago Centro.

 

—Cata, no tuve nada que ver con las molotov a la PDI. Me contaron que fueron personas ajenas a la universidad, no puedes fiarte de las mentiras de la prensa.

—Ese no es el punto. Esto podía ocurrir, nos descubrieron. Lo de la PDI sólo hizo más escandalosa nuestra relación. Mauri, te quiero, pero no puedo soportar la presión.

—Pero es tu vida, qué te puede pasar. ¿Acaso tu viejo va a dejar de pagarte la universidad? No puedes aceptar que tu papá haga lo que quiera contigo…

—No, no es eso. No creo que mi papá deje de pagarme mis estudios, pero ya no podemos tener tranquilidad. ¿Acaso crees que no me duele? No es fácil para mí tampoco. Mauri, lo siento…

 

Fue la última vez que Mauricio vio a Catalina. La imagen quedó grabada a fuego en su memoria y, años más tarde, le rondaría en la nostalgia: una chica tan especial y bonita alejándose en su auto mientras escucha “There Is a Light That Never Goes Out”.



miércoles, 18 de diciembre de 2024

La alegría ya viene

 


En ese tiempo no tenía muchos amigos en el colegio y me daba vergüenza que me vieran solo en los recreos. Con la ingenuidad de un niño de 13 años, encontraba que la excusa perfecta era ir a la amplia biblioteca a leer en los recesos de clases.

 

Ahora que me encuentro cercano a cumplir medio siglo de vida, recuerdo esos años con un dejo de nostalgia y el sentimiento de una herida que asoma al ensamblar las piezas del puzle de mi juventud, como si revisar mi historia me permitiese reordenarlas y otorgarles otro desenlace.

 

Durante los años preadolescentes, mi lectura favorita era el diario La Época. A veces incluso fotocopiaba algunas páginas. El encargado de la máquina era un auxiliar joven, Pedro creo que se llamaba. No tenía problemas en manifestar sus opciones políticas frente a alumnos de Enseñanza Media.

 

—Mira, no sé lo que opine tu familia, pero yo creo que el país no va a seguir soportando la situación actual  —le argumentaba a un joven.

—Eso lo vamos a ver el 5 de octubre, Pedrito.

—Muy bien, veamos.

 

La fecha era clave. El año 1988 iba en octavo básico y todo Chile se tiñó de dos colores, cada uno con la opción en el Plebiscito que se avecinaba: Sí o No. La continuidad del gobierno de Pinochet quedaba abierta a la deliberación ciudadana en las urnas luego de años sin procesos eleccionarios.

 

En este escenario me identifiqué plenamente con el No, pese a que mi padre era de derecha. Tal vez justamente por eso.

 

“Chile, la alegría ya viene”, indicaba el periodista Patricio Bañados en la franja televisiva del No. Y la canción muy pegajosa fue un éxito. Comentario obligado en cualquier grupo social. En el colegio, éramos unos niños hablando de temas que no entendíamos con una perspectiva adulta. Pero a algunos nos apasionaba.

 

—¿Por qué alegan tanto en contra de los comunistas? Leí que ese partido propone una sociedad más justa.

—Mira, Gonzalo, si lees los manifiestos de los partidos políticos te vas a dar cuenta de que todos proponen cosas buenas, pero la diferencia está en la forma que quieren implementarlas —me señalaba mi papá.

—Pero ha habido muchas muertes y torturas, hay que respetar los Derechos Humanos.

—Todos los países tienen policías secretas, sean de derecha, de izquierda o de centro.

 

De ese tenor eran algunas de nuestras discusiones, generalmente los días de semana cuando ya había oscurecido. Mi padre regresaba muy tarde del trabajo. Recuerdo que una consejera escolar me hizo mención de que compartía poco con él, pero no entendía bien de qué hablaba esta señora.

 

Muchos años después se reveló el misterio de las largas jornadas laborales de mi padre en la Municipalidad de Maipú. Ya había iniciado una relación con Nancy, que trabajaba en el Juzgado de Policía Local, en una infidelidad que se prolongó por alrededor de 15 años, hasta que mis padres se separaron.

 

“El único problema con tu papá, Goncho, es que es de derecha”, me comentaría la Vivi, mi polola, luego de conocerlo ya viviendo con la Nancy en Maipú. Fue curioso ese fin de semana. Mi padre vivía en una parcela con un buen terreno, amplio jardín y piscina. Sentados en la terraza, en un minuto Viviana quedó mirando fijo a mi papá.

 

—¡Qué mirada más inquisitiva! ¿Qué quieres saber? Pregúntame lo que quieras.

 

En la intimidad de la habitación que Nancy dispuso para nosotros, la Vivi me confesó que quería preguntarle cómo hizo para ser infiel a su esposa por tanto tiempo sin ser descubierto. Me dio risa. También hubo una conversación sobre política en esa velada, en la que mi polola mostraba su orientación de izquierda. Ella tenía familiares que partieron al exilio.

 

—El gobierno de Allende sucumbió por la crisis económica. No fue un problema político. Yo lo viví, sé de lo que estoy hablando.

—Papá, muchos sociólogos opinan que no fueron sólo factores económicos los que llevaron a que se produjera el golpe de Estado.

—Pero si Allende nos tenía a Chile a la deriva. Pinochet logró rescatar el país del colapso total.

—Yo tengo la herida con Pinochet…

 

Esa herida no era sólo en el tejido político. Las texturas familiares presentaban jirones, un entramado con claras erosiones por el daño de sentimientos ocultos bajo la alfombra.

 

Ese año del Plebiscito hubo hechos que quedaron grabados en la memoria colectiva chilena. Uno de ellos ocurrió durante el programa televisivo “De cara al país”. Un entonces joven Ricardo Lagos encaraba en vivo a Pinochet apuntándolo con su dedo índice, el famoso “dedo de Lagos”. Pero al iniciar su alocución, lo recuerdo bien, enseñó un recorte de prensa del año 1980, una vez que se estableció que se llevaría a cabo el Plebiscito de 1988, que señalaba que Pinochet no sería candidato en esa oportunidad.

 

La promesa incumplida se convirtió en argumento de los partidarios del No y, por cierto, lo esgrimí frente a mi padre en una de las recurrentes discusiones. Por esos años mi papá se juntaba los fines de semana con un compañero de trabajo y su señora, quienes fueron amigos por años. Ellos eran fervientes defensores de los militares en el poder.

 

Un sábado muy tarde estaba mi padre y mi mamá con esta pareja en el living de nuestra casa. Me desperté con sed y bajé a buscar jugo a la cocina, pero mientras bajaba las escaleras sorprendí a mi papá burlándose de mis precoces argumentos políticos. “Y Gonzalo me dijo que Pinochet no iba a ser candidato en este Plebiscito”, comentaba, frente a lo que la señora de su amigo replicaba y reía diciendo “pero si los comunistas insisten en eso. Qué estupidez”.

 

Sentí un frío súbito que me estremeció. Me arrepentí de ir a la cocina y subí a dormir con mi cabeza tan revuelta como mi estómago.

Pero las diferencias no eran sólo estrictamente políticas. De mis lecturas de La Época, de escuchar la radio Cooperativa y de alguna información no oficial que circulaba en la televisión también se instalaba ese año las profundas desigualdades sociales en Chile.

 

Estudié en un colegio privado católico en Providencia, de por sí un ambiente acomodado. Con mi familia vivimos en el barrio nororiente de Santiago, el llamado “barrio alto”. Si bien mi mamá siempre se jactó de pertenecer a ese grupo humano, mi padre era de origen más bien de clase media. Estudió Derecho en la Universidad de Chile, en años en que la educación pública era gratuita. Y nos inculcó que la formación universitaria era fundamental en la vida.

 

—Pero, papá, no todos en este país gozan de ser privilegiados como tú…

—¿Sabes lo que significa privilegio? Es un beneficio inmerecido. Yo todo lo que tengo me lo he ganado con mi inteligencia y esfuerzo —contestaba con rabia.

 

Cuando estudiaba en Enseñanza Media también lo sorprendí hablando a mis espaldas, esta vez sobre mi hermano y yo. Estábamos próximos a rendir la Prueba de Aptitud Académica y él manifestaba una seria desconfianza de que lográramos entrar a la universidad.

 

Recuerdo que, cuando le indiqué a mi padre que quería estudiar Periodismo, él me respondió: “Mira, encuentro que los periodistas son todos unos rotos, copuchentos e ignorantes, pero si quieres estudiar esa carrera, yo te la pago”.

 

La noche del 5 de octubre de 1988 mi padre llegó muy tarde a casa. Le tocó, al ser funcionario municipal, ejercer de jefe de uno de los locales de votación en Maipú. Estaba cansado y con las mangas de la camisa arremangadas.

 

—Papá, al final ganó el No, ¿cierto?

—Sí, eso parecen indicar los cómputos, pero algunos dicen que hubo un empate.

—Te pregunto por lo que pasó en Maipú.

—No, en Maipú ganó el No por paliza —se acercó a uno de los papeles escritos a mano que tenía sobre la mesa del comedor y me enseñó los porcentajes de las mesas escrutadas en esa comuna.

 

Más allá de su posición política, a mi polola le caía bien mi papá. Me preguntaba más sobre su vida y le conté que no siempre había sido de derecha. Cuando mis padres se conocieron, ambos se sentían cercanos a los demócratas cristianos. Mi padre, incluso, fue apoderado de mesa para la elección en que fue elegido Eduardo Frei Montalva.

 

—Pero fue haciendo carrera en la Municipalidad de Maipú, en la época de la dictadura, con alcaldes designados por Pinochet, entonces en ese ambiente…

—Todo en la miel se pega —comentó Viviana.

 

En sus últimos años, viviendo en la parcela de Maipú, mi papá fue desencantándose de muchos valores que defendió siendo joven. Estaba muy enfermo, con un enfisema pulmonar, y declaraba que ya no se sentía católico. En una ocasión indicó que apoyaba una eventual ley de Eutanasia.

 

Luego de su muerte el 2008, perdí todo contacto con la Nancy. Tanto mi mamá como mis hermanos quedaron muy enojados con esa mujer, a la que consideraban una trepadora, y ni siquiera se aclararon asuntos financieros de mi padre que, en sus últimos días, dejó asegurados para la propiedad de ella.

 

La relación de pareja con la Vivi no prosperó, pero seguimos siendo amigos. Fue un pololeo de más de 11 años y siento que compartí momentos muy significativos con ella. Por cierto, me apoyó cuando mi padre agonizaba en el hospital.

 

La última elección presidencial que vivió fue la del año 2006. Le pregunté si había votado por Lavín o por Piñera, los dos candidatos de la derecha en la primera vuelta. “Me gustaba Lavín, pero no los que lo apoyaban. Me gustaban los que apoyaban a Piñera, pero no él, lo encuentro muy personalista. Al final no voté”.

 

No era el momento para discutir de política. Los temas importantes quedaron pendientes y se diluyeron en la nostalgia de la alegría que no llegó.


jueves, 12 de diciembre de 2024

Pailita

 


De verdad, yo nunca olvido un rostro. Pero ahora no me acuerdo de dónde conozco a ese hueón, estoy seguro de que lo he visto antes. Es que por estos días no tengo paciencia pa’ estar pensando en eso. Ya me va a caer la teja. Mi ojo no falla, cruz pal’ cielo.

 

Sí me di cuenta de inmediato de que fue ese culiao de la Población Parinacota el que me sapeó cuando asaltamos la farmacia en Quilicura. Esa cara de ahueonao no la olvido. Cuando entramos, todos lo giles estaban que se meaban de susto, pero el sapo de mierda me vio, estaba detrás del mesón, cagao de miedo. Tiene que haber sido él, si yo andaba con pasamontaña. De otra forma, ¿cómo supieron los pacos?

 

Pero igual pude zafar de los bastardos cuando me fueron a buscar a la casa. Y el gil de la Parinacota no se las iba a llevar peladas. ¿Qué importa si al final caí? No podía quedarme de brazos cruzados y fui a hacerlo pagar al contado.

 

El muy huea se anduvo escondiendo unos días donde su mamita, pero fue fácil dar con la casa. En esa pobla tengo mis contactos, me hago respetar. Entré de noche, como a las tres de la mañana, y si no fuera porque la vieja me cachó, le hubiera descargado todos los tiros del fierro en su hocico de ahueonao.

 

Me fui encanao, me da lo mismo. Es que odio a los sapos. Si uno arriesga el pellejo por hacer la media movida y esos perkins acusan por la espalda. ¿Qué se tienen que meter los hueones?, ¿me van a decir que los políticos no roban? El trabajo honrado es pa’ los giles, yo no estoy pa’ romperme el lomo de guardia o reponedor en un supermercado.

 

Me acuerdo en el liceo en Conce. Había un compañero, ¿cómo se llamaba el mateo culiao? Ah, sí, Riquelme, ese imbécil. Le iba bien con las notas al sapo de mierda, era seco pa’ las matemáticas. En segundo medio le robe su reloj. Si el muy ahueonao lo dejó en el banco mientras iba al baño. Lo estaba regalando. Y, claro, de inmediato sospechó de mí, como siempre lo molestaba por huea. El muy marica al tiro le fue con el cuento al profesor jefe. Me llamaron a inspectoría, me registraron y hasta ahí llegaron los estudios. No volví a abrir un libro en mi vida.

 

Se supone que tenía que cumplir condena hasta el 2037. Ni cagando, hueón, yo no estoy pa’ que me maquineen los gendarmes. Si a las finales todo hombre tiene su precio. Y un gendarme, también. Salió salada la coima, pero resultó. No había electricidad en la reja cuando le metimos alicate con el chico Dany. De ahí, escalar y la libertad. Me despedí del compa cuando pasó el peligro y rajé para El Bosque. Aquí casi no me conocen.

 

El Pedrito arrendó una casa en Vecinal Sur. Incluso me trajo el Mazda hasta acá. Tenemos su resto de merca pa’ salir a vender a hueones de confianza. El cabro se las conoce todas por estos barrios.

 

Es mi sangre, alguien que no traiciona. Es verdad, hace años que no veo a la Jennifer. La relación no iba bien en mis años en Conce. Pero el Pedrito siempre me ha apañado en todas. Nunca dejé de llamarlo cuando me vine a Santiago. Y ahora aperra conmigo.

 

Después de llegar y dormir un poco, me pegué una ducha y comí algo. Pedrito me avisó que podíamos ir a vender por acá cerca. Salimos en el Mazda, pero se me antojó comprar cigarros. “Vamos donde el Pailita, viejo”, me dijo. Le pregunté si el tal Pailita era de fiar. Se rio, me dijo que Pailita era un cantante, que el local tenía ese nombre, pero el cabro que atendía, en realidad, se llamaba Christofer. Era muy parecido al cantante, entero piola. “Como el Pailita, dispara con pistolitas de agua. En vez de agarrarse minas ricas, se agarra a la mamá, jaja”, me aseguró. Me indicó las calles por donde ir.

 

Le dije que se bajara él. Partió al negocio y un cabro lo saludó y le vendió cigarros. Pero un hueón me quedó mirando fijo detrás del mesón. Estaba al lado del Christofer. Estoy seguro de que lo he visto antes, pero no me acuerdo dónde. Se fue para adentro y mi hijo volvió al auto.

 

“Papá, ¿estai bien? ¡Vamos!”, me dijo y espabilé. Le dije que no pasaba nada y nos fuimos. En la movida todo bien, se bajó el Pedrito, entró a una casa y, en menos de cinco minutos, volvió con la plata. Me aseguró que no hubo ningún atado.

 

Volvimos a Vecinal Sur y el Pedrito pasó al baño. ¿De dónde conozco a ese hueón?

 

            —Pedrito, había alguien en el local de tu amigo, un tipo como de mi edad. ¿Quién era?

            —Ese es el papá del Christofer, es el dueño del negocio—, me dice gritando desde dentro del baño.

            —Ya, y ¿cuál es el apellido del Christofer?, ¿lo sabís?

            —Sí, dame un segundo… Ah, ya sé: Riquelme.

 

¡Concha tu madre, sabía que conocía a ese culiao! Tengo que rajar, está claro que ese ahueonao debe haber avisado a los pacos. Deben estar por llegar. Lo siento por Pedrito, pero me largo sin decirle nada. Y esta vez el hijo de puta de Riquelme no se va a salir con la suya, tiene los días contados, lo juro.


miércoles, 4 de diciembre de 2024

Suspiro



Karla, no pretendo con estas palabras excusar mi error. Sin embargo, hubo muchas cosas de mí que no te conté, como que provengo de una familia disfuncional, que en mi casa nunca se hablaron de frente los problemas y me enseñaron a ocultar mis sentimientos. Mi padre no me instruyó en la llamada “educación sentimental” y creo haber aprendido a los porrazos, sacando lecciones de los errores. En ese entonces, la verdad, no lo tenía tan claro.

 

Ese año cursaba periodismo en la Universidad Andrés Bello, mi segundo intento por terminar la carrera. Era unos años mayor que mi generación. Mi rutina consistía en asistir a clases y, ante la más breve distracción, me iba a emborrachar con compañeros en la explanada de la avenida República. Era mi forma de evadir dolores que no asumía, como la inminente separación de mis padres. En casa las discusiones aumentaban, con una sensación de vivir en Vietnam. Y justamente una de esas tardes llegaste invitada por la Danitza.

 

¿Recuerdas que esa noche terminamos en el calabozo? Estábamos tan entretenidos todos sobre el pasto cuando llegaron los pacos en sus motos. En la comisaría nos separaron por géneros, y Marcelo también aportó para la fianza. ¿Sabes?, no me molestó que engancharas con él. Si bien tu belleza fue una carta de presentación de la que acusé recibo de inmediato, él era mi amigo y, si iniciaba una relación contigo, me parecía bien.

 

Pero no me olvido de esa vez que nos encontramos en la Alameda. “El Marcelo es un cabro chico, a mí me gustan los hombres mayores”, me dijiste cuando te pregunté por mi amigo. Karla, ahora tengo la seguridad de que quisiste coquetear conmigo. Claro, era unos años mayor que Marcelo, pero nunca me he caracterizado por mi madurez ni por ser experimentado en la vida. Ni en el amor.

 

Las incipientes canas me permiten ver desde esta altura con mayor nitidez el camino del ascenso. Tiempo después me di cuenta de que esa noche, otra vez en un carrete en avenida República y luego de que con coqueterías sacudieras mi torpeza, provocaste a este tipo que llegó de la nada al grupo. Hasta que te terminó agrediendo con unos coscachos. Buscabas que reaccionara, sabías que no iba a permitir eso. Y lo conseguiste. Con los ojos llenos de ira, te tomé la mano y te dije categórico: “Karla, vamos”. Seguramente lo recuerdas. Marcelo nos gritó desde atrás: “Rafael, cuídala, pero no la abraces”. No me arrepiento de esa supuesta traición a mi amigo, sino de algo realmente importante.

 

Quiero que sepas que esos besos y caricias que nos dimos en la Alameda significaron mucho para mí. Sonrío al recordar lo pavo que era. Si hasta me ordenaste que te invitara una sopaipilla. Y yo te decía, con tal ingenuidad, “Karla, no tenemos plata”. Seguramente recuerdas eso también, pues ahora entiendo que eras consciente de que gastar los últimos cien pesos que me quedaban era una forma de que asumiera un rol en la conquista que, de lo contrario, habría dejado pasar.

 

Ese año me sentí muy solo. Pero estuve esa noche contigo. Karla, fuiste un respiro, una inyección de vida, un suspiro que floreció en el desierto.

 

Más tarde, cuando nos fuimos a mi casa y después salimos junto a amigos que no eran de la universidad, puede que te haya descuidado en esa disco de Irarrázaval. Si bien me desconcertó que partieras abruptamente, no lo lamento. De lo que sí me arrepiento fue de la estupidez que cometí a los días siguientes.

 

Karla, sé que esto no es justificación, pero de verdad que nadie me había enseñado el refrán “los caballeros no tienen memoria”. Por absurdo y loco que parezca, por esos años no entendía casi nada de mí mismo ni del mundo que me rodeaba. Era tal mi sentimiento de inferioridad por mi mala suerte en el amor que, en una reunión en casa de unos compañeros, en la que no estaba Marcelo, quise reafirmarme y conté detalles que jamás debía haber pronunciado.

 

Entiendo que no hayas querido verme más, pese a mis disculpas. En los meses que vinieron pensé mucho en ti y los instantes de pasión de aquella noche, le di muchas vueltas a la idea de haberte perdido. Te extrañaba y aún ahora me haces tanta falta. Si tan sólo pudieras leerme, si pudieses escucharme…

 

No sé si te enteraste de que, al año siguiente de conocernos, congelé la carrera y, tras la separación de mis padres, me fui a vivir con mi papá. Pero su salud empeoró y terminé viviendo de allegado con unos tíos. A veces iba de visita a la Escuela de Periodismo y me reencontré con Marcelo, estaba todo bien con él.

 

Pero un día me sumé a una celebración por el fin de año y, de una regada convivencia en el Parque O’Higgins, terminamos en un boliche en el Barrio República. Ahí bailé con una chica que no era de la universidad. Quise saber cómo había llegado a ese carrete de periodismo y me aclaró que por la Danitza. Entonces le pregunté por ti y me miró extrañada. “La Karla se murió”, dijo sin preámbulos. No lo podía creer, fue un impacto similar a recibir un contundente golpe de puño en la sien. “¡¿Qué?! ¿En serio? ¿Es la misma Karla que conocí?”, la interrogué aturdido. Ella me contó que fue un accidente, que viajabas con tu pololo en su auto y se estrellaron fatalmente. Más tarde acabé completamente borracho en la Alameda.

 

Fue tal el estremecimiento y la desazón por tu muerte, Karla. No me pude despedir y ahora daría cualquier cosa para lograr retroceder el tiempo y hacer todo distinto. Ahora estas palabras se desvanecen en el vacío.