miércoles, 19 de enero de 2022

Canciones románticas

 


Puede que Tatiana nunca haya leído Tarde en el hospital, de Pezoa Véliz. La literatura nunca fue de sus aficiones, salvo algunos autores europeos. Pero la frágil cadencia de esos versos de sanatorio, armonizaban muy bien con su temple en ese momento: para espantar la tristeza/ duermo. Poco y nada se podía descansar por los dolores: la melancolía azotaba el espíritu y la memoria. Veinteañera, sin estudios superiores, con un pasado de infancia y adolescencia dedicado a la danza clásica (que no la preparó para el aula universitaria), con una madre severa y de escasa contención, se pasaba las tardes en el living de su hogar en Maipú escuchando melodías empalagosas sobre el amor y sus derivados.

Una tarde, mientras regresaba del preuniversitario, Roberto subió a la micro. Notoriamente alto, de contextura robusta y tez morena, la mirada firme, el cuerpo de Tatiana orquestaba el contraste con su metro 54, su cabello rubio -que en el liceo rumoreaban que era teñido-, y sus ojos lánguidos de niña suave. Se sentó a su lado, cargado de hinchados bolsos de mano, y simplemente esperó a que ella lo abordara. Si bien eran muy distintos, él insistió, y con el tiempo Tatiana creyó encontrar el amor en este hombre maltratado por la vida, criado en un internado de Carabineros a falta de un padre que nunca conoció, de extracción muy humilde y saldos impagos con sus afectos.

Lamerse mutuamente las heridas parecía ser la tónica, descansando en la empatía que comparten quienes han saboreado el aroma de las letrinas de la casona, mientras otros deleitan su paladar, una delgada cuerda que los llevó a instalarse en una pieza trasera de la vivienda de Tatiana. Ella pensaba ser el sofá mullido donde Roberto se consolaba. Jornadas de paseo por el Parque Forestal, el prometedor ingreso de Tatiana a estudiar en un instituto una carrera relacionada con el medio ambiente, dilatadas conversaciones nocturnas donde se deshilvanaban los nudos pretéritos, sumado a ardientes encuentros sexuales cuando gozaban de la escasa intimidad que les permitía la familia de ella, fueron construyendo un sendero donde proyectaban sus días dorados, juntos, conteniéndose, al abrigo de lo que suelen entenderse por familia.

Claro que la pasión no fue un saco sin fondo. Tatiana deseaba secretamente ser madre, convicción que ocultaba bajo siete llaves a sus padres. No consideraba la planificación familiar, nunca pensó que Roberto debía encontrar un empleo digno antes de lanzarse a la aventura de la paternidad (y dejar de ser un desvergonzado parásito de la familia de su novia), creía que en esos temas había que dejarlas fluir las cosas, como la vida…

La reacción de sus parientes, desde los más directos hasta los que aparecen sólo en los bautizos, fue de tajante condena. La abuela materna, anciana mujer de campo, vociferaba que el pobre Roberto había caído en las redes de una casquivana. Los padres se esmeraban en que el joven asumiera bien la noticia y se empeñara en allanar el camino. Sin embargo, intuían que el guiso estaba zozobrando en caldo.

Roberto develaba crecientemente su mal carácter: violencia en el hogar de menores, sentirse abandonado a tan corta edad por su madre que, si bien luego asumió la crianza, el daño parecía no poder repararse tan fácilmente, hicieron de la ira una resaca de brote imprevisto. Entonces los celos irracionales, la tendencia posesiva hacia Tatiana, la envidia, debido a las carencias de infancia, y los arranques de rabia escandalosos ante situaciones de calibre menor, empezaron a configurar su verdadera personalidad.

Daba excusas infantiles para justificar su cesantía. Que me explotan, que se trata de puros negreros, que yo aspiro a algo mejor, y así la cantinela. Tatiana le insistía que necesitaba acudir a un psicólogo para tramitar sus explosiones de rabia, sus celos, en fin, a lo que él replicaba sí, mi amor, si yo voy a cambiar, voy a ser un hombre nuevo para ti y nuestra hijita. Ella entendía ahora mejor que nunca aquel refrán de que las palabras se las lleva el viento.

En una ocasión, Roberto quiso resarcirse de una escenita y le llevó a la pieza el almuerzo. Tatiana le replicó que no podía comer esos alimentos. La bandeja voló por la habitación, así como el plato y la cazuela que empapó las paredes, los trozos de pan dieron sobre el flexit y las lonjas de lechuga gotearon vinagre desde el marco de la ventana. Ella sólo pensaba en su hija por nacer.

Roberto la convenció de que el hospital de Rancagua era la mejor opción. Una tía de él trabajaba en el lugar (la que finalmente no apareció). Tampoco el padre a la hora del parto. Días después acudiría hipócrita, con un ramo de flores y voz plañidera, dando excusas. Tatiana maldijo al mundo cuando la auxiliar le pateó el vientre buscando que la creatura asomara. Sudor helado, sentía que la acuchillaban por dentro, y la matrona le sermoneaba que a su edad ya debía tener experiencia en estas cosas. Pese a todo, Maite nació sanita, rozagante y la báscula marcó sobre los tres kilos y medio.

Entonces, esta muchacha triste, era- por decir lo menos- un estropajo de huesos sobre el lecho de la sala posparto del hospital público. Madre soltera, parir sola y sin anestesia a su primera y la que sería su única hija. Adolorida hasta el tuétano, con el sopor de la convalecencia con aroma a cloroformo, miraba los ojos asustados que se asomaban por entre las sábanas de las otras madres sobrevivientes en la penumbra del semi aséptico espacio. Completamente enamorados, alucinados con nosotros dos, sintiendo morbo por primera vez y por primera vez tocándonos, escuchaban la voz del meloso puertorriqueño desde una radio antigua, única distracción del ambiente enrarecido, y las madres reían, en su dolor.


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