sábado, 31 de julio de 2021

Celeste

 


Dicen que un romance no se puede concebir sin una cuota de misterio. Así fue desde el principio contigo, Celeste, al menos de mi parte. Recuerdo ese día en que me visitaste al trabajo, que también era nuestra alma mater.

Cierto, fuimos compañeros de Periodismo en la universidad, pero si bien me había fijado en ti, nunca conversamos hasta aquel día durante mi práctica en el Canal, durante la espera de la noticia a las puertas del Servicio Médico Legal. Menudo lugar para presentarse y la forma en que sucedió. Estaba con frío, aburrido fumando, hasta que llegaste y me dijiste Hola. Lo sabes, soy pésimo fisonomista y durante esa práctica me aparecieron muchas caras del pasado y me era difícil recordarlas todas.

Soy Celeste, fuimos compañeros en la U”, me aclaraste y, de pronto, como un estúpido, recordé nítidamente la niña que opinó sobre mi proyecto de tesis en clases, que aportaba acerca de mis teorías literarias a desarrollar. Trabajabas en la sección nocturna de La Tercera y mucho después supe que en esos reporteos bohemios conocerías a Javier.

Pero no fuimos estrictamente amigos hasta que, luego de coordinar por las redes sociales, me visitaste en la sala de computación de la universidad que administraba en esa época. Cómo olvidarlo, si te veías tan atractiva con tus jeans ajustados, tus botines y chaqueta de cuero negros. Tus cabellos rojizos siempre me resultaron parte de tu enigma, así como tu sonrisa espontánea, que alegra el día con toda la frescura que irradias al caminar.

¿Sabes?, no pensé que llegarías esa tarde, imaginaba que tus palabras por el computador eran sólo de buena crianza. Pero apareciste, Celeste, y no dudé un minuto en cerrar la sala con llave y ausentarme de la jornada para que fuéramos a compartir un café al patio con el resto de los estudiantes.

Me sorprendía tu agudeza intelectual, tu chispa para rápidamente hacer comentarios ingeniosos e hilarantes, tu vasto conocimiento en literatura y los detalles que prodigabas en cada descripción, siempre condimentados con tu risa transparente y tu pestañear ágil, como aleteo de colibrí. Fue el estilo Celeste el que me cautivó desde la primera conversación y quedé enganchado a ti como perrito faldero.

Nunca logré descifrar cuál era tu sentimiento hacia mí. A veces pensaba que te gustaba y que era mi insufrible timidez la que frenaba la relación entre nosotros. Pero te desaparecías, Celeste, a veces había períodos en que me buscabas, me enviabas libros en formato digital a mi correo, aderezados de anécdotas significativas de tu vida, que leía con esmero, pero en otros pasajes hubo llamadas que no contestaste, mensajes que se perdieron sin respuesta y mi ansiedad crecía al ritmo del deseo de volver a sentir esa risa, aquella cascada de agua, junto a tu voz acompasada.

Me contaste de aquel amor tórrido, ése del profesor de preuniversitario que, siendo docente y tú estudiante, se te insinuaba y le correspondías con cuentos románticos. El amor nunca muere, fue uno de ellos, haciendo referencia al sentimiento y al mítico café ñuñoíno. Me confesaste que él se enteró de la inspiración de ese relato y que, durante mucho tiempo, fue tu amante, a escondidas de un pololo más joven e ingenuo.

Nunca te confesé que eras la inspiración de muchos de mis poemas, pero tengo la certeza de que te enteraste. Era bien evidente en mis versos. “Camino detrás de ti y no te alcanzo”, “tres pasos delante de mí, siempre”, palabras que incluso una vez quisiste desmitificar, recordándome lo tonta que eras de adolescente, cuando compartimos un café después del trabajo.

Pero también me confidenciaste tus problemas de pareja con Javier y de cómo repercutían en Amaya, la pequeña hija de ambos. Él, ilustre licenciado en Filosofía, que tiempo después ganó una beca para cursar un doctorado, alcanzó el empleo de profesor auxiliar en la facultad y no escatimaba soberbia en alardear sobre su eximio nivel cultural y su intelecto conspicuo. Creo que fue el poema La universidad, que me enseñaste al poco tiempo de conocerte mejor, donde revelabas esa irritación por la pedantería que, si bien exhibían más los amigos de Javier, no estaba erradicada del todo en tu pareja.

En algún momento pensé que ya no te vería más. Durante mis extenuantes jornadas en la agencia de comunicaciones en la que me desempeñaba, pensaba en ti y trataba de ubicarte. Parecía que te hubiera tragado la tierra. Mas siempre volvías a dar señales de vida, y no pude establecer una suerte de patrón de tu conducta entre las fugas y presencias repentinas. ¿Por qué esa inconstancia, Celeste? ¿Era que, tal como creí en una de tus indirectas, te resultaba aburrido luego de verme muy seguido? ¿Era tu gusto por la novedad, que me confidenciaste, el móvil de tu carácter veleidoso?

Espero no me encuentres machista al hacer estas reflexiones, pese a que tal vez jamás leas estas palabras. Una vez me invitaste a un homenaje a la poeta Wislawa Szymborska a una interesante librería, propiedad de un periodista y escritor. Te recuerdo, maravillada por la poesía de la polaca, por su vida austera y sabia, pero a la vez, tenías una mirada un tanto perdida, ausente. No me atreví a indagar más acerca de tus preocupaciones. A veces es mejor callar.

Y al poco tiempo, la publicación del poema Un gato en un piso vacío en tu perfil de Facebook, además de otros comentarios crípticos que me despertaron sospechas. Y te demorabas tanto en responder, otra vez no contestabas el teléfono. Finalmente, nunca supe por qué, atendiste a mi llamado. No encontraba las palabras para consolarte. Se me partía el corazón escuchar tu relato entre sollozos, que Javier tenía una amante, que encontraste una carta de amor dirigida a él entre sus pertenencias, que se trataba de una colega, era una profesora de Filosofía de la facultad, que la vida era injusta y todo lo veías negro y triste. ¿Por qué cortaste de improviso, Celeste? ¿Por qué no permitiste que te calmara, que te consolara? ¿Por qué no aceptaste mi ayuda?

No recuerdo cuántas veces intenté comunicarme contigo nuevamente. Toqué tantas veces la puerta de tu departamento, hasta que uno de tus antiguos vecinos se apiadó de mí y me explicó que habías partido junto a Amaya, hecha un diluvio de lágrimas. Y ahora nadie sabe de ti: ni tus padres, ni los antiguos amigos de la universidad, ni siquiera Javier, que poco faltó para que me agrediera cuando me acerqué a preguntarle por tu paradero.

Aunque sé que ya no aparecerás, pese a que desistí de buscarte, sigo confesándote estas verdades, palabras que quizás nunca leas. Y me pregunto por qué las escribo. Tal vez para completar una historia trunca, para evitar que los hechos se disuelvan con el tiempo, porque te extraño tanto, porque quiero reconstruirte con estas palabras y volver a escuchar tu risa, sentir tu voz.


2 comentarios:

  1. Que pena me dio, porque no cruzar esa valla? Y mostrar al valioso ser humano que sufria?

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  2. Carmen, como toda ficción, este cuento ciertamente tiene su inspiración en la experiencia real. Tengo una sensación muy cercana a la seguridad de que la Celeste que inspiró esta ficción sí se enteró de los sentimientos del narrador.

    Muchas gracias por leer y por comentar, de verdad.

    Abrazos!

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