Gaspar
asistía por primera vez a la consulta de un psicólogo. En realidad, había
estado en terapia hace unos pocos años. El amigo más cercano del colegio
ingresó a estudiar psicología y, en el primer semestre, lo convenció de tomar
una psicoterapia con algunos de los profesionales de la casa de estudios que
ofrecían sus servicios gratuitamente dentro de la práctica. Es fundamental que
vayas, no sabes todo lo que podrías progresar-, le insistió su amigo.
Esa
terapia no pasó de ser unas sesiones agradables con una muy atractiva
psicóloga. Le dio a entender que su problema no era tal y le deseó mucha suerte
en la vida. Pero Gaspar se sintió muy confundido y con angustia dos años
después. La buscó y pudo convencerla de que lo atendiera en ese momento en el
centro particular en el que trabajaba.
Esta
joven profesional, según le quedó la sensación, no lo entendió. Es más, se lo
indicó en algunas sesiones. Al poco andar creyó que el problema por el que solicitó
su asesoría no era importante y, dado que se adscribía a la corriente
psicológica sistémica, le sugirió que invitara a su familia nuclear a la
consulta. De esta forma podría desentrañar mejor la verdadera causa de su
angustia.
La
reacción del padre de Gaspar, ante esta petición, fue de estupor. No podía entender
que su hijo requiriera atención en salud mental. Sin embargo, accedió, al igual
que su madre y hermanos. La psicóloga los recibió muy entusiasmada y contó con
el apoyo de una profesional mayor, de amplio currículum. Detrás de un espejo
falso había otros terapeutas observando las sesiones y, eventualmente,
dispuestos a colaborar con el tratamiento.
Se
conversaron muchos temas en esa consulta, en el intento de indagar qué le
sucedía a este joven. Pero nada, avanzaban las sesiones y las dos psicólogas no
parecían dar luces sobre ese desajuste familiar. Finalmente él decidió dar por
perdida la empresa y estuvo de acuerdo con finalizar la terapia, pese a que no
le satisfizo la conclusión que entregaron en el cierre el equipo de terapeutas.
Gaspar no
consideraba que esas experiencias fueran sesiones reales de psicología, por lo
que la consulta a la que ahora asistía la valoraba como la inicial. Resulta que
después de la terapia familiar tomó una muy mala decisión y, luego de un par de
años, consultaba a este psicólogo por la crisis que, a su juicio, ese tropiezo
garrafal le había causado.
El
despacho del profesional, un cuarentón muy reconocido, quedaba en Providencia,
a pocas cuadras del departamento donde vivía Gaspar con su familia. Luego de recibirlo,
lo invitó a tomar asiento y le preguntó qué lo traía por su consulta:
Me fui a
estudiar cine a Buenos Aires.
¡¿Qué?!
Eso, me
fui a estudiar cine a Buenos Aires. Estuve seis meses allá.
¿Te
fuiste a estudiar Dirección y Producción Cinematográfica?
Sí,
respondió Gaspar- sin entender el asombro del terapeuta.
Y, ¿cómo
fue la experiencia?
Muy mal,
ahora he tenido problemas con mi familia al regresar.
¿Qué edad
tienes?
22 años.
¿Y antes
qué hacías en Santiago?
Estudiaba
periodismo. Congelé la carrera y me fui a Buenos Aires. Luego intenté retomar,
pero fue imposible.
¿Y has
pensado en algún negocito que emprender?
No.
¿Acaso el
vivir en otro país no te ayudó a madurar?
Volví con
la idea de enfrentar todas las situaciones que se presentaran con mucha
fortaleza, pero me ha sido difícil.
¿No
imaginaste lo que se te venía por delante?, ¿o los motivos que te llevaron a
abandonar tu carrera e irte a estudiar cine a Buenos Aires?
No. Es
que, la verdad, yo siempre con los problemas dejaba pasar y seguía para
adelante, dejaba pasar y seguía para adelante.
Ah, don
Gaspar- replicó el psicólogo con ironía.
Después
le explicó que sería conveniente abordar los problemas, que tenía con su
familia y los de su vida en general, más pausadamente, con la aplicación de
algunos exámenes psicológicos. El cuarentón notó de inmediato que estaba muy
angustiado y le recomendó que continuaran en la próxima sesión.
El joven
había consultado al psicólogo por sugerencia de su padre. Mejor dicho, por
imposición. Le exigió que acudiera a la consulta o, de lo contrario, lo echaría
de la casa. Más allá de que la amenaza fuera real, su familia estaba muy
preocupada por él. Habían transcurrido meses desde que regresó de sus estudios
en la capital argentina y, salvo una recepción con la familia nuclear más su
abuela y unos primos, no se comunicaba desde que pisó suelo chileno. En una
especie de ostracismo, se encerraba en su habitación, no respondía a los golpes
en la puerta de su mamá- muy afligida-, reclamaba por ruidos molestos en la
casa- a veces con reacciones explosivas-, por las noches no dormía y sus
salidas del hogar se restringían a comprar en los negocios cercanos.
Pero la
situación fue incluso más allá. Si bien solían dejarle el almuerzo y la comida
en la puerta de la habitación, desde que había regresado de su periplo
transandino, en ocasiones compartía con la familia algunos almuerzos o cenas,
siempre con tensión entre sus familiares y muchas veces con acaloradas
discusiones con su hermano mayor. Estuvo trabajando en empleos no profesionales
unos meses, hasta que decidió retomar su carrera en la misma universidad donde
había cursado tres años antes. La experiencia fue un desastre, con Gaspar dando
excusas ridículas para no hablar con sus antiguos compañeros- en particular
acerca de Buenos Aires-, deambulando solitario por las calles aledañas a la
facultad y soportando el acoso escolar permanente de alumnos y hasta
profesores.
Las
peleas con su hermano se intensificaron. Estuvieron a milímetros de irse a las
manos. Una de esas tardes, encerrado con tristeza por sus avatares, le permitió
a su padre entrar a la habitación y le contó lamentándose las penurias vividas
en la universidad. Él lo instó a terminar su carrera, que era imperativo un título
profesional. Sin embargo, luego de que su hijo no resistió más y finalmente
abandonó sus estudios de periodismo, lo visitó nuevamente en su pieza y esta
vez le planteó la encrucijada: o el psicólogo o la calle.
El
profesional con experiencia fue una recomendación cercana para este padre.
Había sido compañero de universidad de su hermano y de su cuñada, que se
conocieron estudiando y estaban radicados hace años en Concepción, por lo que
le pareció una buena alternativa.
Al joven
le aplicaron una serie de exámenes, iniciando con uno de selección múltiple,
que no insinuaba acerca de los temas en los que marcaba sus preferencias, para
después ser recibido por el psicólogo en consulta, que le mostró las láminas de
diferentes evaluaciones psicológicas- incluida la clásica prueba de Roschard-
ante las cuales Gaspar debía responder con sus impresiones sobre las imágenes.
A la
semana siguiente volvió a la consulta y, de entrada, le contó al psicólogo una
situación que le venía aquejando desde hace mucho.
Desde el
balcón que da a mi dormitorio en el departamento del segundo piso, donde vivo,
muchas personas me insultan y me gritan que salga a la calle. No es para nada
agradable.
Entiendo-
respondió con preocupación. Esas son provocaciones y es natural que te sientas
muy afligido. Le ha sucedido a mi señora: una vecina, que es una argentina-
sonrió con picardía-, le tira el auto cada vez que llega a casa. Pero no hay
que hacer caso, sería un riesgo innecesario. Gaspar, tengo los resultados de
las pruebas que te hemos aplicado. Mira, si bien en algunos exámenes se avizora
un conflicto familiar no resuelto, creo que debemos concentrarnos en la prueba
de selección múltiple. En la pregunta 37, acerca de si consumes alcohol
frecuentemente, respondiste que al menos tres veces por semana. ¿Estás muy
caído al frasco?
La
verdad, hay días en que estoy muy triste. Salgo por la tarde a comprar cigarros
y además compro pisco y Coca Cola, a veces unas papas fritas, y me hago mis
piscolas mientras veo tele.
Pucha,
eso me preocupa. Además, la prueba revela que estás muy angustiado y con poca
tolerancia emotiva, lo que explica las reacciones virulentas que me contó tu
padre. Creo que es mejor que derivemos el tratamiento a otro profesional.
¿A qué se
refiere?
Gaspar,
si yo tengo insolación, no me voy a ir al desierto, ¿no crees?
Por
supuesto- asintió nervioso.
Bueno,
creo que requieres un período de calma y reposo, que vendría muy bien
acompañado de cierta ayuda farmacológica. Te quiero sugerir al psiquiatra que
trabaja en este mismo centro terapéutico, su consulta está acá al lado, pues
creo que con él estarías en buenas manos.
Abandonó con
pesar la consulta. La sola mención de un psiquiatra le causaba pánico. Llegó a
su departamento, se arregló un poco y salió en busca de un taxi para visitar a
su padre al trabajo. El papá lo invió a un boliche cerca de su oficina y
conversaron. Le contó sobre la derivación y él lo contuvo, explicándole que era
mucho más común de lo que la gente piensa.
A los
pocos días inició el tratamiento con este médico, que reaccionó muy poco
comprensivo a las angustias del joven, juzgándolo por la que él catalogaba de
debilidad e intolerancia al dolor. Le dijo que sufría depresión y le recetó una
serie de exámenes, así como psicofármacos, que fue ajustando a medida que
avanzaban las sesiones. Aunque el psiquiatra le aseguró que aplicaba
psicoterapia, Gaspar nunca sintió que realmente fuera tal. Se limitaban a
conversar, ya avanzado el supuesto tratamiento, de actualidad y política.
Muchos años después se enteraría de que este psiquiatra no tenía formación
psicoterapéutica, en un momento en que ya no era su médico y estaba sumamente
enojado con él.
Los
primeros meses de esa depresión fueron muy arduos. Volvió a comunicarse con su
familia, terminó su ostracismo, y podría decirse que tuvo una reconciliación
afectiva en los hechos, pero jamás conversaron en esa casa las emociones acerca
de lo que le había sucedido. Eran largas tardes de primavera en que estaba muy
triste, acompañado de su madre que lo consolaba.
Sus
amigos previos al viaje a Buenos Aires habían desaparecido. En parte porque él
los rechazó a su regreso. También porque, luego del estado depresivo en que se
encontraba, lo rehuían. Gaspar los buscó nuevamente, pero nunca conversó acerca
de los sentimientos que lo llevaron a distanciarse en un principio. Tampoco
hubo de parte de sus amigos muestras sinceras respecto a esas fricciones.
Durante esa convalecencia lo encontraban un tipo extremadamente aburrido.
Algunos, en especial Belisario- el amigo que estudió psicología-, lo visitaban,
pero siempre a regañadientes y haciendo un esfuerzo titánico por soportar la
abulia de este amigo.
Sin
embargo, trascurridos algunos meses hubo un armisticio en los desencuentros. Ya
comenzaba a recuperarse y los conocidos de antaño se mostraban más abiertos a
recibirlo de nuevo en su círculo social. Belisario estaba escribiendo la tesis,
próximo a titularse de psicólogo. A través de él se relacionó con muchos
estudiantes de psicología, compañeros de su amigo, que de inmediato se
interesaron mucho en que les narrara su experiencia en psicoterapia. Querían
saber de una fuente directa si realmente era efectiva, qué tanto podía ayudar a
las personas.
Se
convirtió en un conejillo de Indias para sus nuevos amigos. Belisario, al
notarlo tan lento y torpe por los psicofármacos que ingería, le sugirió que
bebiera nuevamente alcohol en las fiestas. Consideraba que podría relajarlo y
aumentar sus intercambios sociales, barrer sus inhibiciones y timidez. Gaspar
le hizo caso y, poco a poco, fue adquiriendo una magia en sus relaciones que le
permitieron ser aceptado en ese grupo.
Era tal
su necesidad de afecto que hacía caso omiso a sus sentimientos. El carácter
ingenuo aún lo acompañaba y, ante el temor de ser rechazado, hacía vista gorda
a situaciones hirientes que, con el tiempo de compartir con esas amistades,
fueron presentándose cada vez más seguido y con mayor gravedad. Sus ansias de
ser querido lo llevaban incluso a ridiculizarse, tenía el encanto de ser
gracioso, pese a que en ocasiones esas burlas a sí mismo no eran del todo sanas.
El alcohol, que bebía a raudales, ahogaba esas emociones que podrían haber sido
mensajes de alerta.
Con mucho
esfuerzo retomó la carrera de periodismo. Su padre estuvo de acuerdo en
financiar una segunda oportunidad, esta vez en otra casa de estudios. Convalidó
ramos y estaba a medio camino de escribir la tesis. Claro que los psicofármacos
que ingería, sumado a la depresión que arrastraba, lo hacían mantener muy poca
atención en la vigilia y una somnolencia constante. En el primer semestre del
regreso a las aulas se comunicaba muy poco con los compañeros. Sentía
desconfianza, los fantasmas del acoso escolar en la anterior universidad aún
pululaban. Era tal su cansancio en las mañanas que incluso se echaba en bancas
de los patios a dormir.
En las
primeras pruebas le fue muy mal. Llegaba triste a casa y se tiraba en la cama a
dormir siesta. Su padre lo consolaba por el mal rendimiento académico
asegurándole que podría recuperar en las siguientes evaluaciones. Y para
sorpresa de todos, así fue. Aprobó todas las asignaturas semestrales, menos una
que tuvo que repetir el año siguiente, y mejoró las notas en los ramos anuales.
Hasta la secretaria docente de la carrera lo felicitó, confidenciando que en un
principio no creyó que sería capaz de remontar en los estudios.
Su
familia estaba muy contenta, tanto de que prosiguiera con éxito la carrera como
de que mantuviera relaciones más sanas. No obstante, así como su mejoría de la
depresión se expresaba en los estudios y dinámicas familiares, también los
placeres se dispararon como forma de compensar el dolor vivido antaño. Gaspar
se emborrachaba de manera abusiva con el grupo de amigos estudiantes de
psicología y también durante horas libres en la universidad. No sólo se
divertía ingiriendo alcohol, también fumaba bastante marihuana. Proseguía con
el consumo de psicofármacos- el psiquiatra estaba al tanto de su vida disipada,
pero no le importaba más que recibir sus remuneraciones- y, evidentemente, la
incompatibilidad con las bebidas y la yerba causaban estragos en la conducta
bohemia del joven.
A medida
que progresaba como estudiante, iba descuidando sus emociones. Como el
psiquiatra no ofrecía un espacio terapéutico, no tenía con quien conversar sinceramente.
La familia nunca fue abierta a este tipo de diálogos, al menos no con Gaspar.
Su padre era frío y distante, un tanto ausente en su rol, pese a que lo apoyaba
a su manera. Los hermanos hacían su vida y poca cercanía real dedicaban al hijo
menor. Por otra parte, tanto los amigos psicólogos como los compañeros de la
universidad formaban una dinámica muy frívola, al calor de las jornadas de
juerga y borracheras, y se aprovechaban de la ingenuidad de Gaspar tanto en
favores materiales como de apoyo moral. Porque él veía en sus amigos muy buenas
personas, los idealizaba, rescatando lo mejores rasgos humanos en cada uno.
Luego de
un par de años, si bien reprobó algunos ramos, tenía un desempeño académico
respetable. Pero tanto el ahogar sus emociones en alcohol como los problemas en
su seno familiar empezaron a corroer silenciosamente su ánimo. Encontraba
refugio en el cine- ya no con afanes de realizador sino en la apreciación
cinematográfica- y en la literatura. Su padre siempre fue un muy buen lector,
amante de la narrativa clásica y contemporánea, y desde niño lo imitaba. Le
gustaba mucho leer y, a partir del poco dinero que contaba para regalar en los
cumpleaños de sus amigos, una sugerencia le dio un pasatiempo que valoraría
mucho. Escribió una carta fraterna a Belisario para celebrar sus 25 años. El
resultado, gracias a los recuerdos muy vívidos y las palabras bien intencionadas,
fue tan emotivo que se hizo una costumbre con este grupo humano. Y a la vez un
aliciente para que Gaspar se atreviera a incursionar en la escritura de
ficción. Fue narrando sus primeros cuentos y esbozó algunos poemas.
Los
amigos le celebraron esta faceta y pronto le apodaron el amigo poeta. La
lectura abundante de novelas existencialistas y algunos textos de filosofía
implicaron también que forjara una vasta cultura general. Y así como no solía
defenderse de los abusos a su ingenuidad, de tanto soportar burlas que con el
tiempo ya rebasaban el límite, naturalmente tendió a volverse pedante como
mecanismo de defensa. Era una característica muy distintiva de su padre, por lo
que le nació adoptarla sin advertir las consecuencias.
Por mucho
que compartiera frecuentemente en juergas con sus pares, al calor de bebidas
alcohólicas y marihuana, se sentía muy solo. En definitiva, se convirtió en un
borracho taciturno. Era consciente de que le faltaba amor, vida de pareja.
Gaspar había sido, desde la adolescencia, muy tímido e inseguro con las
mujeres. La falta de cercanía del padre, así como una madre muy aprehensiva y
sobreprotectora, hicieron de él un joven muy torpe en las emociones y en las
artes de seducción. Eso no significaba que mantuviera poco deseo por el sexo
opuesto: al contrario, era muy enamoradizo y podían gustarle más de una chica a
la vez. Pero vivía en su mundo, ficciones literarias y narrativas
cinematográficas, y parecía que el paisaje humano pasaba delante de sus ojos
sin que él se percatase de la geografía.
No
reconocía señales de las mujeres ni sabía tomar la iniciativa al seducir. Las
circunstancias afectivas le eran tan ajenas que, por cierto, no entendía lo que
le sucedía ni a las personas alrededor. Hacía persistentes intentos por
conseguir polola, pero con tal nivel de dispersión y falta de inteligencia
emotiva que sólo conseguía frustrarse. Para él, sentir atracción por más de una
chica y no optar en sus anhelos de conquista resultaba normal. Además, se
engañaba a sí mismo cuando percibía que le gustaba a una mujer, dada su baja
autoestima y como forma de enmascarar sus miedos.
Pero en
el grupo humano de los estudiantes de psicología había muchas personas, conoció
a varias jóvenes y algunas despertaron su interés. Fueron compañeras de
camaradería y él las consideraba amigas, pese a que no compartía sinceramente
con ellas aspectos muy íntimos. No veía objeción en que le gustasen, pero jamás
lo reconocía a sus amigos. Incluso, a veces él mismo se mentía al respecto.
Dentro de
estas chicas había una aspirante a psicóloga que llamó mucho su atención.
Cristina, una joven de muy buenos sentimientos, bonita y muy sencilla. Le
gustaba la relación honesta que podía mantener con ella, sin aparentar mayores
aspavientos para impresionarla y que valorara el trasfondo humano de las
personas. La había conocido antes de emigrar a Buenos Aires- pololeó brevemente
con Belisario en el primer año universitario-, pero la distancia hizo que se
volvieran a conocer en el nuevo escenario.
Ella, al
igual que la mayoría de las personas de ese grupo, tenía relaciones fugaces con
uno u otro chico que era parte de esos amigos. Sin embargo, Gaspar sólo
interactuaba en la juerga y la camaradería con ellos y ellas, solitario en su melancolía.
Pero la joven sabía escucharlo más allá de las borracheras. De vez en cuando la
visitaba a su casa, en Santiago Centro, y conversaban sin el aliciente etílico.
Muchas veces tocaron el tema de la depresión y, lejos de aplicarle
psicoterapia, lo aconsejaba en temas emotivos y familiares.
Fue un
apoyo para Gaspar, independiente de que él no se aventurara a sincerar sus
emociones amorosas. Sin embargo, su dispersión y falta de claridad hizo que no
sólo se fijara en Cristina. Le divertía el carácter liviano de esta chica- que
apodaban cariñosamente la Pollo-, pero la aparición de otra joven muy
atractiva, de alcurnia y educación privilegiada, logró que desviara su
atención.
Se
trataba de Gabriela, que por amistades en común fue muy cercana a Cristina,
pero siempre guardaron bastantes diferencias en la forma de ser. El estudiante
de periodismo vio en esta joven que ingresaba al grupo humano a una mujer muy
delicada y fina, distinguida. Una suerte de princesita. Arrastrado por la
pasión, no se percató que era también una chica mimada y consentida por su
padre, un rasgo que la distanciaba de Cristina. Gaspar parecía hipnotizado por
esta noble muchacha elegante y no sopesó que, si bien sus orígenes sociales no
eran proletarios, para el nivel de Gabriela él no encajaba del todo en su
identidad.
Fueron
muchas fiestas y asados en que interactuó con este grupo de amigos, incluidas
Cristina y Gabriela. Pero con estas chicas mantenía, además, un intercambio
telefónico. Era una época en que los teléfonos móviles aún no se masificaban en
Chile, por lo que las llamadas a la casa de ellas significaban largos minutos u
horas de conversación. Esas palabras por auricular rara o ninguna vez eran
reveladas al resto de los amigos cuando se juntaban para divertirse.
Gaspar
cometió el error de no llegar a conocer a Gabriela con el corazón en la mano.
Se había forjado una imagen de ella por las conversaciones telefónicas y los
fugaces intercambios en las fiestas- donde solía estar borracho-, pero dada su
ingenuidad y excesiva idealización que sentía por las mujeres que le atraían,
no vio en esta chica su carácter un tanto superficial, que a su vez escondía la
personalidad de una niña asustada e insegura.
Cuando él
le comentaba de estos intereses amorosos a su psiquiatra, este se limitaba a
responderle que fuera paciente, que cuando tuviera una amiga iba a pololear,
sin prestar atención a que Gaspar le hablaba de sus amigas. Luego el médico
derivaba el tema a los estudios de periodismo o un control acerca de la calidad
del sueño, el apetito y el ánimo.
A la
larga, tanta juerga desenfrenada y poca contención emotiva provocaron que el
joven descuidara sus estudios. Tuvo malas calificaciones en el tercer año
cursado en la universidad donde retomó la carrera. Su padre reaccionaba muy
severamente ante este deficiente resultado. La mamá, por su parte, estaba más
preocupada de su vida personal, pues sospechaba que su marido le era infiel
desde hacía años y se sentía muy tonta por recién comenzar a percatarse.
Un día
esta señora le pidió a Gaspar su grabadora de audio, típica de los periodistas
en ese entonces. Ante la pregunta de su hijo para qué la necesitaba, dijo que
era para memorizar unas recetas de concina. La madre era dueña de casa y sólo
hacía emprendimientos menores en gastronomía de vez en cuando. Pero en realidad
el fin de ella con este artefacto era dejarlo grabando bajo el asiento de
acompañante del automóvil de su marido y, de esta forma, confirmar sus
sospechas.
Las
borracheras taciturnas de Gaspar se hicieron más frecuentes, incluso los días
en la universidad. Asimismo, se enfrascó aún más en sus lecturas de poesía y
novelas, como también sus encierros en salas de cine arte. Era común que
regresara muy tarde a su hogar, luego de los estudios, dormitando apoyado sobre
el respaldo del asiento siguiente, en una micro que atravesaba la Alameda,
Providencia y luego Apoquindo.
El en
grupo de amigos el clima anímico se tornó enrarecido, no sólo para este joven.
Hubo quejas que escuchó de parte de Gabriela- pidiéndole absoluta reserva- y
Cristina, por su parte, lo invitó a un curso de teatro en Santiago Centro, en
el cual participaría ella y dos de sus amigos cercanos. Gaspar aceptó
encantado, le parecía una excusa ideal para distanciarse del grupo humano de
forma diplomática, sin darles la espalda a modo de berrinche. Lo que no
entendió- o no quiso entender- es que la invitación era una instancia que había
creado Cristina para que él declarara sus sentimientos amorosos.
Era una
característica de este joven inmaduro. Se engañaba a sí mismo como forma de
proteger la eventual desnudez de sus emociones. Sin embargo, le pidió a su papá
dinero extra para el curso, lo obtuvo y participó de estas sesiones de
aprendizaje teatral en un ambiente muy íntimo, pues se trataba de un grupo
pequeño de alumnos a modo de taller.
Después
de las clases solían ir los amigos descolgados del grupo de estudiantes de
psicología a beber a algún bar cercano, bailar e incluso fumar un poco de
marihuana. En una ocasión durante estas reuniones nocturnas, Cristina lo instó
a que fuera sincero.
Gaspar
está enamorado de mí-, dijo como sorprendiendo a un niño en una travesura.
No, no,
no- replicó el aludido-, me han gustado muchas amigas, pero no es el caso.
Te gustó
la Gabriela- lo increpó otra chica, amiga de ambas.
No, en
serio, no me refería a esas amigas.
Cristina
se desilusionó mucho luego de esta reacción de Gaspar. Lo consideraba tan
inmaduro que no sabía si valía la pena seguir esperando que se atreviera con
sus sentimientos. Las clases continuaron, y él asistió, pero su padre se negó a
pagar la segunda cuota del curso, le dijo que sólo una vez le iba a costear ese
capricho.
El joven
estaba muy desanimado y triste. Había reprobado asignaturas de la carrera que
le obligaban a cursar un año más, sus empresas amorosas habían fallado y el
ambiente familiar iba de mal en peor. Además, la relación con los amigos del
grupo era bastante desagradable- exceptuando los descolgados del taller de
teatro-, pero ahora con esta negativa de su papá sentía que el fracaso y la
frustración era total.
Decidió
tomar distancia de esas amistades. Es más, por recomendaciones de distintas
personas, se atrevió a dejar la consulta del psiquiatra e, incluso, no continuó
ingiriendo los medicamentos. Se quedaba melancólico sobre su cama en las tardes
primaverales y prácticamente no salía de casa. Sin embargo, Gabriela lo seguía
llamando de vez en cunando. Gaspar no sabía qué pensar acerca de ella. Había
llegado a la conclusión, poco tiempo atrás, de que ella era como el perro del
hortelano. No accedía cuando él se acercaba y, para colmo, mostraba celos y
tristeza si lo veía interesado en otra chica.
Pero una
noche se encontraba en su habitación y recibió un nuevo llamado de Gabriela.
Era el tercero en días consecutivos anteriores, como a la misma hora. Le contó
que estaba participando en un concurso por Internet- en esa época recién se
estaba masificando la red-, y le pidió ayuda con un nombre de un filósofo que
había escrito sobre la familia, arguyendo que él era muy culto y de seguro
sabría la respuesta. Gaspar no la sabía, pero no se esforzó en pensarlo. Esta
vez notó que el motivo de la llamada era una excusa para hablar con él.
Aprovechó el dato de una exposición en el Museo de Bellas Artes para invitarla
el domingo. Ella accedió y entonces Gaspar supo que sería el momento para
declararse.
Sin
embargo, por la dispersión de sus sentimientos, el sábado lo llamó Cristina
invitándolo a juntarse con otros amigos. Le dijo que invitara a uno o dos y
llegaran a su casa. Gaspar no vio problema en ello, cortó el llamado con
Cristina y telefoneó a amigos para esta reunión. Al poco rato llamó la llamó
nuevamente para ver cómo iban los planes.
Nos
chacreamos- le respondió Cristina con rabia y tristeza-, es que estas gallas a
las que llamé tienen compromisos al día siguiente y no pueden quedarse hasta
tarde. Igual lo intenté. Probé con la Valeria, con la Fabiola… ¡y con la
Gabriela! - remató con furia y cortó el llamado.
Gaspar no
se percató del sobreentendido o, como de costumbre, se tomó el pelo a sí mismo.
Al día siguiente se vistió con su mejor ropa, se perfumó y fue a la cita con
Gabriela. Ella llegó en su automóvil al museo. Le ayudó a encontrar
estacionamiento y pudieron disfrutar de los últimos minutos de la exposición,
pues estaban cerrando.
Caía la
tarde y Gaspar se sentía preocupado de atreverse a declarar sus sentimientos.
Ella le pidió que lo acompañara al Parque Arauco a comprar un regalo de
cumpleaños para una prima. Mientras caminaban por el mall, él no se animaba y
le propuso que compartieran un café en una heladería. Sería el momento ideal.
Sentado a
la mesa creyó ver señales de Gabriela. Lo instó a beber de su frappé e incluso
abría las manos en un gesto de impaciencia.
Hemos
conversado durante mucho tiempo por teléfono desde que nos conocimos. También
hemos compartido en fiestas. Quería aprovechar este momento para decirte…
¿Decirme
qué, Gaspar?
Que me
gustas, Gabriela- por el nerviosismo lo expresó en un tono brusco.
Ella
reaccionó asustada, se inclinó hacia atrás, como si recibiera un súbito vendaval.
Le explicó que la tomaba de sorpresa, que se sentía halagada, pero creía que él
tenía una confusión, que confundía el amor de amiga con el de pareja. Gaspar le
insistía que no era así y Gabriela le ordenaba que terminara su café.
Luego lo
llevó de vuelta a casa, pero aceptó detener el auto en la calle para conversar.
Gaspar insistió y le confesó que estaba mal, que se sentía muy solo. Le dijo
que encontraba que ella se resistía a sus sentimientos. Gabriela le respondió
que sentía que se proyectaba en ella.
Esa noche
pudo dormir muy poco. Sentía como si lo azotaran la resaca de olas sucesivas en
la playa. Estuvo silencioso en el hogar los días que vinieron. Algunos amigos
del grupo lo llamaban, le pedían por favor que se juntara con ellos, que no iría
la Gabriela a esas fiestas. Él agradecía, pero se negaba.
En una
ocasión uno de esos amigos lo pasó a buscar a su casa en automóvil. Lo
convenció de que aceptara invitarle unas piscolas. Conversaron bastante y
Gaspar le explicó que necesitaba detenerse un poco, reflexionar más sobre su
vida. Aceptó que muchas veces fue pedante y trataría de superar ese defecto.
Cuando este amigo lo llevó de vuelta a casa, él le confidenció que había un
rasgo de Cristina que lo encontraba muy bonito. Hace años, en un asado, había
confesado que tenía el complejo de la niña buena y creía que en eso eran
similares.
A los
pocos días, mientras viajaba en Metro, vio curiosamente entrar a un vagón
cercano a Cristina. Estaba acompañada de una amiga que Gaspar no conocía y vestía
una ropa muy infantil y tierna, pero aún así lucía con el encanto que él le
encontraba. Lo interpretó como una señal y a los pocos días la llamó.
Cristina
lo invitó un viernes por la noche a su casa a conversar. Como en otras
ocasiones, si se hacía tarde, podría quedarse a dormir en casa de ella, en el
living. Lo recibió muy contenta, le sirvió una piscola y, de buenas a primeras,
en el sofá junto a él, se acercó para recibir un beso. A Gaspar lo invadió la
timidez. Prefirieron conversar. Le contó muchos de sus problemas, en especial
acerca de su familia. Cristina bebía un vaso de pisco tras otro. En un minuto,
a raíz de uno de los tantos temas que abordaron, le confesó su herida.
No,
Gaspar, eso que me hiciste me dolió mucho. En serio, me dolió mucho
¿Qué,
Cristina?, ¿Qué he sido pedante contigo?
Seguía
sin darse por aludido. Al poco rato Cristina se aburrió y, con pesar, le indicó
que tenía unas frazadas en el living para él, que subiría a su habitación a
dormir.
A la
mañana siguiente Gaspar se sentía un estúpido, dando bastonazos de ciego a
diestra y siniestra. Los papás de Cristina, a los que conocía bien, lo
invitaron a tomar desayuno. Sentados al comedor de diario de la cocina, la mamá
lo miraba con lastima. Le preguntó si quería que despertara a Cristina. Él
prefirió que no. Luego el papá le preguntó si había pensado en un negocio que
emprender. Otra vez se le presentaba a Gaspar esta pregunta. Con los años
entendería que muchos jóvenes de su nivel social tenían la costumbre de
solicitar a sus padres un capital económico para montar algún negocio que le
permitiera forjarse un futuro, independiente de si habían estudiado una carrera
universitaria o no. Por la dinámica familiar que él tenía nunca se le hubiera
pasado por la cabeza esa opción. Le respondió al papá de Cristina que estaba
pensando, la verdad, en encontrar una práctica profesional.
Los
padres se decepcionaron y, como la conversación derivó a otros temas, se
burlaron del lenguaje tan rebuscado que solía emplear Gaspar, siempre con su
cabeza en la literatura y no en los hechos concretos de la vida. Se ofendió,
les agradeció el desayuno y se fue.
Pocos
días después llamó Cristina y le dijo que ella debió haber bajado a la mañana
de ese día a conversar con él. Gaspar estaba ofuscado, con ella o consigo
mismo, y cuando le preguntó si tenía un paciente que quisiera enviarle a la
consulta- Cristina ya estaba titulada y ejerciendo-, le respondió que no y
colgó.
Realmente
no entendía lo que le sucedía. Pensó en volver al psicólogo que lo derivó al
psiquiatra, el mismo que fue compañero en la universidad de sus tíos, pero el
ambiente en su familia era todo lo menos propicio para recurrir a sus padres
pidiendo ayuda.
La mamá
de Gaspar descubrió a su marido. Efectivamente, en la cinta grabada con el
artefacto escondido bajo el asiento del automóvil, se constataba al padre del
joven con una amante. La señora se enteró poco después que esa infidelidad era
de muchos años. Se lo recriminaba a su marido, pero él seguía insistiendo que
era sólo una aventura pasajera, que de verdad la amaba y a sus hijos. Comenzó a
llegar borracho después del trabajo y dormía en la habitación de servicio.
Una noche
la situación no resistió más. La madre de Gaspar explotó en insultos contra su
marido, le tiró su ropa a la cara gritándole que se fuera de la casa. El hijo
menor se encontró con su padre en la cocina, quien le dijo- nunca abandonando
la solemnidad del lenguaje-, como has notado, las relaciones con tu mamá no son
las mejores. Me voy a quedar esta noche en un hotel. Luego arrendaré un
departamento. ¿Quieres ir a vivir conmigo?, ¿encuentras positiva esta decisión?
Gaspar asintió
a las dos preguntas. No sólo asintió, las respondió con la frase completa, del
sujeto al predicado. Pocas veces su padre había sincero de esta forma. Iniciaba
así un giro en su vida que ninguna de las terapias a las que se había sometido
le habían brindado la claridad que ahora tenía acerca de sus sentimientos.
Tal vez,
por muy clisé que fuera la frase, la vida enseñaba mejor que ninguna terapia.