jueves, 27 de enero de 2022

Crecer por la palabra

 


Si tuve miedo de alguna palabra, fue porque hay vocablos que son como mantras, verdaderas profecías que, si uno se atreve a pronunciarlas, se abre la Caja de Pandora, se desatan tempestades implacables, las Siete plagas del Apocalipsis en nuestro inconsciente y onirismo más real.

La tradición judeo cristiana los estableció en los textos sagrados. En un principio era el verbo/ y el verbo era frente a Dios/ y el verbo era Dios. La tradición occidental logocentrista, Aristóteles y Santo Tomás abrazados con sorna, donde las palabras, esas perras negras que llamaba Cortázar, determinan nuestras vidas de forma perversa. Incluso más allá, los griegos solían ser proféticos en la palabra, como los poetas sureños de Arúspice emularon y a principios del siglo XX el hombre en paracaídas se erigiera en pequeño dios al sentenciar las rosas floreciendo en poemas, las palabras creando mundos por obra del intelecto.

Pero volvamos al temor- las explicaciones teóricas me aletargan-, hubo un tiempo en que me resistí a pronunciar una palabra. Se trataba del miedo a asumir sus consecuencias, en un acto de negación feroz. El lenguaje crea realidad y al momento de nombrar ese concepto- como en la epifanía de una psicoterapia lacaniana- temía que se volviera realidad.

El lenguaje es un arma de doble filo, le reproché a mi padre en una discusión, pues logra enaltecer, en ocasiones, y denigrar cruelmente, en momentos más oscuros. Y justamente de mi progenitor viene este amor por las palabras- así como el miedo entremezclado con odio- en una búsqueda estéril, al más puro estilo del castigo de Sísifo, de alcanzar a verlo con el corazón en la mano. No fueron suficientes los libros que leí y le comentaba, ni los cuentos y poemas que le mostraba orgulloso luego de escribirlos, anhelando su aprobación. Una presencia invisible pero siempre acechando tras mi espalda.

Sin embargo, la escritura me ha ayudado ha reconstruir retazos extraviados de mi vida, en un diálogo unilateral con mi padre, por ejemplo, y en escenificar pasajes de mi pasado donde la ficción logra visualizar los hechos con mayor claridad- como una escena en el plató de filmación- o bien parchar esos baches que la historia suele ensuciar y, mediante la creación de la palabra, dar un nuevo orden a las ideas y los fantasmas de mi pasado.

Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo, sentenció Wittgenstein, y resulta bonito organizar nuevamente el mundo personal sobre la base de la manipulación con las palabras. Incluso cuando el temor nos invade, hacer una verónica a esos vocablos salvajes y domesticarlos en una fábula narrativa o poética, luego de tramitar los demonios internos y sus proyecciones en el mundo tangible.

Que el verso sea una llave que abra mil puertas. Huidobro lo entendía, las palabras pueden ser un miedo atávico que, no obstante, puede abrirnos la vía a desentrañar los misterios más reveladores, en un acto valiente por encumbrar el vuelo de nuestra psique más reprimida y las pulsiones más determinantes.

La palabra es un pivote que gira según los vientos que nuestro temple y creatividad les otorguen.


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