“Luna
nueva”, responde orgullosa y con satisfacción en su voz. Quedo un poco
desencajado. “¿Se podría saber por qué, Andrea?”. “No sé, profe, porque es un
amor imposible. Bella realmente está enamorada de Edward, pero todo se complica,
y además los efectos especiales están súper bien logrados, sobretodo en las
escenas de los hombres lobo”.
Decididamente
suena algo desconcertante la respuesta de esta adolescente alumna ante la
pregunta sobre un film que la haya marcado y en el cual vea reflejada su
identidad. Con mucho respeto a la saga Crepúsculo y su ejército de fans
incondicionales. Pero lo que no me supo responder Andrea espontáneamente es qué
elementos propios de nuestra idiosincrasia chilena son fielmente retratados en
aventuras de jóvenes vampiros virginales que se desarrollan en un
característico pueblo pequeño estadounidense.
La
verdad, la ingenuidad fue mía al esperar otra respuesta. La cinta de Chris
Weitz basada en la novela homónima de Stephenie Meyer superó los 480 mil espectadores
en Chile y fue un fenómeno cultural de masas, incluido el merchandising, que
revolucionó a los púberes del mundo entero, amén de sus suculentas utilidades
económicas.
Debí
haberme planteado esta realidad, que supera ampliamente mi idealista mapa de
las nociones de cinematografía, cuando el profesor titular de la cátedra me
propuso asumir como docente auxiliar para, en sus palabras, reencantar a los
jóvenes con la pasión por el buen cine y sus alcances sociales e ideológicos.
Pero
el desafío está comprometido y he visto a lo largo de este año como todas mis
nociones sobre cine como expresión de arte, como medio de comunicación de masas
objeto de la semiología de la imagen o como instrumento de la Industria Cultural
con alcances dentro de la ideología social dominante en cualquier sociedad con
intenciones de mantener la estructura de poder, o simplemente como objeto de
estudio cinéfilo especializado, contrastaron violentamente con la idea del
alumnado de las películas como un ameno panorama de week end, en compañía de cabritas
y bebidas gaseosas, junto a los amigos en una de las multisalas de cadenas que
tientan a los jóvenes con comida chatarra una vez finalizada la función.
Sin
embargo, pese a que el cine es un fenómeno principalmente adolescente, sería
injusto atribuir exclusivamente a la gente joven de estas prácticas de consumo
cultural frívolas y extranjerizantes. La tiranía de Hollywood se impone en la
taquilla chilena de forma transversal a los rangos etáreos de los espectadores.
Sin
embargo, sin ánimo de cargar la mano a mis estudiantes, me duele que para
muchos de ellos obras nacionales a mi juicio tan notables como “Tony Manero”
sean calificadas de aburridas y lisia y llanamente malas. No creo que diste
mucho un referente de Séptimo Arte para estos alumnos como para los chilenos en
general. Spielberg, parece ser la
palabra mágica que, sin desmerecer su mundo de aventuras y fantasías, o su
eficiente capacidad narrativa, poco o nada de arraigo identitario tiene con
esta larga y angosta faja de tierra y le hace un triste favor a talentos
incluso semi desconocidos en nuestro país, como lo son Raúl Ruiz y Miguel Littín.
Cine
como mero producto de la Industria de la entretención, e incluso una
inconsciente alternativa de evasión. En este sentido me pregunto qué busca el
espectador chileno tipo en las salas de cine o en el arriendo de películas.
“Cuando
desde el Consejo de la Cultura abogamos por una gran internacionalización del
cine chileno, lo hacemos porque estamos convencido de que ese es un conducto
muy eficaz para proyectar nuestra identidad cultural en el mundo”, sentenció el
entonces Ministro de Cultura, José Weinstein, en un encuentro sobre educación y
cultura el año 2005. En efecto, la identidad cultural chilena está en juego
frente a la globalización.
No existe una cultura global, sino culturas específicas que
se globalizan, que adquieren hegemonía en el mundo. Este es el objetivo de la
política cultural con respecto al cine, al menos en ese entonces.
No
es de extrañar entonces que, desde el año 2004 hasta el 2007 (sólo por citar un
registro), los filmes chilenos con suerte hayan superado el millón de
espectadores en salas nacionales, en abierto contraste con los de origen
estadounidense, los cuales nunca bajan de los ocho millones.
Otro
dato duro: el año pasado, la cinta más vista fue “La era del hielo 3” con 1.421.722 espectadores,
mientras que la nacional “Grado 3” ,
marcando un record de taquilla, apenas llegó a 240 mil.
Los
jóvenes en mi curso bostezan con desenfado cuando les proyecto películas de
Aldo Francia o Helvio Soto, y no es de extrañar, pero el punto es hacia a dónde
apunta no sólo la docencia especializada, sino la política cultural y todos los
esfuerzos de la modesta industria cinematográfica chilena, incluida la crítica,
la distribución, la publicidad, el fomento estatal y también la investigación
académica.
No
se trata de bregar por un patrioterismo machacón en el Séptimo Arte (soy gran
admirador de cinematografía de diversas latitudes), sino más bien de
reconocerse en la identidad nacional y buscar una sentido más profundo en el
consumo de películas. Las naciones desarrolladas se han visto reflejadas en sus
procesos históricos mediante el cine: es el caso del Neorrealismo Italiano y
del Nuevo Cine Alemán con la Posguerra. Tampoco apoyar al cine sólo por ser
chileno. Pero es un hecho que en el tiempo reciente nuestras películas son más
reconocidas en festivales extranjeros que por el gusto de nuestra gente.
Santiago, primer semestre de 2010
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