domingo, 21 de febrero de 2021

Falla de Nazca

 


El ruido de los autos, bocinazos, empujones, multitudes, estrés. Quizás por eso perdí el juicio. Aunque una vez leí que los chilenos tenemos la Falla de Nazca en nuestro inconsciente colectivo, esa fragilidad mental de constantemente temer un derrumbe trágico en nuestras vidas.

Santiago de noche. Pese al encierro, sigo escuchando el tráfico en sordina. Es la madrugada del sábado 27 de febrero de 2010 y no puedo dormir en la sala común del Hospital Psiquiátrico Dr. José Horwitz Barak, donde me internaron en contra de mi voluntad. El reloj marca las 3 horas y 34 minutos. Siento el bramido bajo el suelo, la tierra se estremece, las paredes bailan alrededor. Mis compañeros de sala gritan y corren, los enfermeros tratan de calmarnos. Salimos en masa al patio interior. Uno de los muros que separa el recinto del exterior se derrumba. Aprovecho el caos, me concentro en la libertad y en el recuerdo de Sofía y corro hacia la pandereta, me encaramo y salto hacia la calle.

Correr por avenida La Paz temiendo que vengan en mi búsqueda. Ya avanzadas muchas cuadras siento seguridad, en medio del alboroto de los vecinos. Mi destino es ahora reencontrarme con Sofía. La quiero mucho, es la mujer de mi vida. Lamentablemente la familia de ella nunca me aceptó. Anteponer las sospechas de mi diagnóstico psiquiátrico a la felicidad de su hija es un egoísmo inaceptable. Además, sospecho que esos argumentos médicos están teñidos de prejuicios y de tráfico de influencias.

El descontrol de la gente me desestabiliza. Aplaco mis miedos y pienso en la alegría de ver a Sofía. Les pido a automovilistas que me lleven, les digo que necesito reencontrarme con mi familia. Tras muchas horas logro llegar a Puente Alto. Me encaminan al Cajón del Maipo, debo seguir el restante camino a pie. Llego al condominio, me adentro en el sendero de tierra y comienzo a subir la montaña en busca de mi amada. Amanece.

Los vecinos del condominio deambulan conmocionados. En uno de los bosques diviso a una joven que presumo es Sofía. Me acerco y no me caben dudas de que es ella. Nos besamos. Entre lágrimas de emoción me dice que nunca quiso alejarse de mí, que sus papás la llevaron casi obligada a la montaña para distanciarnos, que no ha dejado de quererme. Por entre la luz que tamizan las hojas de árboles frondosos, sobre una pradera verde intensa y escuchando suavemente el riachuelo cercano, los ruidos ensordecedores de la ciudad se apagan lentamente. Caricias sobre el pasto nos hacen sentir felices. Me cuenta que sus padres están en casa muy asustados y no se atreverían a buscarla. Planeamos escapar a otra ciudad, vivir nuestro amor lejos de prejuicios sociales.

Horas después, Sofía me convence de que bajemos a la autopista a comprar pan y cigarrillos. Descendemos y, en el sendero de tierra, veo a la ambulancia del Hospital Psiquiátrico esperando por mí. No hay escapatoria y creo que nunca sabré si fue ella quien me entregó.  

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