martes, 15 de enero de 2013

Al maestro con cariño



“Luna nueva”, responde orgullosa y con satisfacción en su voz. Quedo un poco desencajado. “¿Se podría saber por qué, Andrea?”. “No sé, profe, porque es un amor imposible. Bella realmente está enamorada de Edward, pero todo se complica, y además los efectos especiales están súper bien logrados, sobretodo en las escenas de los hombres lobo”.
Decididamente suena algo desconcertante la respuesta de esta adolescente alumna ante la pregunta sobre un film que la haya marcado y en el cual vea reflejada su identidad. Con mucho respeto a la saga Crepúsculo y su ejército de fans incondicionales. Pero lo que no me supo responder Andrea espontáneamente es qué elementos propios de nuestra idiosincrasia chilena son fielmente retratados en aventuras de jóvenes vampiros virginales que se desarrollan en un característico pueblo pequeño estadounidense.
La verdad, la ingenuidad fue mía al esperar otra respuesta. La cinta de Chris Weitz basada en la novela homónima de Stephenie Meyer superó los 480 mil espectadores en Chile y fue un fenómeno cultural de masas, incluido el merchandising, que revolucionó a los púberes del mundo entero, amén de sus suculentas utilidades económicas.
Debí haberme planteado esta realidad, que supera ampliamente mi idealista mapa de las nociones de cinematografía, cuando el profesor titular de la cátedra me propuso asumir como docente auxiliar para, en sus palabras, reencantar a los jóvenes con la pasión por el buen cine y sus alcances sociales e ideológicos.
Pero el desafío está comprometido y he visto a lo largo de este año como todas mis nociones sobre cine como expresión de arte, como medio de comunicación de masas objeto de la semiología de la imagen o como instrumento de la Industria Cultural con alcances dentro de la ideología social dominante en cualquier sociedad con intenciones de mantener la estructura de poder, o simplemente como objeto de estudio cinéfilo especializado, contrastaron violentamente con la idea del alumnado de las películas como un ameno panorama de week end, en compañía de cabritas y bebidas gaseosas, junto a los amigos en una de las multisalas de cadenas que tientan a los jóvenes con comida chatarra una vez finalizada la función.
Sin embargo, pese a que el cine es un fenómeno principalmente adolescente, sería injusto atribuir exclusivamente a la gente joven de estas prácticas de consumo cultural frívolas y extranjerizantes. La tiranía de Hollywood se impone en la taquilla chilena de forma transversal a los rangos etáreos de los espectadores.
Sin embargo, sin ánimo de cargar la mano a mis estudiantes, me duele que para muchos de ellos obras nacionales a mi juicio tan notables como “Tony Manero” sean calificadas de aburridas y lisia y llanamente malas. No creo que diste mucho un referente de Séptimo Arte para estos alumnos como para los chilenos en general. Spielberg, parece ser la palabra mágica que, sin desmerecer su mundo de aventuras y fantasías, o su eficiente capacidad narrativa, poco o nada de arraigo identitario tiene con esta larga y angosta faja de tierra y le hace un triste favor a talentos incluso semi desconocidos en nuestro país, como lo son Raúl Ruiz y Miguel Littín.
Cine como mero producto de la Industria de la entretención, e incluso una inconsciente alternativa de evasión. En este sentido me pregunto qué busca el espectador chileno tipo en las salas de cine o en el arriendo de películas.
“Cuando desde el Consejo de la Cultura abogamos por una gran internacionalización del cine chileno, lo hacemos porque estamos convencido de que ese es un conducto muy eficaz para proyectar nuestra identidad cultural en el mundo”, sentenció el entonces Ministro de Cultura, José Weinstein, en un encuentro sobre educación y cultura el año 2005. En efecto, la identidad cultural chilena está en juego frente a la globalización. No existe una cultura global, sino culturas específicas que se globalizan, que adquieren hegemonía en el mundo. Este es el objetivo de la política cultural con respecto al cine, al menos en ese entonces.
No es de extrañar entonces que, desde el año 2004 hasta el 2007 (sólo por citar un registro), los filmes chilenos con suerte hayan superado el millón de espectadores en salas nacionales, en abierto contraste con los de origen estadounidense, los cuales nunca bajan de los ocho millones.
Otro dato duro: el año pasado, la cinta más vista fue “La era del hielo 3” con 1.421.722 espectadores, mientras que la nacional “Grado 3”, marcando un record de taquilla, apenas llegó a 240 mil.
Los jóvenes en mi curso bostezan con desenfado cuando les proyecto películas de Aldo Francia o Helvio Soto, y no es de extrañar, pero el punto es hacia a dónde apunta no sólo la docencia especializada, sino la política cultural y todos los esfuerzos de la modesta industria cinematográfica chilena, incluida la crítica, la distribución, la publicidad, el fomento estatal y también la investigación académica.
No se trata de bregar por un patrioterismo machacón en el Séptimo Arte (soy gran admirador de cinematografía de diversas latitudes), sino más bien de reconocerse en la identidad nacional y buscar una sentido más profundo en el consumo de películas. Las naciones desarrolladas se han visto reflejadas en sus procesos históricos mediante el cine: es el caso del Neorrealismo Italiano y del Nuevo Cine Alemán con la Posguerra. Tampoco apoyar al cine sólo por ser chileno. Pero es un hecho que en el tiempo reciente nuestras películas son más reconocidas en festivales extranjeros que por el gusto de nuestra gente.

Santiago, primer semestre de 2010

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