A
Renato le daban vueltas en su cabeza las palabras de la terapeuta. Por cierto,
el tema no le resultaba indiferente, y era evidente que había una alusión
directa en esa historia. “En serio, Renato, me ocurrió hace algunos años atrás:
un paciente nunca pudo superar el límite laboral que alcanzó su padre. Por más
que se esforzaba, su inconsciente siempre le hacía una zancadilla que le impedía
progresar en su carrera profesional. Por eso, nunca hay que descuidar la
Sombra, como solía llamar Jung a nuestros fantasmas ocultos en zonas mentales”.
En
cuanto a sendero profesional, le parecía un eufemismo considerarse a sí mismo
dentro de esa categoría. Con mucho esfuerzo, y tardíamente, se había titulado
de Licenciado en Filosofía de la Universidad de Chile, carrera bastante
apreciada cuando empezó los estudios, pero que ahora lo mantenía esclavizado a
un liceo pobre, donde se gastaba la voz tratando de enseñar los pre socráticos
y otros pensadores menores a muchachos que poco y nada les atraía esta
disciplina. Aún peor eran sus honorarios, que apenas le alcanzaban para vivir
míseramente arrendando un departamento en la Villa Olímpica y no le permitían
compartir el hogar con su novia y la hija de ella, a la que quería como si
fuera de su propia sangre.
Pero la
figura de su padre calaba hondo, en especial porque ahora lo recordaba en la
memoria con nostalgia. Abogado de profesión, tuvo una relación compleja con él
durante su vida, mas no por eso había dejado de quererlo. Fallecido hacía años,
para Renato fue un duro golpe perder a su progenitor cuando aún lo necesitaba
en el apoyo emotivo. Lo añoraba, y muchas veces él era un recordatorio de su
padre para la familia y algunos amigos suyos, que aún aparecían por los
círculos sociales que Renato frecuentaba. Siempre le hicieron notar que imitaba
a su padre, de forma más o menos consciente. La excesiva formalidad, la actitud
conciliadora, el empleo de un lenguaje culto y, a veces, incluso rebuscado, los
modales caballerescos y la inclinación por temas intelectuales, rayanos en la
pedantería, eran rasgos que él había heredado y asimiló con los años.
Esta
similitud no significaba, eso sí, que la relación hubiera sido todo el tiempo
libre de conflictos. El padre de Renato solía ser autoritario y un tanto
displicente. El hijo lo buscaba y buscaba y, tal vez justamente por eso, sentía
una admiración frustrada de niño hacia su padre, razón bastante comprensible
para imitar sus actitudes. Por eso Renato nunca mostró interés por el Derecho.
Imaginaba un trabajo de abogado tedioso y demasiado estructurado, excesivamente
tradicional. Y las diferencias se acrecentaron durante el proceso político del
Plebiscito de 1988. Si bien Renato era un niño, cuestionó firmemente que su
padre apoyara la dictadura militar, recibiendo las respuestas desganadas de su
papá, que veía en esas impugnaciones a un simple infante que no entendía de lo
que estaba hablando.
Pero
en la familia también había cuestionamientos hacia la figura paterna. Tanto
Renato, como sus hermanos, le insistían a su padre en que dejara el trabajo de
empleado municipal, mal remunerado, y optara por entrar a una empresa privada,
donde tendría mejores posibilidades. El padre se sentía a gusto en el
Departamento Jurídico de la Municipalidad de Ñuñoa, era su hábitat natural, y
en las contadas ocasiones en las que se había esforzado por posicionarse en un
empleo con mejor sueldo, había recibido portazos en la cara.
Todo
este puzle de memoria familiar cruzaba sus pensamientos mientras veía avanzar
parsimoniosamente las estaciones de la Línea cuatro del Metro, de regreso a
casa luego de una cansadora jornada en el liceo, cuando su ánimo despertó al
recordar que, en una conversación de pasillo horas antes, un colega le había
avisado que en la Universidad de Chile abrieron una convocatoria para cursar
doctorados con atractivas becas. Renato sabía lo que ello representaba: de por
sí aumentar sus ingresos, perfeccionarse, y fácilmente alcanzar un empleo de
profesor auxiliar en la Facultad de Filosofía, camino próspero a la docencia.
Una oportunidad como esa no la podía desperdiciar.
Mientras
caminaba por la explanada de la Estación Grecia rumbo al paradero del
Transantiago, llamó a su novia para darle las buenas nuevas, y ella lo felicitó
por la posibilidad, además de rogarle que las visitara más seguido, que lo
extrañaban. Sí, amor, es que las clases me consumen, pero de resultar esta beca
todo cambiaría para nosotros. ¿Te imaginas viviendo juntos?, ¿siendo la mujer
de un académico universitario?
Había
oscurecido cuando llegó a su departamento. De inmediato encendió luces, el
hervidor para una taza de té y el computador de escritorio: no quería perder un
minuto en revisar el formulario de postulación. Mientras fumaba con la ventana
abierta en el undécimo piso, iba repasando mentalmente todos los documentos que
debía adjuntar, los cuestionarios a escribir y, sobre todo, el paper que le
exigían para postular. Pensó escribirlo sobre Wittgenstein, un filósofo a su
juicio poco valorado. Además, era novedoso y de su interés personal. Sólo había
un reparo en todo ello: el plazo de cierre era dentro de dos días, por lo cual
no dudó en calentar mucha agua y agotar su reserva de café. Pese a que tenía
clases en el liceo al día siguiente muy temprano, bien valía la pena la vigilia
escribiendo.
Cerca
de las cuatro de la madrugada, ya evidentemente cansado, Renato sintió que
alguien caminaba en el pasillo. Giró de su silla y, con espanto, vio que su
padre lo miraba con lástima. Restregó sus ojos para ver si no era una fantasía por
la falta de sueño.
—Hasta
estas horas trabajando, Renatito, ¿acaso pretendes resolver tu futuro en una
noche sonámbula?
—¿Qué
haces aquí, papá? Esto no puede estar sucediendo.
—Lo
que no puede suceder es que pretendas aumentar tu sueldo con tus libritos de
filosofía. ¿Es que acaso a los socialistas trasnochados ahora les dio por ser
intelectuales financiados por el Estado? Disquisiciones espurias, caldo de
cabeza…
—Claro,
lo había olvidado, tú siempre argumentando desde la retórica, con palabras
pedantes como disquisiciones.
—Hijo,
hazte un favor, anda a acostarte y deja de soñar despierto.
Fue en
ese momento que Renato abrió los ojos de golpe y lo cegó la pantalla iluminada
del computador con el documento que redactaba a medio terminar.
La
jornada laboral al día siguiente le pareció a Renato una tortura. Hasta sus
alumnos su burlaron de sus ojeras, y por la falta de sueño estaba con un genio
muy irritable. Por poco se desquita humillando a un muchacho que intentaba
pasarse de listo con preguntas capciosas. Horas después, en la cafetería del
liceo, dando sorbos cadenciosos a un café muy cargado, se sentía a gusto de
haber concluido por la mañana de ese día la postulación en línea a la beca. Era
optimista: tal vez su paper no fuera tan prolijo (lo escribió con evidente
apuro), pero era original y hasta elegante. De quedar seleccionado podría al
fin decir adiós a ese liceo de mala muerte, aspirar a una vida mejor.
Los
días que siguieron fueron de mayor calma, Compartió varios fines de semana con
su novia y la hija de ella. Le contó pormenores de su postulación, hicieron
planes juntos. Sabían que eran sólo castillos en el aire, pero buscaban
conservar el optimismo, pese a que no daba garantías de nada. Renato le contó a
ella el sueño con su padre, de lo angustioso que le resultaba.
—Es un
tema que no has resuelto, por eso te sigue penando su recuerdo. Tienes que
liberar esa tristeza.
—Lo
sé, Belén, pero a veces pienso que es más fuerte que yo, que no hay forma de
control sobre mi inconsciente.
—¿Y la
terapeuta no te ayuda con eso?
—Le
habló mucho sobre mi padre. De hecho, me ha dado varias señales que me hacen
pensar mucho. Pero es como si fuera una sombra que me persigue.
A los
pocos días, mientras Renato se disponía a impartir una clase de la tarde en el
liceo, lo llamaron desde la Facultad de Filosofía. Era para una entrevista con
el secretario académico del programa de posgrado. Sintió una mezcla de entusiasmo
y temor a la vez. Muy educado, excesivamente formal, agradeció la llamada y
confirmó su asistencia. Inmediatamente telefoneó a Belén para darle la noticia.
Ella lo tranquilizó asegurando que tenía capacidades de sobra para quedar en el
doctorado.
El día
de la entrevista Renato se levantó muy temprano. Vistió una tenida formal,
desayunó ligero, y caminó hasta el paradero con serenidad. Fue un sentimiento
de nostalgia el volver a pisar el Campus Juan Gómez Millas: los mismos patios,
los edificios de distintas facultades, los rincones que albergaban recuerdos.
Los directivos de la Facultad de Filosofía habían cambiado, y Renato no
guardaba mayor contacto con su alma mater desde que se tituló. Sin embargo, lo
reconoció la misma secretaria de la Escuela.
Sentado,
a la espera, repasaba su postulación de hacía algunas semanas y creía estar
bien fundamentado para ser recibido por el secretario académico. Lo hicieron
pasar y fue recibido por un hombre de unos cincuenta años, de rictus serio y
barba prominente. Con un trato seco pero amable, la autoridad de la Facultad le
explicó a Renato que sus antecedentes eran muy valiosos, muy buen currículum y
recomendaciones, pero que le extrañaba que un egresado de la carrera con tan
buenas notas cometiera lo que, no podía ser de otra forma, era un error
estúpido: su paper era sólido, bien argumentado, de redacción prolija salvo
porque estaba incompleto. El secretario le preguntó extrañado qué diablos le
había sucedido, pues no cabía posibilidad de que un postulante tan sobresaliente
entregara como trabajo final ese ensayo inconcluso.
Renato
sintió el mundo derrumbarse ante sus ojos. Percibía menos luz que hace un
momento y un nudo de tristeza le ahorcaba la garganta. Sería este, como le
insistía su terapeuta, un acto fallido, una maldita zancadilla del
inconsciente. Pero ¿qué significaba?, ¿qué motivó un error tan burdo?
Por
cierto, el cielo se había nublado a la salida del Campus en Ñuñoa. Caminó
escuchando la brisa sobre las hojas en sordina por la calle Ignacio Carrera
Pinto. Perros quiltros le ladraban a su paso y Renato, con desdén resignado,
los ignoraba. Una vez llegado a la avenida Grecia, entre un grupo de empleados
de aspecto burocrático que cruzaron en su camino, creyó ver, con semblante
taciturno, a su padre sonreír adolorido.