Idealismo
adolescente, vigor en la lucha
con
férrea convicción;
las
Grandes Alamedas se abren libre a nuestra voluntad
(nadie
nos advirtió que construimos sobre arena movediza).
Somos
libres, así nacemos
está
consagrado en la Constitución
los
Derechos Humanos son inalienables
nos
enseñaron en la escuela, y mientras dormíamos
la
máquina del sistema funcionaba sigilosa
y
eficiente
máquina
de moler carne y fábrica de embutidos.
La
locura es una enfermedad social, taxonomía
que
atrapa lo inasible
pero
un vaho atraviesa todos los cuerpos
la
carne y lo social:
autómatas
programados nadan en la ilusión
de
libertad
y
creemos ser felices en esta siesta.
Debemos
recuperar la conciencia
el
cuerpo humano se mimetiza con el cuerpo social
(Foucault
sonríe burlón)
hologramas
de una realidad virtual
(Wittgenstein
lanza improperios en contra del solipsismo).
El
ser humano teme a su propia sombra
Teillier
nos consuela bajo el atardecer de Lautaro
qué
lejos está el París que clamaba
Prohibido prohibir.
Desolados
por la más feroz de las epidemias
en
la canícula deshidratada de un balneario argelino
la
urbe es una cárcel que hiede a muerte y putrefacción
(en
el extrañamiento, la Ciudad Luz es una suave y dolorosa
nostalgia).
Entre
dos tierras antagónicas, con el filo de la guadaña
acariciando
nuestra espalda desnuda
la
redención se encuentra en la ternura
la
de los pequeños actos y las cosas simples
aquella
que nos legara Camus
sangre
que acaricia el cuerpo maltratado.
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