viernes, 10 de enero de 2025

Blade Runner

 


A Penélope nunca le gustó mucho el cine arte. Encontraba tan densas esas películas europeas, además de rebuscadas, verdaderos caldos de cabeza. Prefería ver teleseries de los 90 en YouTube después de sus turnos de trabajo en una heladería del Paseo Bulnes, y fantaseaba con galanes chilenos como Francisco Reyes o Álvaro Rudolphy.

 

Su mamá le había inculcado este gusto por los culebrones nacionales. Los veía solitaria mientras cuidaba de su hijita en los primeros años de vida y, cuando Penélope fue adolescente, se los enseñó en tardes compartidas en el hogar.

 

—¿Qué estás viendo?

—“Jaque Mate”. Es buena, ¿cierto?

—Sí, ese amor entre Paulina Urrutia y Pancho Reyes es muy bonito. Y pensar que esa actriz fue ministra de Cultura. ¿Has hablado con la Pauli o la Khris?

—No, están en otra, mamá —respondió notando una segunda intención en la pregunta—. ¿Por qué quieres saber?

—Mijita, ya casi no sales. Entiendo que termines muy cansada después de llegar de la heladería, pero piensa que eso no va a ser para siempre. La vida continúa, Penélope. Te veo encerrada todo el tiempo, hasta los fines de semana.

 

La joven había terminado la carrera de Recursos Humanos y, ante la falta de empleo en lo que estudió, con desgano aceptó la oferta de una amiga de su mamá en la heladería. Desde el inicio fue con la condición de que sería temporal, pero la rutina la había absorbido más de la cuenta, en opinión de su progenitora.

 

No obstante, había otro problema que la mujer veía en su hija. Lo que Penélope no admitía, ni para sí misma, era que en realidad se sentía muy sola y hacía caso omiso a consejos sobre su vida personal de las pocas amigas que conservaba del liceo o de sus compañeras de la heladería.

 

La muchacha desde los 12 años había querido conocer a su papá. Si bien le había dado el apellido, su madre se había negado tajantemente a revelar su paradero. “Él no quiere saber nada de ti. Lo siento, me hubiera gustado que estuviera más presente en tu vida, pero tomó distancia a los pocos meses de que tú naciste”, le explicó cuando Penélope había cumplido 20 años, pues consideraba que ya era hora de decirle la verdad con todas sus letras.

 

En la heladería la joven se concentraba en servir los conos con diferentes sabores de helado y atender a los clientes con amabilidad, sin involucrarse mayormente con las personas que circulaban por el lugar. A veces le correspondía atender mesas en la vereda y le causaba un poco de hastío ver tanta pareja de enamorados mimarse en las tardes veraniegas.

 

—¿Quién te dejó esa propina? —le preguntó asombrada una compañera al ver el platillo con billetes en la mano de Penélope.

—Ese caballero de allá—le respondió señalando con el dedo a un hombre de mediana edad.

—Oye, flaca, él te quiere decir algo con esa propina tan generosa. ¿No te gusta? Igual lo encuentro mino. Anda a meterle conversa antes de que se vaya, no seai pava.

—No, no me tinca.

—Penélope, ¿cuándo vai a despabilar? Desde que entraste a trabajar en la heladería nunca te he conocido un pinche.

—Es que, ¿sabes?, no estoy pensando en eso ahora. Ya llegará.

 

Su compañera no quiso insistir. Siempre era lo mismo con Penélope, tan tímida y ensimismada. Le caía bien, la encontraba una buena chica, pero le daba lata que anduviera todo el tiempo tan sola. Ni siquiera se animaba a salir con las chiquillas después del turno.

 

Con el paso de los días, los sudores de las empleadas de la heladería fueron cediendo al otoño y el menú varió su fuerte de ventas al café y los pasteles. Penélope sentía que la luz natural disminuía al unísono con sus ganas de vivir.

 

Un sábado por la tarde, tras ir a comprar pan a un negocio cercano en La Florida, sorprendió a su madre en su habitación con la puerta entrecerrada. Miraba fotografías impresas, apenas veía las imágenes en la penumbra.

 

—¿Qué hace, mamita?

—Acá, viendo unas fotitos. ¿No querías conocer a tu papá?, ¿quieres ver cómo era cuando más joven? —le señaló acercando algunas de las fotos hacia ella.

 

Penélope sentía el papel fotográfico temblar entre sus dedos, como si cometiera un delito al mirar imágenes prohibidas. Reconoció a su mamá en una edad similar a la que ella tenía en este momento. A su lado un hombre alto y delgado, con profuso bigote. Ambos vestían medio hippie y todo parecía indicar que estaban en un campus universitario.

 

—¿Por qué me muestra ahora estas fotos?

—Ya estás grande, no se puede tapar el sol con un dedo. Quedé embarazada de ti muy joven. Cuando tu papá se fue lo pasé muy mal, por eso no te había contado.

—¿Ha hablado con él?

—Algunas veces, pero no quiero que aparezca de un día para otro. No después de que se mandó a cambiar cuando naciste.

 

La muchacha no lograba estar quieta, caminaba de una esquina a la otra de la habitación mirando a su madre de reojo, con temor, a cada movimiento. Hasta que se armó de valor.

 

—Mamá, ¿cómo conoció a mi papá? Cuénteme de él.

—Fue en los años en que estudiaba Trabajo Social. Roberto estudiaba otra carrera y nos conocimos en la facultad. Tu papá es una buena persona, es muy inteligente, pero fue muy inmaduro. Cuando supe que te esperaba abandoné los estudios y él, poco a poco, se fue alejando. Era una presión muy grande, su familia nunca me aceptó. Son gente de plata.

—¿Y qué es de él ahora?

—Se casó y formó una familia con todas las de la ley. Es profesor en la universidad desde hace años.

—¿Y qué enseña?

—Filosofía. No creas que te voy a dar más pistas, Penélope. Basta con que sepas quién es, pero no quiero que lo busques.

 

La joven se sintió confundida. Su mamá le revelaba la identidad de su padre luego de tantos años negándose, pero seguía cerrada a la posibilidad de que lo conociera. Además, nunca imaginó que su papá fuera profesor de Filosofía y en una universidad. No fue un ramo que le entusiasmara en el liceo y no entendía qué genes había heredado de él.

 

La semana que vino estuvo incluso más callada durante sus turnos en la heladería. Sus compañeras estaban acostumbradas a ese carácter solitario de Penélope, así que no les pareció extraño.

 

Uno de esos días terminó su trabajo a las seis y no quiso caminar con ellas al Metro de regreso a casa. Atardecía y la joven estuvo deambulando a paso lento por el Paseo Bulnes. Observaba a la gente, en especial a hombres mayores. En una esquina se topó con la librería del Fondo de Cultura Económica y, de un momento a otro, parecía hipnotizada mirando los libros de la vitrina.

 

Un treintañero vestido con abrigo largo color negro llamó su atención al entrar a la tienda. Penélope disimuló un poco y siguió sus pasos. Lo miraba a distancia desde una estantería, simulando que en realidad veía las ediciones en las repisas. Le parecía muy enigmático y atractivo. En un momento sus miradas se cruzaron y el hombre sonrió con ternura.

 

Ella volvió inmediatamente su mirada al libro sobre Derecho que tenía en la mano, fingiendo estar concentrada. Él se acercó y Penélope se sentía nerviosa.

 

—¿Hans Kelsen? Interesante, pero creo que ya está un poco añeja su teoría —la abordó.

—¿De quién me hablas? —preguntó Penélope sin entender. Él se rió y le hizo una seña hacia el libro en su mano. La joven vio el nombre que le había dicho en la portada y se ruborizó.

—¿Eres estudiante? —le consultó para que no se sintiera incómoda.

—No. Trabajo por acá cerca. Quise mirar un poco antes de volver a casa. ¿Y tú?

—Hace tiempo terminé mi carrera, pero vengo a comprar seguido a esta librería. Soy Andrés, un gusto… —y levantó las cejas esperando que se presentara.

—Penélope —respondió con una sonrisa.

 

De inmediato Andrés le comentó del origen literario de su nombre, cuestión que ella, si alguna vez supo, lo había olvidado. Le contó que había estudiado Literatura y ahora pituteaba en una agencia de publicidad. Luego le preguntó si le gustaba el cine noir, a lo que Penélope le indicó que no sabía mucho de esas cosas. “Están dando una película de ese género muy buena en el Normandie, ¿vamos?”, propuso. La muchacha quería conocer a este tipo, pero sentía que iba muy rápido. Quiso hacerse de rogar, pensaba que era lo indicado, pero sentía temor de que la oportunidad de volver a verlo se desvaneciera ante una negativa. “Bueno, vamos”, le indicó luego de unos segundos meditativos.

 

Nunca había ido a ese cine, pese a que quedaba muy cerca de su lugar de trabajo. Se dejó seducir por ese misterioso hombre. Le pareció una sala antigua y le llamó la atención la gente que la frecuentaba, diferente a la que acostumbraba a relacionarse. La película era “Blade Runner 2049”, Andrés le explicó que se trataba de la segunda parte de un clásico de ciencia ficción de los 80.

 

Encontró muy mino a Ryan Gosling, el replicante K, y la historia le pareció original, aunque difícil de entender a la primera. Después de la función Andrés le explicó con mucho detalle el trasfondo del filme, capturando la atención de Penélope, quien se sorprendió de la inteligencia y elegancia de este tipo. Pero lo que más le quedó dando vuelta de la película fueron las imágenes de los recuerdos de infancia del replicante K, el caballo de juguete, que en la historia el personaje no sabe si son reales o fueron implantados producto de una sofisticada programación en androides con forma humana.

 

Cuando salieron del cine, él le propuso que fueran a tomarse un café y ella aceptó, pero le pidió que no escogieran un local en ese barrio, pues le incomodaba estar cerca de su trabajo. Terminaron en el Prosit de Plaza Baquedano y compartieron hasta tarde.

 

Andrés le contó que arrendaba un pequeño departamento en Ñuñoa y que tenía ganas de emigrar hacia otra ciudad. Por el momento se concentraba en su trabajo y en escribir cuentos y un proyecto de novela. Penélope le confesó que no leía mucho, pero sin mencionarle notó que le atraía que él tuviera esos intereses.

 

—¿Trabajas desde hace tiempo en la heladería?

—Llevo más de un año ahí. Entré a trabajar mientras encontraba algo en lo que estudié, Recursos Humanos, pero está difícil y por lo menos esta pega me da para ayudarle a mi mami.

—¿Vives con ella?

—Sí ¿Sabes?, nunca pensé que me constaría tanto independizarme luego de terminar de estudiar.

—Pucha, Penélope, está complicada la situación, en especial para las carreras que no son Ingenierías, para lo que es más humanista. ¿Y tienes hermanos?, ¿tu papá?

—Soy hija única. A mi papá no lo conozco.

—Entiendo…

 

Las palabras de Andrés hicieron sentido en la muchacha, quien valoró mucho la sensibilidad con que él escuchó su realidad actual. Luego él le preguntó si estaba con alguien y ella reconoció que, por ahora, no.

 

Había anochecido y él le propuso que tomaran unas cervezas, la invitaba. Penélope bebía de vez en cuando y dijo que sí, quería seguir conversando con este hombre, pese a que era tarde y al día siguiente le tocaba turno, pues por primera vez conocía a alguien que la introducía a un mundo nuevo que misteriosamente le resultaba adictivo.

 

Andrés le comentó acerca de sus proyectos literarios y hablaba con tal pasión que la joven se sintió muy atraída hacia él. Finalmente cerraron la noche con tiernos besos en la terraza del local. Intercambiaron teléfonos y contactos de Instagram. Penélope se despidió muy cariñosa y tomó una micro con una sensación de plenitud interior.

 

En los días siguientes Penélope se sentía con más ánimo, estaba más contenta y en la heladería se dieron cuenta. Sus compañeras le preguntaron y ella no tuvo problemas en comentar sobre su aventura, advirtiéndoles que no sabía aún si continuaría viendo a este hombre. También notó su madre este cambio anímico y trató de soltarle la lengua con bromas, pero ella prefirió no seguir el juego y, al menos por ahora, no revelar lo sucedido esa noche.

 

Penélope tomó la iniciativa de escribirle a su WhatsApp, luego de tímidos intercambios en Instagram. Andrés fue receptivo, conversaba un rato con la joven y le prometió que pronto volverían a verse.

 

La segunda cita fue en una lectura de poesía en el Espacio Estravagario de la casa de Neruda. La muchacha no sentía gran interés en la actividad, pero quería ver a Andrés y entendía que esos panoramas eran de su gusto.

 

El lugar le pareció de lo más elegante y él le iba introduciendo a los diferentes poetas que leían con micrófono desde una mesa en una esquina, con la solemnidad que ella pensaba que requerían esas intervenciones. Los poemas no llamaron mayormente su atención, más bien le aburrían un poco, pero estuvo expectante a que, después de la lectura, Andrés la invitara a beber unas cervezas a Bellavista.

 

El literato conversó con muchas personas de la cultura durante el cóctel tras el evento, siempre acompañado de Penélope, a quien presentaba como una amiga. Nadie se animó a preguntarle algo a la chica y ella sólo sonreía y, a lo sumo, decía algunas palabras de buena crianza.

 

Una vez que se fueron Andrés estuvo de acuerdo en pasar a Bellavista y le preguntó cómo se había sentido en la actividad.

 

—Bien, estuvo entrete. Tus amigos son muy intelectuales, pero simpáticos. No sé, Andrés, no entiendo mucho de poesía.

—Lo importante es que te hayas sentido cómoda. Gracias por acompañarme, me hubiera dado lata estar solo. Igual hay muchos chismes entre los poetas.

—Tenía muchas ganas de verte… —sinceró Penélope.

 

Andrés se sintió complacido con las palabras y actitud de la muchacha y le propuso que fueran a comer una chorrillana a un local muy bueno que conocía. Quería que fuera una noche especial.                               

 

Luego de disfrutar las papas fritas y la carne, se quedaron largo rato conversando. El literato le preguntó si tenía sueños en la vida. Penélope le respondió que esperaba algún día conocer a su padre y le contó acerca de él, los detalles que hace poco le había revelado su mamá. También le dijo que le gustaría vivir sola, pero sabía que para eso necesitaba un trabajo mejor. Después la joven le señaló que ahora era el turno de él.

 

Andrés, por su parte, le confesó que quería forjar una carrera en la literatura chilena, publicar y ser reconocido. Asimismo, también le indicó que quería echar raíces, que se sentía solo y quería compartir su vida con una mujer. Fue entonces cuando la muchacha le preguntó cuáles eran sus intenciones con ella.

 

—Penélope, eres bonita y me agrada tu compañía. Me gustaría que nos conociéramos mejor, que pasáramos más tiempo juntos. Si es que tú quieres, por supuesto.

—¿Te refieres a algo más en serio?

—No tengo problema en formalizar lo que tenemos. Me gustaría conocer a tu mamá y tus amigos.

—Mira, Andrés, me gustaría que nos viéramos más seguido. No quiero que conozcas a mi mamá por el momento, es que ella me trata como una cabra chica. Y a mis amigas del liceo hace tiempo que no las veo.

 

Él señaló que le alegraba saber que quisiera compartir más tiempo con él y que la encontraba muy transparente y sencilla, sin dobleces, como el personaje de la muchacha que llama a Marcello Mastrioianni en la escena final en la playa del filme “La Dolce Vita”.

 

La joven le advirtió que no había visto esa película, pero que lo que decía era bonito. La verdad, no sabía cómo tomarse ese piropo, pero le daba miedo quedar como ignorante. “La veremos juntos”, le prometió Andrés y se besaron por largos minutos. Avanzada la noche, él le propuso que fueran a un motel. Penélope sintió temor, no tenía mucha experiencia. Sin embargo, deseaba a este hombre y no quería que él tomara a mal una negativa. Le dijo que aceptaba ir siempre que él fuera delicado con ella, que entendiera que igual era una mina tímida. El treintañero la abrazó y le prometió que no harían nada que ella no quisiese.

 

Esa noche quedó grabada en la memoria de Penélope. La pasión con la que se entregó Andrés la hizo sentir plena y, por primera vez, sintió que quería a un hombre. Él la acompañó, más tarde, hasta su casa en un Uber y se despidieron en el auto. La joven entró sigilosamente y notó que su madre dormía.

 

Las semanas que siguieron fueron una nueva etapa para la vida de la muchacha. Si bien no pregonó a los cuatro vientos que Andrés era su pololo, en los hechos formaban una relación estable. Penélope visitó un fin de semana el departamento de su novio en la Villa Olímpica. Le sorprendió la cantidad de libros acumulados en estanterías y sobre mesas y veladores. Asimismo, notó de inmediato que era un hogar que lloraba un cuidado más femenino en el ambiente. Con el tiempo se le hizo habitual visitarlo, y llevó algunas plantas y flores para que su querido respirara un aire más puro, así como para llenar de colores naturales el piso de soltero.

 

En la heladería vieron llegar al treintañero con mucho agrado. “Bonito tu chiquillo, Penélope”, le comentó una compañera. Si bien la supervisora del local no tuvo problemas en la visita, siempre que se limitase a consumir e intercambiar una que otra palabra con su novia, le advirtió a su empleada que no se entusiasmara con su presencia ni se distrajera de sus labores. “La suertecita que tiene esta pendeja”, exclamó por lo bajo la mujer una vez que Andrés le cancelara en la caja.

 

La mamá de la joven, luego de que Penélope se ausentara muy seguido los fines de semana, finalmente le preguntó quién era su pinche. La sonrisa constante de su hija era prueba más que evidente de este pololeo. Ella se mostró reticente a hablar de él, pero accedió dado que ya sentía más firme la relación. Lo que le causó mucha inquietud fue que su madre pidió que lo invitara a casa.

 

Lo conversó con Andrés, explicándole la relación con su mamá. “Me molesta que sea tan metida. Ya estoy grande, pero ella igual es muy sobreprotectora. No sé, pienso que quiere hacerte la radiografía, Andrés”. Su novio la tranquilizó, le hizo hincapié que es normal que su mamá quiera conocerlo. “Cuando mis papás vengan a Santiago, me gustaría mucho que los conocieras”, le aseguró, argumento que terminó convenciendo a Penélope.

 

Un domingo por la tarde la madre de la joven preparó una rica once. Jamón, queso, bebidas y unas papas fritas, además del café y té, adornaban la mesa del comedor en la casa en La Florida. Penélope fue temprano a buscar a su novio y llegaron a casa cuando atardecía.

 

A la señora le pareció un joven educado y formal. No obstante, había algo que no la convencía del todo.

 

—¿En qué trabajas, Andrés?

—En una agencia de publicidad. Estudié Literatura, pero hace ya tres años que soy redactor creativo.

—Curioso, a la Penélope nunca le ha gustado mucho leer. ¿Cómo se conocieron? —preguntó inquisitiva, frente a lo cual intervino su hija.

—Fue en una librería cerca de mi pega, mami. Después vimos una película súper entrete.

—¿Y desde cuándo vas a librerías, mijita?

—Fue una casualidad. Es que un día después del turno andaba paseando y vi un libro que me gustaba. ¿Por qué tanta pregunta? —dijo con un tono un poco molesto.

—Bueno, reconozco que con Penélope somos distintos, tía. Yo la encuentro una chica muy linda y de buenos sentimientos —terció Andrés para aliviar la tensión.

 

La madre de la joven no quiso interrogar más al hombre y sólo le preguntó, en un tono amable, por sus padres. Andrés le contó que viven en Temuco, que él se vino a Santiago a estudiar y se quedó acá, y que en su familia abundan los abogados. Luego, la conversación se tornó más amena y la señora contó anécdotas de Penélope cuando era niña.

 

En un minuto la muchacha fue a su habitación en busca de un álbum de fotos y Andrés le preguntó si podría conocer su pieza. “Claro, pasa”, lo invitó Penélope. Al hombre le llamó la atención los tonos rosas del dormitorio y los diversos peluches sobre la cama, pero sonrió en silencio y no quiso hacer un comentario hiriente. No obstante, vio el notebook encendido con un video de YouTube en pausa.

 

—¿Qué estabas viendo, Penélope?

—“Adrenalina”

—¿En serio?, ¿la teleserie, esa con la Cathy Winter?

—Sí, se nota que la conoces.

—Claro que sí. Pero es antigua, no entiendo por qué la estás viendo, tal vez ni habías nacido cuando la dieron en la tele.

—Andrés, estas teleseries le gustaban a mi mamá. Después ella me las mostró y desde ahí que me gustan. ¿Tiene algo malo acaso?

—O sea, igual creo haber visto “Adrenalina” hace años. De hecho, el guionista también ha publicado novelas. Pero las teleseries no son de mi gusto particular, Penélope, a decir verdad. No sé, creo que las telenovelas han perpetuado un estereotipo caricaturesco de la sociedad chilena por décadas.

 

La joven se limitó a arrugar la nariz. No le había caído nada bien ese comentario, encontró que su pololo estaba siendo muy pedante. Pero no le dijo nada, prefirió sugerirle que volvieran al comedor para ver las fotos del álbum, que ahora tenía en sus manos.

 

 

Una vez en la mesa, Andrés vio las imágenes de Penélope cuando niña, delgada y con cara alegre. La encontró muy tierna y se lo hizo saber a ella y a su madre. Terminaron la velada los tres muy satisfechos.

 

Sin embargo, una vez que Andrés se fue, la madre le hizo notar sus aprehensiones con su novio de forma directa.

 

—Mijita, Andrés parece ser un buen hombre, pero es al menos diez años mayor que tú y puede que el pololeo termine mal.

—¿Por qué ese afán de querer embarrarme la vida? Debería estar contenta por mí.

—Claro que quiero lo mejor para ti, pero más sabe el diablo por viejo que por diablo.

—Pero el Andrés no es tan mayor que yo, tampoco soy una niñita, sé lo que hago.

—Penélope, no es que quiera dirigir tu vida. Es que ese joven me da mala espina. Me recuerda a Roberto…

—¿A mi papá?, ¿y qué tiene que ver él en este baile? Si ni siquiera lo conozco. Mamá, no crea que yo soy una fotocopia de usted.

 

La conversación terminó ahí y ambas decidieron guardar silencio el resto del día. De todos modos, a la joven le calaron hondo las palabras de su madre y meditó sobre ellas hasta avanzada la madrugada.

 

Las salidas de la pareja consistían casi exclusivamente en panoramas culturales de Andrés, con su círculo social. En un principio Penélope acudía sin reparos, queriendo conocer más profundamente el mundo de su novio, pero con el tiempo comenzó a hartarse de estar en eventos de los que entendía poco o nada y, para los amigos del literato, era un mero adorno social tras su figura.

 

Luego de que se atreviera a plantearle este reparo a Andrés, él admitió que no había pensado en ella lo suficiente y propuso que lo visitara seguido a su departamento, así podrían conversar y ver películas. La dinámica funcionó, Penélope disfrutó de explorar los gustos intelectuales de su novio y la satisfacción fue mayor cuando su madre le permitió quedarse algunas noches a dormir allá.

 

Los pololos disfrutaron de vida de pareja e intimidad, en un ambiente llano y sincero. Una tarde la muchacha vio la película “La Dolce Vita” junto a Andrés, en un viejo equipo de DVD. La joven del filme que su novio decía parecerse a ella era, a los ojos de Penélope, una chica muy linda. Sin embargo, no entendió muy bien la película ni menos esa supuesta similitud que Andrés veía en este personaje. Él hizo gala de su acervo cinematográfico y le explicó que el trasfondo de esta obra de Fellini era la decadencia de la burguesía europea, llena de cinismo, vicios, lujuria y excesos. Una vida superflua, a fin de cuentas. Entonces, según el literato, esa rubiecita viene a ser una figura de pureza e inocencia.

 

—Igual antigua la peli, en blanco y negro. ¿De verdad me ves como a esa niña?

—O sea, es una representación simbólica, pero te encuentro inocente —aseguró Andrés.

—No sé, tampoco creo ser una santa…

 

Penélope estaba a gusto con indagar en los secretos de su novio, en conocer tanto sus gustos como mañas, pero no podía evitar sentir que había mucho de Andrés que él sabía ocultar muy bien o disimilar con naturalidad.

 

Una tarde decidió quedarse en casa. Miró detenidamente el perfil de Instagram de Andrés. Más allá de las publicaciones recientes en que también aparecía ella, sintiéndose orgullosa y muy conforme con estar presente en estos registros, el resto de lo posteado consistían principalmente en fotografías y anuncios relativos a la literatura, de corte impersonal, salvo uno que otro comentario de amistades.

 

El material más íntimo de su novio en esta red social eran amigos, casi todos hombres, que ella había conocido hace poco o en alguna conversación con ellos se habían mencionado. A la muchacha no le caían muy bien estos literatos, tan creídos y pedantes a su parecer.

 

De todos modos, Andrés le había contado de relaciones anteriores, aclarando que no fueron muy formales ni duraron mucho tiempo. Pero a Penélope le llamaba la atención que no hubiera ninguna mujer en el pasado de su pololo que representara un hito significativo en su vida.

 

En estas cavilaciones estaba cuando su madre llegó del trabajo. “Mijita, ¿no le tocaba turno hoy?”. La joven le indicó que hoy y mañana los tenía libres.

 

—¿Te peleaste con Andrés?

—No, mamá. Es que aproveché para descansar. Lo veo el fin de semana. Oiga, ¿cómo se llevaba con mi papá cuando pololearon?

—¿Con Roberto? Mira, me gustaba mucho conversar con él, sabía tantas cosas. Hacíamos mucha vida universitaria. Pero cuando conocí a su familia me espanté un poco.

—¿La trataron mal?

—Nunca tanto, pero eran tan pitucos. De esa gente que sabe ser elegantemente pesada. Yo sabía que nunca me iban a aceptar como la mujer de Roberto. Bueno, y cuando te quedé esperando a ti, ya sabes…

—¿Mi papá ha preguntado por mí?

—Las veces que he hablado con él siempre me ha preguntado. Pero, como te dije, Penélope, no quiero que él venga a hacerse el papá cariñoso si durante tanto tiempo se hizo el leso.

 

Penélope se preguntaba acerca de sus raíces y sobre quién era, en definitiva. En el liceo tuvo buenas amigas y había compartido bonitos momentos. También una que otra aventura con chiquillos de otros cursos y un vecino, pero nada de eso había perdurado hasta estos días. La figura de su padre era una suerte de fantasma difuso y le costaba aterrizar su actual vida respecto de las interrogantes que flotaban entre su rutina y algunas noches de insomnio.

 

Semanas después había quedado de pasar un domingo por la tarde al departamento de Andrés. Él la recibió cariñoso al abrir la puerta y, de inmediato, la muchacha se dio cuenta de que su novio estaba con una visita.

 

—¡Así que esta es la joven Penélope, que teje de día y desteje de noche! —señaló una mujer de edad similar a Andrés, con ropa ejecutiva y lentes color rojo, sentada a la mesa del living.

—Amor, ella es Antonella, una amiga de muchos años —le indicó Andrés a Penélope. La muchacha se sintió descolocada. ¿Quién era esta tipa que hablaba como Pedro por su casa en el departamento de su novio?

—Hola, soy la polola de Andrés.

—Chiquilla, un gusto. Tenía ansias de conocer a la joven que le robó el corazón al Vladimir Nabokov chileno —comentó la mujer y Penélope adoptó una expresión confundida.

—Es un escritor ruso, amor. Con Antonella fuimos compañeros en Literatura.

 

La muchacha se sentía notoriamente incómoda. Andrés le pidió a su amiga que hablara de temas más generales pues su novia no era de ese mundo. Antonella dejó el tono jocoso y les explicó a ambos que ya tenía que irse, que no quería tomar el bus de regreso a casa muy tarde. “¿Dónde vives?”, le preguntó Penélope. “En Valparaíso. Vine por trabajo y aproveché de visitar a tu novio. Me alegra mucho conocerte”.

 

Al poco rato se despidió y la muchacha aprovechó de inmediato para encarar a Andrés. No entendía quién diablos era esa huevona ni que hacía junto a él, con la cara llena de risas. El literato trató de calmarla, le dijo que eran viejos amigos y llegó sin avisar, que no fuera tontita para hacerle una escena de celos. “¿Ustedes tuvieron algo antes?”, lo interrogó. “Pinchamos en la universidad, pero no fue nada serio. Somos amigos, Penélope, no te pases rollos”.

 

Durante el resto del día en el departamento las palabras escasearon. Penélope no podía sacarse de la cabeza que su novio le ocultaba algo con esa mujer. No quiso pasar la noche con Andrés y regresó enojada a casa. Apenas llegó fue directo a su habitación y cerró con llave, sin saludar a su mamá.

 

Desde entonces, un barniz de desconfianza impregnó la relación. Andrés trataba a Penélope como una niñita cuando ella insistía que él le ocultaba detalles de su vida, al punto que los encuentros se volvieron menos frecuentes.

 

En un intento por recobrar bríos en el pololeo, el literato invitó a la muchacha a ver la película “La forma del agua” al Normandie, a la espera de que el fuego inicial se reactivara. Y si bien hubo momentos en esas semanas en que la ternura resucitó y el episodio de Antonella parecía sepultado, Penélope volvía a sentir la mala espina en Andrés hasta en detalles insignificantes.

 

Se acercaba Navidad y él tomó la iniciativa de comunicarle que, pese a que le hubiera encantado pasarla con ella, sus papás y hermanos lo esperaban este año en Temuco. Además, su padre había presentado algunos problemas de salud hace unos meses, motivo que hacía a Andrés valorar cada minuto de vida en familia que pudiera disfrutar.

 

Penélope asumió la decisión con naturalidad. No es que quisiera terminar la relación, pero no se había hecho expectativas con su novio para las fiestas de fin de año. Conversaron la posibilidad de veranear juntos un par de semanas, incluso Andrés le adelantó que tal vez podría invitarla a su natal ciudad en el sur unos días. Sólo que estaba sobreentendido para ambos, este no era el momento.

 

La joven no se molestó en ir a despedirlo al terminal. A mitad de la semana previa a Navidad Andrés le envió un escueto audio por WhatsApp comunicándole que iba a abordar el bus. Por supuesto que conversarían durante las fiestas, pero Penélope se concentró en sus turnos en la heladería y en compartir con su mamá en la Pascua. Su novio regresaría los primeros días de enero y la muchacha aprovechó de reencontrarse con sus amigas del liceo en un carrete de Año Nuevo.

 

La mamá de Penélope se dio cuenta en su cambio de ánimo desde aquella tarde dominical en que llegó a encerrase en su cuarto. Prefirió no interrogarla sobre lo que, podía apostar, había sido un conflicto con Andrés. En cambio, compartió con ella con el cariño que le profesaba cuando era una lola y la mimaba con comidas que le gustaban. Una tarde incluso vieron juntas algunos capítulos de “Estúpido Cupido”.

 

No obstante, lo que la joven nunca imaginó fue que, tras los mensajes de rigor en las fiestas, una vez iniciado enero Andrés no daba señales de vida. Le hacía ghosting en WhatsApp e incluso una vez le cortó la llamada apenas reconoció su voz. Por otra parte, su Instagram seguía sin mayor actividad.

 

Se animó incluso a escribirle a amigos de su novio a través de la red social de instantáneas. Todos le señalaban que él estaba con su familia en Temuco, pero no tenían información reciente ni habían hablado con él desde que salió de Santiago.

 

De un momento a otro la situación empeoró y Andrés bloqueó a Penélope en todas las redes sociales, hasta en los llamados telefónicos. La joven estaba muy confundida y se atrevió a comentarle de la situación a una compañera de la heladería, en quien confiaba. “¿Nunca has creado una cuenta falsa de Instagram para stalkear?”, le propuso.

 

La aliada de Penélope, muy entendida en redes sociales, en menos de una hora buscó una fotografía convincente de una mujer, creó un perfil de acuerdo con las características del literato, buscó contactos provisorios para dar más verosimilitud y envió la solicitud al pololo de la muchacha. “Veamos si muerde el anzuelo”.

 

Ella no podía creer que este hombre guardara tantos secretos, que de repente desapareciera del mapa como si se lo hubiera tragado la tierra. Sus niveles de ansiedad se incrementaron y por un par de días parecía un autómata que se limitaba a hacer su trabajo y mantenerse alerta hasta recibir una noticia de su novio.

 

Fue tal la desesperación de Penélope por una respuesta concreta que acudió al departamento de Andrés. Estaba cerrado, sin luz ni señas de moradores. Le preguntó al conserje del edificio, a quien conocía, y él hombre no podía creer lo que estaba oyendo. “Señorita, don Andrés entregó el departamento a la corredora. Hizo la mudanza poco antes de Navidad. No entiendo cómo no le contó nada”.

 

La muchacha estaba furiosa, qué clase de psicópata era este hombre, pensaba, cuando sin dudar ni un segundo se dirigió a la heladería para compartir su hallazgo con la compañera de las redes sociales. “Me lo suponía”, le señaló ella tras escuchar la novedad que había averiguado Penélope. A continuación, le enseñó su teléfono en la cuenta falsa de Instagram. Andrés había aceptado la solicitud de la mujer ficticia y se podía ver en su perfil fotografías recientes en Valparaíso.

 

La amiga de Penélope estaba al tanto de Antonella. “Lo siento”, le dijo, pues las piezas del puzle se armaban por sentido común. La ahora víctima le agradeció su ayuda y caminó hasta la estación de Metro. Necesitaba volver a casa para procesar toda esta locura.

 

Sentada en uno de los vagones del tren subterráneo, la muchacha sentía rabia de lo inocente y estúpida que había sido. Con razón este tarado la encontraba parecida a la niña de “La Dolce Vita”. Incluso más, llegó a pensar que nunca debió haber aceptado ir a ver la imbecilidad de película “Blade Runner 2049”. Ella era como el replicante K, con recuerdos de infancia y una identidad implantada cibernéticamente, falsa como las cintas de Hollywood y toda esa basura de ficciones intelectualoides que se había tragado creyendo que era amor.

 

Llegó a casa dando portazos y maldiciendo. Su mamá salió de su habitación preocupada. “¡No me pasa nada, mamá, nada! No me hable, por favor”. La mujer prefirió guardar silencio y fue a la cocina a prepararle un té. Volvió al poco rato con la taza y vio a su hija sentada a la mesa del comedor, con la cabeza apoyada sobre su puño mientras refunfuñaba en voz baja.

 

—Penélope, mijita, estuve hablando con tu papá y quiere conocerte. Tal vez sea lo mejor… —le sugirió tratando de que cediera en sus frustraciones.

—¿Sabe qué? No lo quiero conocer. Dígale a ese caballero que se entretenga en sus libros y me deje tranquila.


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