martes, 4 de marzo de 2025

El hombre ausente

 


“Y todo ¡¿para qué?!/ Para ganar un pan imperdonable/ Duro como la cara del burgués/ Y con olor y con sabor a sangre”. Los versos del sabueso Parra resonaban en la cabeza de Agustín a esa hora. Atardecía en Maipú y los borradores de sentencias judiciales parecían crecer como montañas en desarrollo geológico ante sus ojos. El sólo pensar en que debía transcribirlas en el viejo computador, ya arrastrando ojeras que se adosaban sempiternas sobre sus pómulos, además de la labor de corregir la gramática y la nomenclatura jurídica, no le dejaban más alternativa que suspirar, formar una leve sonrisa de resignación. Para sobrellevar el tedio, imaginaba pasos por la campiña del sur de Francia, en épocas doradas, como aquellas que con tanta maestría plasmara Van Gogh en sus días de asueto creativo, las mismas que revisaba en su triste habitación por las noches, siempre recurriendo al libro con ilustraciones en papel couché, tal vez su más sagrado refugio a la sofocante faena de los días hábiles.

Apenas finalizada su jornada diaria, este treintañero emprendía rumbo a Estación Central, en una travesía en el Transantiago que nunca dejaba de ser sofocante. Empujones, vagones del Metro como latas de sardinas humanas, los gruñidos y amenazas en el habitual desplazarse por la capital parecían el aderezo que singularizaba los viajes. Por sobre esos malos ratos, lo que exasperaba a Agustín era la indiferencia con que la sociedad tenía costumbre de responderle: el otro día se había detenido en un puesto de flores a la salida de la Estación Quinta Normal, pensando sorprender a su novia con un regalito, y se sintió literalmente un hombre

invisible. “Disculpe, quiero media docena de claveles blancos”. Sus palabras quedaron suspendidas en la fría noche santiaguina. El dependiente seguía mirando la teleserie previa a las noticias centrales, desde un pequeño televisor a baterías, y la que supuso su mujer ni se inmutó ante sus requerimientos, tan entretenida estaba conversando con la señora del puesto de sopaipillas. Que el Benja Vicuña cada vez más lindo, que la Raquelita se tituló de abogada, qué niña más habilosa, que se ríe tanto en las mañanas con las locuras del Luchito, y el pobre Agustín, insiste que insiste y nada, como si fuera un adorno más del paisaje. Ser anónimo que camina en medio de la masa de personas que regresan de su trabajo, él se dirige a tomar la micro rumbo a casa de Camila.

Su novia lo recibe amorosa, lo invita a sentarse y un café. Es un verdadero oasis, enclavado en esta sucia y ruidosa urbe, la casa de Camila. Sin embargo, ambos saben que la madre de Agustín no acepta la relación, y él se ha visto durante meses en la necesidad de perseverar en la mentira de una novia de nombre ficticio. Los prejuicios sociales, esa absurda manía que tenemos los chilenos de sentirnos siempre por sobre la clase social a la que pertenecemos, han destruido la intención de estos jóvenes de vivir un amor libre de tabúes y encuentros clandestinos.

Agustín y Camila beben café y conversan sentados en la terraza de la casa de los padres de ella. Él se desahoga detallando los pormenores de su asfixiante trabajo, parece un plañidero cantor de gesta y Camila lo consuela como una madre a su pequeño, mientras acaricia su escaso pelo. Juntos fantasean sobre la posibilidad de que Agustín encuentre un mejor trabajo, el sueño de irse a vivir a un departamento lejos de las respectivas familias, de disfrutar la relación a sus anchas y sin comportarse como adolescentes, de escaparse algunos fines de semana a algún balneario. Pero la dura realidad los aplasta luego de descansar sobre la nube: el desempleo aumenta en Chile, Agustín no terminó sus estudios de Derecho, el trabajo en el que se desempeña pretendía ser sólo por un tiempo, pero se ha prolongado, sin otra opción mejor y así…

Avanzada la noche se despiden con largos besos, como para recordarse mientras no se ven y Agustín emprende su regreso a casa, en Maipú. En el camino al paradero, se detiene en un boliche del barrio a comprar un encendedor para fumar mientras camina, así el frío se condimenta con un poco de humo de tabaco. Entra a la botillería y saluda al dependiente, pero él no se inmuta pues está concentrado viendo la teleserie bíblica del canal de televisión nacional. Agustín se exaspera y le grita que no es un dibujo en la pared, que cómo no lo atiende. El hombre se digna a mirarlo de soslayo y le replica que no le quedan encendedores. ¿Y ésos que veo ahí, qué son? Mire, joven, no le puedo vender, estoy sin boletas. Agustín está a punto de estallar y aparecen en el local unos tipos que parecen ser viejos amigos del dependiente, lo saludan efusivamente e intercambian bromas, piden comprar cervezas, vasos de papel y entre tanta algarabía el joven se desanima y prosigue su camino desconcertado.

En el solitario viaje a casa, Agustín piensa en su rutina y el lejano futuro que desearía. Ve a una hermosa muchacha leer “Madame Bovary” en el Metro y por instantes desea ser unos de los amantes de Ema en la Francia del siglo XIX, transportarse, como por arte de magia, a otro lugar geográfico, a otra época, abandonar esta vida de mierda que soporta día a día. Suena el teléfono móvil y lo despiertan de su ensoñación los gruñidos de su jefe, que las sentencias del Juzgado de Policía Local no pueden esperar, que está atrasado al menos una semana en el calendario de resoluciones judiciales, que no sabe en qué diablos ocupa su tiempo, que mañana lo quiere a primera hora en la Municipalidad. Agustín, luego de dar vagas explicaciones a regaños que no ameritan explicarse, corta el teléfono y suspira. La bella joven del libro baja en ese momento.

Agustín llega a casa tarde, con frío. Al abrir la puerta siente de inmediato el sonido del televisor a todo volumen. Su madre, que carga con años de viudez y una rutina

de dueña de casa, no encuentra mejor ocupación que echarse en la cama frente a la pantalla, prácticamente todo el día. Está por entrar a su pieza y la progenitora lo increpa: ¿me compraste los remedios que te encargué?, ¿hiciste aseo en tu pieza?, no puedes ser tan irresponsable, Agustín, no nos sobra la plata. ¿Cómo se te ocurre volver tan tarde, con tu madre enferma? Y al final, como un aminorado consuelo, le dice: le dejé un plato de cazuela de ave en el refrigerador, para que se lo caliente rapidito.

Agustín suspira nuevamente. Cierra la puerta de su habitación y se sienta en la cama. Casi por instinto, toma el libro con ilustraciones en papel couché de pinturas de Van Gogh. Abstraído y con la mirada fija en las láminas, que hojea parsimoniosamente, se ve caminando por la campiña del sur de Francia, esos parajes de trigos dorados. Justamente se detiene en la obra “Trigal con cuervos”, en las gruesas pinceladas amarillas sobre otras marrones, en el cielo interrumpido por esferas blancas, simulando destellos de luz y, sobre todo, en los cuervos que coronan el cuadro. Sabe que dos semanas después de pintar ese lienzo, el holandés se suicidó terminando una vida atormentada.

Mira los cuervos con devoción. Transpira, siente mareos, cree traspasar el límite del papel couché y se adentra en el cuadro, mientras de sus brazos comienzan a emerger tupidos plumajes negros, con reflejos iridiscentes azulados y púrpuras, que también colonizan sus piernas. Le crece una larga cola, un grueso cuello y un pico fuerte y oscuro. De un momento a otro sobrevuela su barrio de Maipú, y luego, la noche santiaguina, en busca de residuos, de carroña animal y humana. Quién sabe, tal vez ahora desee pronunciar Nevermore a su amada perdida en otra era.


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