A esta hora los perros ladran.
Avanzadas las tres de la madrugada
la noche emite aullidos desgarradores,
las miserias humanas manifiestan
sonidos esperpénticos de rabia
y ofuscación.
Insomne, evoco las palabras
de un sabio amigo
que me comparó con
una olla a presión.
Es que me circunda
sempiternamente una tensa calma,
una fuerza ígnea subrepticia,
la cual no se sabe cuándo
va a detonar.
Más tranquilo que una foto,
decían de mí mis compañeros
de colegio,
mas no sospechaban que
aquella leche en la taza
imprevistamente inflamaba
en maldiciones
e improperios hirientes,
muchas veces ante la más
leve agresión pasiva.
Son muchas las frustraciones,
pienso. Tanta la impotencia
y ofuscación que este hervidero
de ira en algún momento
debe estallar.
No es sano contener las emociones,
ni guardar la compostura
como educado caballero inglés
hasta en las más exasperantes
situaciones.
Intolerancia a la frustración,
problemas para modular y
canalizar las emociones,
sí, me lo han dicho desde niño.
La olla a presión resiste
la agitación incesante y violenta
de moléculas generadas por las
altas temperaturas pero,
como siempre se nos dijo desde pequeños,
todo tiene un límite.
De tanto va el cántaro al agua…
Y cómo no perder la compostura
si los demonios intangibles
jamás se fatigan ni cejan
en sus insidiosas y crueles agresiones.
Pero es que no poseen
ni el más mínimo pudor en disimular
el placer que sienten al denigrarme
con sorna.
Ahora, ya más tranquilo tras un día de furia,
hago un examen sereno y realista
de mis circunstancias vivenciales,
y concluyo que la situación es grave.
La evidencia indica que este tendencia,
lejos de amainar continuará
con vigorosa porfía.
Peor aun, profundizará su apetito
depredador.
Creo en la psicología,
puedo superar estas fisuras
de personalidad.
Sin embrago,
¿cuánto más puede ser humanamente
posible la resiliencia antes de que
la erupción consiga hacer
estallar mi cuerpo?
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