De la Sota
Mi primer trabajo fue a los
15 años. Con el rucio Sartori nos empleamos de empaquetadores en un
supermercado de Providencia. “Dame una sota”, me dijo un compañero. Éramos unos
adolescentes cuiquitos y no sabíamos que sota era la moneda de 10 pesos. Con lo
recaudado viajamos mochileando al sur y di mis primeros besitos de amor a una
niña en una playa de Ancud. Muchos años después, Sartori me recibió en su casa
cuando atravesaba un difícil momento. “¿Sabías que el apellido De la Sota
existe?”.
La firma de papá
Mi padre era abogado, conocía
los riesgos de una firma adulterada. Una secretaria de la municipalidad, donde
trabajó toda su vida, se la falsificaba idéntica. “Podría burlar un perito
caligráfico”. Siendo veinteañero tropezaba en el trato con papá. Mucha
desconfianza y palabras que nunca se dijeron. Estaba peleado con toda mi
familia y sentía deudas históricas en la paternidad. Le pedí una suma
importante para comprarme un escritorio. Me hizo un cheque. En la ventanilla
del banco la cajera me preguntó, al ver el monto: “¿Conoces a Alejandro
Montero?”. “Sí, es mi padre”, pero la pregunta me ronda hasta hoy.

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